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El motivo de por qué no se molestó en escribirlos se encuentra en el subtítulo y en frases como ésta (que, por cierto, recuerda el síndrome de Bartleby de Joubert): «La dignidad de la inteligencia reside en reconocer que está limitada y que el universo se encuentra fuera de ella.»

Así pues, debido a que no se puede hacer un arte superior, el barón prefiere pasarse, con toda la dignidad del mundo, al país de los hechiceros infelices que renuncian a la engañosa magia de cuatro palabras bien colocadas en cuatro libros brillantes pero en el fondo impotentes en su intento de alcanzar un arte superior que logre hundirse con el universo entero.

Si a esta aspiración universal inalcanzable añadimos aquello que decía Oscar Wilde de que el público tiene una curiosidad insaciable por conocerlo todo, excepto lo que merece la pena, llegaremos a la conclusión de que el barón hizo muy bien en ser consecuente con su lucidez, hizo muy bien en escribir sobre la imposibilidad de hacer un arte superior, y hasta tal vez -dadas las circunstancias que envuelven su caso- hizo bien en matarse. Porque ¿qué otra cosa podía hacer alguien que, como el barón, pensaba, por ejemplo, que ni los sabios griegos eran dignos de admiración, pues desde siempre le habían causado una impresión rancia, «gente simplona, sin más»?

¿Qué más podía hacer ese barón tan terriblemente lúcido? Hizo muy bien en mandar a paseo su vida y también, por inalcanzable, mandar a paseo el arte superior: mandó a paseo su vida y el arte superior de una forma parecida a Alvaro de Campos, experto en decir que no había en el mundo más metafísica que las chocolatinas, y experto en tomar el papel de plata que envolvía a éstas y en tirarlo al suelo, como antes -decía- había tirado al suelo su propia vida.

Así que el barón se mató. Y a ello contribuyó, a modo casi de puntilla, el descubrimiento de que hasta Leopardi (que le parecía el menos malo de los escritores que había leído) estaba imposibilitado para el arte superior. Es más, Leopardi era capaz de escribir frases como ésta: «Soy tímido con las mujeres, luego Dios no existe.» Al barón, que era también tímido con las mujeres, la frase le resultó graciosa, pero le sonó a metafísica menor. Que hasta Leopardi dijera tonterías de semejante calibre, le confirmó definitivamente que el arte superior era imposible. Eso consoló al barón antes de matarse, pues pensó que si Leopardi decía semejantes memeces, no podía ya ser más evidente que en arte no había nada que hacer, sólo reconocer una posible aristocracia del alma. Y marcharse. Debió de pensar: Somos tímidos con las mujeres, Dios existe pero Cristo no tenía biblioteca, nunca llegamos a nada, pero al menos alguien inventó la dignidad.

34) Para Hofmannsthal, la fuerza estética tiene sus raíces en la justicia. Él persiguió, en nombre de esta exigencia estética, nos dice Claudio Magris, la definición en el límite y el contorno, en la línea y la claridad, levantando el sentido de la forma y de la norma como un baluarte contra la seducción de lo inefable y vago (de lo que, sin embargo, él mismo se había hecho portavoz en sus inicios extraordinariamente precoces).

El caso de Hofmannsthal es uno de los más singulares y polémicos del arte de la negativa, por su fulgurante ascenso de niño prodigio de las letras, por la crisis de escritura que posteriormente le sobreviene (y que refleja su Carta de Lord Chandos, pieza emblemática del arte de la negativa) y por su sucesiva y prudente corrección de rumbo.

Hubo, pues, en este escritor tres etapas bien diferenciadas. En la primera, absoluta genialidad adolescente, pero etapa teñida de palabra fácil y hueca. En la segunda, crisis total, pues la Carta constituye el grado cero no ya de la escritura, sino de la poética del propio Hofmannsthal; la Carta constituye un manifiesto del desfallecimiento de la palabra y del naufragio del yo en el fluir convulsionado e indistinto de las cosas, ya no nominables ni dominables por el lenguaje: «Mi caso, en pocas palabras, es éste: he perdido del todo la facultad de pensar o de hablar coherentemente de cualquier cosa», lo que significa que el remitente de la carta abandona la vocación y profesión de escritor porque ninguna palabra le parece expresar la realidad objetiva. Y una tercera etapa en la que Hofmannsthal remonta la crisis y, como un Rimbaud que hubiera vuelto a la escritura tras haber constatado la bancarrota de la palabra, retorna con elegancia a la literatura, lo que le sitúa de lleno en la vorágine del escritor consagrado que tiene que administrar su patrimonio de imagen pública y atender las visitas de los hombres de letras, hablar con los editores, viajar para dar conferencias, viajar para crear, dirigir revistas, al tiempo que sus obras ocupan cartelera en los teatros alemanes y su prosa gana en serenidad, aunque, como observó Schnitzler, lo que se ve en esa tercera etapa es que nunca Hofmannsthal superó el milagro único que él constituyó con su asombrosa precocidad y con esa posterior explosión de profundidad que le colocó al borde del silencio más absoluto cuando le llegó la crisis que originó la Carta.

«No admiro menos -escribió Stephen Zweig a propósito de esto- las obras posteriores a la etapa de genialidad y a la de la crisis encarnada por la Carta de Lord Chandos, sus magníficos artículos, el fragmento de Andreas, y otros aciertos suyos. Pero al establecer una más intensa relación con el teatro real y los intereses de su tiempo, al concebir mayores ambiciones, perdió algo de la pura inspiración de sus primeras creaciones.»

La carta que supuestamente envía Lord Chandos a sir Francis Bacon comunicándole que renuncia a escribir -ya que «una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro al sol (…), cada uno de estos objetos, y mil otros parecidos, sobre los cuales el ojo normalmente se desliza con natural indiferencia, puede de repente, en cualquier momento, cobrar para mí un carácter sublime y conmovedor que la totalidad del vocabulario me parece demasiado pobre para expresar»-, esta carta de Lord Chandos, que se emparenta, por ejemplo, con el Coloquio del borracho, de Franz Kafka (en el que ya las cosas no están en su lugar y la lengua ya no las dice), esta carta de Lord Chandos sintetiza lo esencial de la crisis de expresión literaria que afectó a la generación del fin del siglo XIX vienes y habla de una crisis de confianza en la naturaleza básica de la expresión literaria y de la comunicación humana, del lenguaje entendido como universal, sin distinción particular de lenguas.

Esta Carta de Lord Chandos, cumbre de la literatura del No, proyecta su bartlebyana sombra a lo largo y ancho de la escritura del siglo XX y tiene entre sus herederos más obvios al joven Torless de Musil, que advierte, en la novela homónima de 1906, la «segunda vida de las cosas, secreta y huidiza (…), una vida que no se expresa con las palabras y que, aun así, es mi vida»; herederos como Bruno Schulz, que en Las tiendas de color canela (1934) habla de alguien cuya personalidad se ha escindido en varios y oes diferentes y hostiles; herederos como el loco de Auto de fe (1935) de Elias Canetti, que indica el mismo objeto con un término cada vez distinto, para no dejarse aprisionar por el poder de la definición fija e inmutable; herederos como Oswald Wiener, que en La mejora de Centroeuropa (1969) lleva a cabo un ataque frontal contra la mentira literaria, como curioso esfuerzo por destruirla, para reencontrar, más allá del signo, la inmediatez vital; herederos más recientes como Pedro Casariego Córdoba, para quien, en Falsearé la leyenda, quizás los sentimientos sean inexpresables, quizás el arte sea un vapor, quizás se evapore en el proceso de convertir lo exterior en interior; o herederos como Clément Rosset, que en Le choix des mots (1995) dice que, en el terreno del arte, el hombre no creativo puede atribuirse una fuerza superior a la del creativo, ya que éste sólo posee el poder de crear mientras que aquél dispone de este mismo poder pero, además, tiene el de poder renunciar a crear.

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