Instituto Pierre Menard, una novela de Roberto Moretti, está ambientada en un colegio en el que enseñan a decir que «no» a más de mil propuestas, desde la más disparatada a la más atractiva y difícil de rechazar. Se trata de una novela en clave de humor y una parodia muy ingeniosa del Instituto Benjamenta de Robert Walser. De hecho, entre los alumnos del instituto se encuentran el propio Walser y el escribiente Bartleby. En la novela apenas pasa nada, salvo que, al terminar sus estudios, todos los alumnos del Pierre Menard salen de ahí convertidos en consumados y alegres copistas.
Me reí mucho con esta novela, sigo riéndome todavía. Ahora mismo, por ejemplo, me río mientras escribo esto porque me da por pensar que soy un escribiente. Para mejor pensarlo e imaginarlo, me pongo a copiar al azar una frase de Robert Walser, la primera que encuentro al abrir uno cualquiera de sus libros: «Por la pradera ya oscurecida pasea un solitario caminante.» Copio esta frase y a continuación me dedico a leerla con acento mexicano, y me río solo. Y luego me da por recordar una historia de copistas en México: la de Juan Rulfo y Augusto Monterroso, que durante años fueron escribientes en una tenebrosa oficina en la que, según mis noticias, se comportaban siempre como puros bartlebys, le tenían miedo al jefe porque éste tenía la manía de estrechar la mano de sus empleados cada día al terminar la jornada. Rulfo y Monterroso, copistas en Ciudad de México, se escondían muchas veces detrás de una columna porque pensaban que el jefe no quería despedirse de ellos sino despedirles para siempre.
Ese temor al apretón de manos me trae ahora el recuerdo de la historia de la redacción de Pedro Páramo, que Juan Rulfo, su autor, explicó así, revelando su condición humana de copista: «En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que durante años había ido tomando forma en mi cabeza (…). Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules.»
Tras el éxito de la novela que escribió como si fuera un copista, ya no volvió Rulfo a escribir nada más en treinta años. Con frecuencia se ha comparado su caso con el de Rimbaud, que tras publicar su segundo libro, a los diecinueve años, lo abandonó todo y se dedicó a la aventura, hasta su muerte, dos décadas después.
Durante un tiempo, el pánico a ser despedido por el apretón de manos de su jefe convivió con el temor a la gente que se le acercaba para decirle que tenía que publicar más. Cuando le preguntaban por qué ya no escribía, Rulfo solía contestar:
– Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias.
Su tío Celerino no era ningún invento. Existió realmente. Era un borracho que se ganaba la vida confirmando niños. Rulfo le acompañaba muchas veces y escuchaba las fabulosas historias que éste le contaba sobre su vida, la mayoría inventadas. Los cuentos de El Llano en llamas estuvieron a punto de titularse Los cuentos del tío Celerino. Rulfo dejó de escribir poco después de que éste muriera. La excusa del tío Celerino es de las más originales que conozco de entre todas las que han creado los escritores del No para justificar su abandono de la literatura.
– ¿Qué por qué no escribo? -se le oyó decir a Juan Rulfo en Caracas, en 1974-. Pues porque se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias. Siempre andaba platicando conmigo. Pero era muy mentiroso. Todo lo que me contaba eran puras mentiras, y entonces, naturalmente, lo que escribí eran puras mentiras. Algunas de las cosas que me platicó fueron sobre la miseria en la que había vivido. Pero no era tan pobre el tío Celerino. El, debido a que era un hombre respetable, según dijo el arzobispo de allá por su rumbo, fue nombrado para confirmar niños, de pueblo en pueblo. Porque ésas eran tierras peligrosas y los sacerdotes tenían miedo de ir por allí. Yo le acompañaba muchas veces al tío Celerino. A cada lugar donde llegábamos había que confirmar a un niño y luego cobraba por confirmarlo. Toda esa historia no la he escrito, pero algún día quizá lo haga. Es interesante cómo nos fuimos rancheando, de pueblo en pueblo, confirmando criaturas, dándoles la bendición de Dios y esas cosas, ¿no? Y él era ateo, además.
Pero Juan Rulfo no sólo tenía la historia de su tío Celerino para justificar que no escribía. A veces recurría a los marihuanos.
– Ahora -decía- hasta los marihuanos publican libros. Han salido muchos libros por ahí muy raros, ¿no?, y yo he preferido guardar silencio.
Sobre el mítico silencio de Juan Rulfo escribió Monterroso, su buen amigo en la oficina de copistas mexicanos, una aguda fábula, El zorro más sabio. En ella se habla de un Zorro que escribió dos libros de éxito y se dio con razón por satisfecho y pasaron los años y no publicaba otra cosa. Los demás comenzaron a murmurar y a preguntarse qué pasaba con el Zorro y cuando le encontraban en los cócteles se le acercaban a decirle que tenía que publicar más. Pero si ya he publicado dos libros, decía con cansancio el Zorro. Y muy buenos, le contestaban, por eso mismo tienes que publicar otro. El Zorro no lo decía, pero pensaba que en realidad lo que la gente quería era que publicara un libro malo. Pero como era el Zorro no lo hizo.
Transcribir la fábula de Monterroso me ha reconciliado ya definitivamente con la dicha del copista. Adiós para siempre al trauma que me ocasionó mi padre. Ser copista no tiene nada de horrible. Cuando uno copia algo, pertenece a la estirpe de Bouvard y Pécuchet (los personajes de Flaubert) o de Simón Tanner (con su creador Walser a contraluz) o de los funcionarios anónimos del tribunal kafkiano.
Ser copista, además, es tener el honor de pertenecer a la constelación Bartleby. Con esa alegría he bajado hace unos momentos la cabeza y me he abismado en otros pensamientos. Estaba en mi casa, pero me he quedado medio dormido y me he trasladado a una oficina de copistas de Ciudad de México. Pupitres, mesas, sillas, butacas. Al fondo, una gran ventana por donde más que verse se dejaba caer un fragmento del paisaje de Comala. Y aún más al fondo, la puerta de salida con mi jefe tendiéndome la mano. ¿Era mi jefe de México o era mi jefe real? Breve confusión. Yo, que estaba afilando lápices, me daba cuenta de que no iba a tardar nada en ocultarme detrás de una columna. Esa columna me recordaba al biombo tras el que se ocultaba Bartleby cuando habían desmantelado ya la oficina de Wall Street en la que vivía.
Yo me decía de pronto que, si alguien me descubría tras la columna y quería averiguar qué hacía allí, diría con alegría que era el copista que trabajaba con Monterroso, que a su vez trabajaba para el Zorro.
– ¿Y ese Monterroso también es, como Rulfo, un escritor del No?
Pensaba que en cualquier momento podían hacerme esa pregunta. Y para ella ya tenía la respuesta:
– No. Monterroso escribe ensayos, vacas, fábulas y moscas. Escribe poco pero escribe.
Tras decir esto, me he despertado. Unas ganas enormes de copiar mi sueño en este cuaderno se han apoderado entonces de mí. Felicidad del copista.
Por hoy ya basta. Continuaré mañana con mis notas a pie de página. Como escribió Walser en Jakob von Gunten: «Hoy es necesario que deje de escribir. Me excita demasiado. Y las letras arden y bailan delante de mis ojos.»
2) Si la excusa del tío Celerino era una justificación de peso, lo mismo puede decirse de la que manejaba el escritor español Felipe Alfau para no volver a escribir. Este señor, nacido en Barcelona en 1902 y muerto hace unos meses en el sanatorio de Queens de Nueva York, encontró con lo que le sucedió como latino al aprender la lengua inglesa la justificación ideal para su prolongado silencio literario de cincuenta y un años.