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Y, en efecto, Croves, que dijo ser el agente cinematográfico de Traven, lo sabía todo sobre la obra de éste. Croves estuvo dos semanas en el rodaje de la película y colaboró activamente en ella. Era un hombre raro y cordial, que tenía una conversación amena (que a veces se volvía infinita, parecía un libro de Carlo Emilio Gadda), aunque a la hora de la verdad sus temas preferidos eran el dolor humano y el horror. Cuando dejó el rodaje, Huston y sus ayudantes en la película comenzaron a atar cabos y se dieron cuenta de que aquel agente cinematográfico era un impostor, aquel agente era, muy probablemente, el propio Traven.

Cuando se estrenó la película se puso de moda el misterio de la identidad de B. Traven. Se llegó a decir que detrás de ese nombre había un colectivo de escritores hondurenos. Para Huston, Hal Croves era sin duda de origen europeo, alemán o austríaco; lo raro era que los temas de sus novelas narraban las experiencias de un americano en Europa occidental, en el mar y en México, y eran experiencias que se notaba a la legua que habían sido vividas.

Se puso tan de moda el misterio de la identidad de Traven que una revista mexicana envió a dos reporteros a espiar a Croves en un intento de averiguar quién era realmente el agente cinematográfico de Traven. Le encontraron al frente de un pequeño almacén al borde de la jungla, cerca de Acapulco. Vigilaron el almacén hasta que vieron salir a Croves camino de la ciudad. Entonces entraron forzando la puerta y registraron su escritorio, donde encontraron tres manuscritos firmados por Traven y pruebas de que Croves utilizaba otro nombre: Traven Torsvan.

Otras investigaciones periodísticas descubrieron que tenía un cuarto nombre: Ret Marut, un escritor anarquista que había desaparecido en México en 1923 y los datos, pues, encajaban. Croves murió en 1969, algunos años después de casarse con su colaboradora Rosa Elena Lujan. Un mes después de su muerte, su viuda confirmó que B. Traven era Ret Marut.

Escritor esquivo donde los haya, Traven utilizó, tanto en la ficción como en la realidad, una apabullante variedad de nombres para encubrir el verdadero: Traven Torsvan, Arnolds, Través Torsvan, Barker, Traven Torsvan Torsvan, Berick Traven, Traven Torsvan Croves, B. T. Torsvan, Ret Marut, Rex Marut, Robert Marut, Traven Robert Marut, Fred Maruth, Fred Mareth, Red Marut, Richard Maurhut, Albert Otto Max Wienecke, Adolf Rudolf Feige Kraus, Martínez, Fred Gaudet, Otto Wiencke, Lainger, Goetz Ohly, Antón Riderschdeit, Robert BeckGran, Arthur Terlelm, Wilhelm Scheider, Heinrich Otto Baker y Otto Torsvan.

Tuvo menos nacionalidades que nombres, pero tampoco anduvo corto en este aspecto. Dijo ser inglés, nicaragüense, croata, mexicano, alemán, austriaco, norteamericano, lituano y sueco.

Uno de los que intentaron escribir su biografía, Jonah Raskin, por poco se vuelve loco en el intento. Contó con la colaboración, desde el primer momento, de Rosa Elena Lujan, pero pronto empezó a comprender que la viuda tampoco sabía a ciencia cierta quién diablos era Traven. Una hijastra de éste, además, contribuyó a enredarlo ya de forma absoluta al asegurar que ella recordaba haber visto a su padre hablando con el señor Hal Croves.

Jonah Raskin acabó abandonando la idea de la biografía y terminó escribiendo la historia de su búsqueda inútil del verdadero nombre de Traven, la delirante y novelesca historia. Raskin optó por abandonar las investigaciones cuando se dio cuenta de que estaba arriesgando su salud mental; había comenzado a vestirse con la ropa de Traven, se ponía sus gafas, se hacía llamar Hal Croves…

B. Traven, el más oculto de los escritores ocultos, me recuerda al protagonista de El hombre que fue jueves, de Chesterton. En esta novela se habla de una vasta y peligrosa conspiración integrada en realidad por un solo hombre que, como dice Borges, engaña a todo el mundo «con socorro de barbas, de caretas y de pseudónimos».

85) Se escondía Traven, voy a esconderme yo, se esconde mañana el sol, llega el último eclipse total del milenio. Y ya mi voz va volviéndose lejana mientras se prepara para decir que se va, va a probar otros lugares. Sólo yo he existido, dice la voz, si al hablar de mí puede hablarse de vida. Y dice que se eclipsa, que se va, que acabar aquí sería perfecto, pero se pregunta si esto es deseable. Y a sí misma se responde que sí es deseable, que acabar aquí sería maravilloso, sería perfecto, quienquiera que ella sea, donde sea que ella esté.

86) Al final de sus días, Tolstói vio en la literatura una maldición y la convirtió en el más obsesivo objeto de su odio. Y entonces renunció a escribir, porque dijo que la escritura era la máxima responsable de su derrota moral.

Y una noche escribió en su diario la última frase de su vida, una frase que no logró terminar: «Fais ce que dois, advienne que pourra» (Haz lo que debes, pase lo que pase). Se trata de un proverbio francés que a Tolstói le gustaba mucho. La frase quedó así:

Fais ce que dois, adv…

En la fría oscuridad que precedió al amanecer del 28 de octubre de 1910, Tolstói, que contaba ochenta y dos años de edad y era en aquel momento el escritor más famoso del mundo, salió sigilosamente de su ancestral hogar en Yásnaia Poliana y emprendió su último viaje. Había renunciado para siempre a la escritura y, con el extraño gesto de su huida, anunciaba la conciencia moderna de que toda literatura es la negación de sí misma.

Diez días después de su desaparición murió en la vivienda de madera del jefe de la estación ferroviaria de Astápovo, aldea de la que pocos rusos habían oído hablar. Su huida había tenido un final abrupto en aquel remoto y triste lugar, donde le habían obligado a apearse de un tren que se dirigía al sur. La exposición al frío en los vagones de tercera clase del tren, sin calefacción, cargados de humo y corrientes de aire, le habían provocado una neumonía.

Atrás quedaba ya su hogar abandonado, y atrás quedaba ya en su diario -también abandonado después de sesenta y tres años de fidelidad- la última frase de su vida, la frase abrupta, malograda en su desfallecimiento bartleby:

Fais ce que dois, adv…

Muchos años después diría Beckett que hasta las palabras nos abandonan y que con eso queda dicho todo.

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