Al Rimbaud, que, habiendo visionado nuevas lenguas, tenía que enterrar su imaginación, casi lo palpamos cuando Virgilio al final de su vida descubre que penetrar hasta el conocimiento más allá de todo conocimiento es tarea reservada a potencias que se nos escapan, reservada a una fuerza de expresión que dejaría muy atrás cualquier expresión terrena, que atrás dejaría también un lenguaje que debería estar más allá de la maleza de las voces y de todo idioma terreno, un lenguaje que sería más que música, un lenguaje que permitiría al ojo recibir la unidad cognitiva.
Da la impresión Virgilio de estar pensando en una lengua aún no hallada, tal vez inalcanzable («escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos», decía Marguerite Duras), pues haría falta una vida sin fin para retener un solo pobre segundo del recuerdo, una vida sin fin para arrojar una sola mirada de un segundo a la profundidad del abismo del idioma.
41) La frase de Georges Perec que Derain me envía en forma de pausa que refresca tras el duro Broch, parodia a Proust y tiene relativa gracia, me limito a transcribirla: «Durante mucho tiempo, me acosté por escrito.»
42) Mallarmé es muy directo, apenas da rodeos en Crise de vers a la hora de hablar de la imposibilidad de la literatura: «Narrar, enseñar, incluso describir, no presenta ninguna dificultad, y aunque tal vez bastaría con tomar o depositar en silencio una moneda en una mano ajena para intercambiar pensamientos, el empleo elemental del discurso sirve al reportaje universal del que participan todos los géneros contemporáneos de escritura, excepto la literatura.»
43) Abrumado por tantos soles negros de la literatura, he buscado hace unos instantes recuperar un poco el equilibrio entre el sí y el no, encontrar algún motivo para escribir. He acabado refugiándome en lo primero que me ha venido a la cabeza, unas frases del escritor argentino Fogwill: «Escribo para no ser escrito. Viví escrito muchos años, representaba un relato. Supongo que escribo para escribir a otros, para operar sobre la imaginación, la revelación, el conocimiento de los otros. Quizá sobre el comportamiento literario de los otros.»
Después de apropiarme de las palabras de Fogwill -a fin de cuentas, en estas notas a un texto invisible, me dedico yo también a comentar los comportamientos literarios de otros para así poder escribir y no ser escrito-, apago las luces de la sala, enfilo el pasillo tropezando con los muebles, me digo que no queda mucho para que me acueste por escrito.
44) Me gustaría haber creado en el lector la cálida sensación de que acceder a estas páginas es como hacerse socio de un club al estilo del club de los negocios raros de Chesterton, donde entre otros servicios el Bartleby Reunidos -tal sería el nombre de ese club o negocio raro- pondría a disposición de los señores socios algunos de los mejores relatos relacionados con el tema de la renuncia a la escritura.
En el tema del síndrome de Bartleby hay dos relatos indiscutibles, fundadores incluso del síndrome y de la posible poética de éste. Son Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, y Bartleby, el escribiente, de Hermán Melville. En estos dos cuentos hay renuncias (a la vida conyugal en el primero, y a la vida en general en el segundo), y aunque esas renuncias no están relacionadas con la literatura, el comportamiento de los protagonistas prefigura los futuros libros fantasmas y otros rechazos a la escritura que no tardarían en inundar la escena literaria.
En esa selección de relatos, junto a los indiscutibles Wakefield y Bartleby -¿qué habría dado yo para que estos dos sujetos fueran mis mejores amigos-, no deberían faltar, deberían ser puestos a disposición de todos los socios del Bartlebys Reunidos, tres cuentos que a mí me gustan mucho y que a su manera -cada uno de forma muy singular- comentan la aparición de una idea -la de renunciar a escribir- en la vida de los protagonistas.
Estos tres relatos son: Viaja y no lo escribas, de Rita Malú; Petronio, de Marcel Schwob; Historia de una historia que no existe, de Antonio Tabucchi.
45) En Viaja y no lo escribas -cuento apócrifo que Robert Derain atribuye a Rita Malú en Eclipses littéraires diciendo que pertenece al volumen de relatos Noches bengalíes tristes- se nos cuenta que, un día, un extranjero que viajaba por la India entró en un pueblecito, entró en el patio de una casa, donde vio a un grupo de shaivistas que, sentados en el suelo, con pequeños címbalos en las manos, cantaban, con un ritmo rápido y diabólico, un endemoniado canto de sortilegio que se apoderó del ánimo del extranjero de una forma misteriosa e irresistible.
Había también en ese patio un hombre muy viejo, viejísimo, que saludó al extranjero, quien, distraído por el canto de los shaivistas, se apercibió demasiado tarde de ese saludo. La música era cada vez más endemoniada. El extranjero se dijo que le gustaría que volviera a mirarle aquel hombre viejo. El viejo era un peregrino. Se acabó de pronto la música, y el extranjero se sintió como en éxtasis. El viejo, de repente, volvió a mirar al extranjero, y poco después, lentamente, salió del patio. En esa mirada creyó detectar el extranjero un mensaje especial para él. No sabía qué había querido indicarle el viejo, pero estaba seguro de que era algo importante, esencial.
El extranjero, que era escritor de viajes, acabó entendiendo que el viejo había leído su destino y que, en un primer momento, cuando le saludó, se había regocijado ante el futuro para pasar poco después, tras leer el destino entero, a tener una gran compasión por él. El extranjero entendió entonces que el viejo, con su segunda mirada, le había advertido de un grave peligro, le había querido recomendar que burlara su destino horrible dejando inmediatamente de ser -porque ahí se escondía su futura desgracia- escritor de viajes.
«Se cuenta, es una leyenda de la India moderna -concluye el cuento de Rita Malú-, que aquel extranjero, desde el momento mismo en que fue advertido por la mirada del viejo peregrino, cayó en un estado de total apatía con respecto a la literatura y ya no volvió a escribir libros de viajes ni de ningún otro género, ya no volvió a escribir nunca más. Por si acaso.»
46) El relato Petronio se encuentra en Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, un libro del que Borges -que lo imitó, superándolo- dijo que para su escritura Schwob había inventado el curioso método de que los protagonistas sean reales pero los hechos puedan ser fabulosos y no pocas veces fantásticos. Para Borges, el sabor peculiar de Vidas imaginarias se encontraba en ese vaivén, vaivén muy apreciable en Petronio, donde este personaje es el mismo que conocemos por los libros de historia, pero del que Schwob nos desmiente que fuera, como siempre se había dicho, un arbitro de la elegancia en la corte de Nerón, o ese hombre que, no pudiendo soportar más las poesías del emperador, se dio muerte en una bañera de mármol mientras recitaba poemas lascivos.
No, el Petronio de Schwob es un ser que nació rodeado de privilegios hasta el punto de que pasó su infancia creyendo que el aire que respiraba había sido perfumado exclusivamente para él. Este Petronio, que era un niño que vivía en las nubes, cambió radicalmente el día en que conoció a un esclavo llamado Siro, que había trabajado en un circo y que empezó a enseñarle cosas desconocidas, le puso en contacto con el mundo de los gladiadores bárbaros y de los charlatanes de feria, con hombres de mirada oblicua que parecían espiar las verduras y descolgaban las reses, con niños de cabellos rizados que acompañaban a senadores, con viejos parlanchines que discutían en las esquinas los asuntos de la ciudad, con criados lascivos y rameras advenedizas, con vendedores de frutas y dueños de posadas, con poetas miserables y sirvientas picaras, con sacerdotisas equívocas y con soldados errantes.