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Tras satisfacer la voracidad de mi naturaleza, quedé ahíto y amodorrado a la par por la emoción que tal hecho me producía. Contemplé con oscura melancolía lo que quedaba: por mucho que lo aderezase -y no era muy hábil, ni disponía de lo adecuado para tales menesteres-, tanta carne sobraba que comprendí se pudriría y apestaría mucho antes de poder dar cabal cuenta de ella. Amargas experiencias y mi orgullo me impedían acudir a una de las sirvientas o villanas en demanda de que lo curasen y salaran, como a veces les vi hacer con otros animales. Así que lo envolví en un trozo de cuero, lo escondí entre las piedras donde solía ocultar restos de otras presas y anduve melancólico, muy desazonado y ahíto, de un lado para otro.

Aquella noche tomé la silla de mi caballo, donde acostumbraba apoyar la cabeza, y fui a dormir bajo la escalera de la torre. Pues había llegado a ser más agradable para mí este lugar que la dura yacija amañada sobre las mazmorras. Allí, fingiéndome dormido o no -según mi buen sentido aconsejase-, podía ver y oír cosas que despertaban mi curiosidad o mi interés, ya que, a medida que el tiempo pasaba, todo intento de hablar con alguien solía ofrecérseme más arduo, si no imposible.

En tal ocasión habíase cobijado allí un mendigo, cuyo rostro se ocultaba casi enteramente bajo un capuchón. Sus pies descalzos sobresalían bajo el sayal roto, acurrucado en su rincón, como animal en su guarida. Pero al tenderme a su lado levantó la cabeza y al deslizarse algo la capucha vislumbré un rostro de muchacho, donde brillaban alerta y cautelosamente sus ojos claros. No sé aún cuál fue el verdadero impulso que me instó a sacudir su brazo y decirle que, si tenía hambre, yo podría satisfacerla. Quedóse unos instantes en silencio, como sorprendido (o así me lo pareció). Su rostro era oscuro y huesudo, con evidentes huellas de no haberse regalado en placer alguno, por nimio que fuera.

– ¿Qué me pides, a cambio? -dijo al fin. Con tal rudeza, que más que hablar parecía morder.

– Nada -negué, casi incrédulo ante el hecho de que no me rechazara-. Sólo quiero partir mi caza contigo. Hay suficiente para los dos.

Sin aguardar más, me levanté y tirando de su sayal le indiqué que me siguiera. Lo llevé entonces al escondite donde guardaba los restos de mis provisiones. Y así comimos juntos. Él lo hizo con voracidad equiparable a la mía y luego le di a beber vino del que hurtaba en las bodegas de mi padre y que allí ocultaba. Comiendo y bebiendo, permanecimos mucho rato, sin hablar más.

Cuando quedamos ahítos, nos apoyamos en el muro. Respirábamos con fruición, mirando hacia la noche. Yo quería decirle (o acaso preguntarle) alguna cosa; mas no hallaba las palabras precisas. Y esta comprobación me producía un insano y malaventurado resentimiento. Fue él quien habló primero, tan brusca e inesperadamente como antes lo hiciera bajo la escalera. Y dijo algo que en verdad me pareció extraño:

– Si eres hijo del señor de esta hacienda, algún día serás un hombre poderoso.

Tragué saliva -mucho me costaba hablar- antes de responderle que, ciertamente, así lo esperaba; pues, farfullé, cuando mi padre muriese yo sería dueño y señor de todo el lugar. Esto era mentira y mientras lo decía tenía clara conciencia de que mis hermanos no opinaban de tan sencilla manera sobre tal cuestión y disposiciones. Pero no sabía qué otra cosa manifestar, ya que aquéllas o parecidas ideas jamás rozaron antes mi pensamiento.

– En tal caso -murmuró el joven vagabundo, con expresión soñadora-, cuando seas un alto y poderoso caballero, llámame. Acudiré sin falta y pelearé a tu lado contra quien dispongas y cuando dispongas.

Dicho esto, poco había ya que comunicarse, así que enterramos los bien mondados huesos y tornamos bajo las escaleras. Me dormí profundamente, presa de un extraño cansancio, como si estuviera muy fatigado tras librar una penosa lucha; pero mi cansancio no residía en brazos y piernas ni en lugar alguno de mi cuerpo, sino que yacía dentro de mi ser, espumoso y ligero como vino y casi diría que placentero.

Cuando empezaba a amanecer desperté, agitado por una inquietud muy grande. Quería decirle al mendigo que permaneciera allí, en nuestra tierra. Pues si quería ser mi escudero, difícilmente podría cumplir tan buen deseo si, llegado el momento, yo no podía hallarlo. Con gran asombro primero y una ira sorda y muy encendida luego, comprobé que su lugar bajo la escalera estaba vacío. Mi incipiente y único amigo había desaparecido sin dejar rastro. Y se había llevado, en cambio, mi puñal.

Tal furia me invadió, que estuve tentado de saltar sobre Krim-Caballo e ir en su busca, para matarle. Nadie, jamás, me había dirigido palabras semejantes a las suyas y por ello se me antojaba totalmente intolerable su marcha, que tenía como huida. Mas, casi de inmediato, la furia se derrumbó en una suerte de agonía, tan inusitada y desconocida, que permanecí largo rato anonadado, sin pensar en nada, ni sentir otra cosa que mi propia miseria.

Fue la primera tristeza de mi vida. A través de ella pareció abrirse paso una rendija de luz que llegó a iluminar la espesura de mi entendimiento. Empezó a dorarse la niebla de mi memoria, hasta recuperar un tiempo de vendimia en que caí al suelo, como fulminado, y perdí el habla, víctima de alguna vasta e inalcanzable predestinación.

Durante todo el día siguiente creí ver galopando, ante mis ojos, a mi propia tristeza. Parecía un torpe e inexperto corcel que por vez primera había perdido su jinete y no sabía hacia dónde dirigir sus pasos.

III. El lagar

Llegó la fiesta de la vendimia y yo calzoseumplí trece años. Desde que salí de la tutela de mi madre, estas celebraciones tuvieron la virtud o maleficio de alejarme de donde se celebraran. Solía pasar esos tres días encerrado en algún lugar apartado de la torre o del bosque, negándome a mí mismo cualquier contacto con el júbilo, la excitación y la virulencia colectivas. Tal vez en los primeros años persistiera aún en mi ánimo el recuerdo y el olor de aquel suceso que, en su día, tanto me trastornaron. Pero en los últimos tiempos tal recuerdo yacía acurrucado en mi memoria. Si no olvidado, lo cierto es que permanecía enterrado bajo capas de embotamiento y brutalidad, de forma que, voluntariamente, sin yo mismo saberlo, habíase borrado casi toda huella de él.

En aquella ocasión fue otro mi comportamiento. Comenzaban estas fiestas cuando ya había terminado la recolección y afanábanse los viñadores en la elaboración del vino. Se pisaban las uvas en el lagar y un viento loco, ácido, sacudía las ramas de los árboles, el olor de la tierra y los sentidos. Por única vez al año el vino corría sin tasa entre viñadores y sirvientes. Eran distribuidas raciones de carne, pan y empanadas de fruta. Y había gran libertad y aun disculpa para todos los excesos. Así sucedió siempre, desde muy remotos tiempos. Y así seguía y seguiría ocurriendo, aún por muchos más.

En verdad que en estos días afluían con mayor fuerza los ancianos resabios, ritos y aun remedos de sacrificios. Y la sombra de los dioses muertos vagaba invisible, aunque pesada, sobre la tierra toda. Un largo grito se podía percibir, rastreando entre sarmientos y racimos. Los odres y las cubas rebosaban en las bodegas, en el viento se respiraba mosto y los ojos de todas las criaturas, aun a través de la más ruidosa alegría, transparentaban un fuego oculto y a menudo siniestro.

Me acerqué al lagar, despacio. Ya empezaban a mostrarse los ánimos muy elevados y risas bruscas o exultantes rodaban por las dunas del otoño, como un trueno amordazado, o un soterrado presagio de tempestades tras la piel del cielo. La fina lluvia, casi impalpable a través del sol, caía sobre las gentes y las viñas. Algunas mujeres se habían cubierto la cabeza con el manto, y otras permanecían, en cambio, con el cabello suelto, mojado y brillante. Y todos los rostros aparecían enrojecidos y sudorosos.

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