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Me dormí entonces, con tal abandono y pesadez, que ya estaba muy entrado el día cuando el relincho y coceo de Krim-Caballo me despertaron. Abrí los ojos, dudé si había soñado o en verdad había visto aquellas cosas, y en esta duda continué mi camino, pero con ánimo tan conturbado que bien puedo decir que el muchacho que llegó al castillo de Mohl no era el mismo que salió de la hacienda de mi padre.

En una vuelta del camino los árboles clarearon, se ensancharon cielo y tierra y divisé nuevamente el brillo del Gran Río. Brotó entonces del fondo de la tierra un alarido, que reconocí. Un alarido desprovisto de humanidad, imposible de ser emitido por la garganta de animal alguno. Sólo las grutas o los abismos o el fondo de los océanos podían propagarlo así y sacudir -como en verdad creí que sucedía- desde el cielo a la tierra. Aquel grito me trajo la visión de un odre magullado, ardiente, ennegrecido y aventado hasta que el invierno borró sus huellas. Me así con fuerza a la cruz de mi montura, temiendo que algún rayo me derribase. Sudoroso, me esforcé en dominar el temblor de mis brazos y piernas.

Y entonces, invertida en las aguas del Gran Río, distinguí la silueta y las torres del castillo de Mohl. Por un instante creí presenciar, en el misterioso e incansable fluir de las aguas, cómo el mundo se vaciaba y volvía del revés. Mas luego descubrí mi error. Y apenas salido de mi angustia creí que nuevamente había perdido la voz.

No era así: gritando con todas mis fuerzas, espoleé mi montura. Y galopé, lleno de furia, de alegría y de estupor (del todo inmotivados) hacia el lugar donde, si así lo merecía, algún día sería investido caballero.

IV. Juegos guerreros

En el castillo del Barón Mohl, hallé de nuevo a mis hermanos mayores. Tiempo hacía ya que fueron armados caballeros. Como tales, permanecían al servicio del Barón y formaban parte de su pequeña corte.

Me recibieron con despego y aun diría que franco disgusto. Jamás me habían amado lo más mínimo y recordaba los insultos, puntapiés y desprecio que me prodigaron en casa de mi padre. Desde muy niño les oí designarme como fruto repugnante de seniles concupiscencias, retoño de malsana longevidad y cosas del mismo o parecido tenor. Los encontré tal como los recordaba: inseparables entre sí, hoscos hacia el resto del mundo. Valientes hasta la crueldad, temerarios hasta la insensatez.

Eran altos y fuertes, pero no gallardos. Temidos, pero no respetados. Se apreciaba su fuerza y su valor, pero no eran estimados, y mucho menos amados. De forma que siendo en osadía y coraje lo más florido de las huestes del Barón, eran los menos distinguidos por él. Y de otro lado a ellos era a quien más entrega y sacrificios exigía. Notoria es, sin duda alguna, la falta de equidad con que eran tratados. Pero apenas bastaba una mirada sobre sus personas para que estas cosas pareciesen de todo punto merecidas y aun justificadas. No obstante, ellos tenían de sí mismos muy distinta opinión y tales injusticias enconaban aún más su carácter y más ensombrecían, si cabe, sus espíritus. Se esforzaban en todo momento por dar prueba de su fiereza y gran valor. En encuentros y juegos guerreros -a los que era muy aficionado el Barón Mohl- sobresalían con gran distancia de los demás. Pero jamás consiguieron un puesto de honor en la mesa de su señor (ni en parte alguna). De otro lado, ningún caballero o dignatario del castillo era más aborrecido por vasallos, pajes y sirvientes y, en suma, por todo componente de aquel vasto y poderoso dominio.

Huelga decir que se apresuraron a vengar sus rencores y descargar su amargura sobre mi agreste y recién llegada persona. Y he de señalar que, en el lujo y ornato desplegado en aquel castillo, mi aspecto vino a aumentar su humillación. Llenábales de vergüenza admitir que, bien a su pesar, al fin y al cabo yo era su hermano. Y ocurrió que mis innumerables torpezas recaían sobre ellos y mi zafia y salvaje persona los cubría de oprobio ante unas gentes tan alejadas del ambiente donde había crecido yo.

No hubo de pasar mucho tiempo, desde mi llegada, para que saltara a mis ojos la inmensa diferencia que había entre el castillo, modales y costumbres de un gran señor y el ambiente, costumbres, casa y persona de mi padre. Otros más lerdos que yo hubieran apreciado sin la más mínima dificultad semejantes distancias y tal vez sufrido, como sufrí yo, el aturdimiento y confusión que semejantes cosas me produjeron.

Inmediatamente hizo notar el Barón -aunque en aquel tiempo no me dirigía la palabra directamente- la extrañeza y disgusto que le causaba el que mi padre me hubiera enviado tan tarde y en tan agreste estado a su servicio. Lo que le inducía a pensar cuánto había descuidado mi educación. Por un momento temí que me devolviera a mi padre. Tal vez pensó hacerlo, pero acaso porque apreciara la robustez de mi cuerpo, o porque descubriera en mi persona cualquier cosa de su agrado, el caso es que no lo hizo y me admitió en su grey. Antes empero me envió a lo que podría llamarse el más elemental pulimento de mis modales y aspecto. Con lo que me sentí en verdad muy mortificado, ya que fui objeto de burlas y chanzas por parte de los otros jóvenes escuderos que allí labraban méritos para -tal y como yo mismo aspiraba- ser en su día armados caballeros.

Lo cierto es que hube de comenzar mi vida en aquel lugar junto a muchachos mucho menores que yo -algunos de ellos, apenas rebasaban los ocho años-, y por el más somero y humillante principio. Así, en los primeros tiempos, se me entregó prácticamente en manos de las damas del castillo. Damas entre las que, como resulta presumible, dominaba y descollaba la propia Baronesa Mohl.

Ella fue quien tomó con verdadero interés mi persona, ella quien se ocupó y preocupó, en suma, de acelerar el vejatorio e inusitado aprendizaje que comúnmente sólo destinaban a los más tiernos principiantes y que se suponía yo debía desde hacía tiempo poseer. Suposición absolutamente errónea, pues milagro era ya -entonces tuve conciencia de ello- haber llegado allí con vida, o al menos con todos los huesos y miembros en su debido lugar.

Apenas pisé el recinto del castillo, pude apreciar la diferencia que existía entre la verdadera vida de un noble señor y la que yo arrastrara hasta entonces. Como principio señalaré que aquello que mi propio padre tenía por fortaleza -y aun castillo- no pasaba de ser una destartalada y sucia granja, medianamente protegida por toscas empalizadas donde escaseaba la piedra y sobraba la madera podrida. Y aquel tosco y sombrío torreón que tan orgullosamente se erguía por sobre las antiguas habitaciones de mis abuelos, así como su mezquino recinto y tierra toda, no alcanzaba ni en proporciones, ni en solemnidad, a la más humilde dependencia del castillo de Mohl. Y ni que decir tiene, cuanto había fuera y dentro de él no tenía punto de comparación con todo lo que hasta aquel momento yo había conocido.

Largas y sólidas murallas de piedra, rodeadas de un foso, daban acceso al recinto interior del castillo, al que se entraba a través de una gran puerta de hierro, con puente levadizo, flanqueada por dos estrechas y altas torres. Allí se alojaban los soldados de Mohl, y estos soldados vestían con decencia, ostentaban los colores de su señor y aparecían bien armados y nutridos. En nada recordaban a los desechos humanos, cosidos a cicatrices (y algunos hasta mutilados) que a fuerza de adular y llenar su cabeza con lances, hazañas y glorias fantasmales, subsistían en torno a mi padre.

Tras aquella imponente fortaleza exterior, se alzaba otra empalizada de madera, pero sólida y bien aguzada. El recinto interior (que tenía cuatro grandes torres y otras muchas dependencias) albergaba una granja tres veces mayor que la nuestra, con establos y cuadras repletas de reses y hermosos caballos. Vivían allí dos herreros, tres alfareros, varios carpinteros, albañiles y toda clase de gentes afanadas en las mil tareas que la vida de tal señor exigía. Adosadas a la muralla exterior, junto al foso y en la pendiente que descendía desde su altozano hasta el Gran Río, apiñábanse multitud de cabañas donde vivían los siervos y otra mucha gente que trabajaba para él.

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