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Estuvo mucho rato apoyado en las almenas, silencioso, espiando hacia quién sabe qué signos, o qué rostros, o qué huellas de galopes. Al fin empezó a hablar, con el enajenado tono que solía emplear en sus visiones:

– Veo grupos de hombres que vagan por las planicies… Diezmados ejércitos, pueblos vencidos, reyes que perdieron su dominio… Señores sin ejército ni vasallos, expulsados de algún paraíso que creyeron su reino… Veo criaturas de la estepa, jamás saciada su sed de las praderas. Otros hombres descienden, dando gritos, por los barrancos, hombres batalladores e insatisfechos, pueblos inestables y temerosos… jinetes solitarios, sobre caballos negros, a rastras de un odio o una nostalgia blancos. Y unos y otros disputan, como perros, los jirones de un desangrado y muy viejo animal, que aún respira, pues su estertor hace temblar las ramas de las selvas y estremece la profundidad del mar: es la antigua y destrozada imagen de la gloria -tal como puedan haberla imaginado un niño, o un pueblo-. Mas al fin llegan los negros jinetes a invadir la pradera y los guerreros blancos salen a su encuentro; pero, unos y otros, atacan y defienden una desaparición. Y distingo sobre sus cabezas, en el vasto archipiélago de las estrellas, el naufragio celeste de cien dragones de oro; y esa batalla se repite, y continúa, en la sangre de todos los amaneceres, de todas las furias solares; se repite y se reanuda sin posible fin; porque la muerte rebrota de la muerte, y la vida ha desaparecido, desde ya muy remotas batallas. Y el dios que preside la larga mesa de los Señores de la Guerra bebe lluvia y ceniza continua en su copa oxidada; y en cada uno y todos los amaneceres, se oye el grito negro de su espada; y el eco devuelve el grito de todas las guerras; y nada puede ya interrumpir la innumerable e infinita libación del dios de ojos azules y dientes teñidos en sangre, pues su antigua patria, el mar, horrorizado de ellos, huye hacia desconocidas playas.

Bruscamente se interrumpió. Y aunque le supliqué que no se detuviera, que se esforzara en desentrañar más y más visiones, él seguía en silencio. Desesperado, intuí que me hallaba al borde de la gran prueba, que estaba a punto de conseguir ver, por fin, el Gran Combate.

El vigía rompió entonces su silencio:

– Esa conquista no llegará jamás. Ya han muerto todos los hombres, pero los caballos continúan agrediéndose entre sí. Veo, confundidas, las crines blancas y las crines negras; la sangre corre por sus belfos, cuellos, ijares y flancos; y agonizan, en cruel e inútil empeño, sin dominar a la muerte, puesto que la muerte es su más fructífera semilla.

Entonces, llegó a mí la voz del Barón Mohl aun a través de los labios del vigía:

– Hombres errantes, hombres errantes, ¿hasta cuándo…?

Decayó la tensión que mantenía al muchacho de la torre en su alucinante estado; y con él, cesaron sus reveladoras visiones. Como un vulgar siervo, se dejó caer en su rincón habitual, cansino y resignado. Me senté a su lado, estreché sus manos y busqué sus ojos, para comunicarle algún calor de la exaltación que me dominaba. Le dije que ya no deseaba apartarme ni de su lado ni de aquel lugar, hasta lograr entender, o descifrar, el enigma de aquel eterno duelo. Afirmé que estaba dispuesto a no bajar de la torre, a permanecer para siempre en su rincón, compartiendo su vida, hasta lograr ser como era él.

Al oír mis últimas palabras, pareció abandonar su apatía.

– ¡No harás tal cosa! -se escandalizó, más que temió-. Me llena de temor oírte…

– ¿Por qué siempre ese miedo? -grité, con súbita ira.

Pero mi grito, más que hacia su persona, iba hacia la tierra, el aire, el agua y el fuego: un grito que se arrojaba contra los bosques, las estepas, las criaturas todas, contra el inmenso y lejano mar del mundo, contra aquella desconocida frontera septentrional donde -según había dispuesto mi señor- sería yo, un día, el verdadero Angel de la Guerra; y al tiempo, sabía que no existió jamás un Angel implicado en ese empeño, y que tales sueños o esperanzas, provocaban la sonrisa de aquellos dioses que avisaban de la muerte a los jabalíes, con su larga llamada de oro.

Miré hacia la luz naciente, donde la bruma se posaba, como toda amenaza de sangre, traidora y dulcemente.

– Ya no hay miedo -repetí, una y mil veces.

Y luego, intenté explicar al vigía que estaba dispuesto a rasgar el mundo en dos mitades, y que de esta división renacería yo, criatura de mí mismo. Y me oí, con más desesperación que convencimiento:

– Y viviré, viviré, viviré…

Entonces, el vagabundo-vigía me quitó la daga de entre las manos; pues, sin saber cómo, la tenía asida y alzada contra el amanecer. Descubrí tal pánico en su mirada, que creí asomarme a una sima sin fondo. Y sentí, en mi rostro, el húmedo relente de una desconocida noche.

– Ten mucho cuidado -me advirtió, con la despaciosa y sabia cautela que, a despecho de mostrarse tan ignorante en las demás cuestiones, transpiran los siervos ante hombre o fuerza capaz de destruirles-. No debe torcerse el fluir de los ríos, ni el discurso del humano acontecer… No intentes, joven caballero, desviar el cauce de tu vida, por brillante que imagines este esfuerzo… Baja de nuevo al mundo de los guerreros, de las víctimas y de los verdugos; vuelve junto a tu señor, que tanto te ama; y recuerda que todavía no han visto tus ojos el Gran Combate.

Comprendí que sus palabras encerraban mucha verdad. Y, al tiempo que decaía y se templaba mi impaciencia, me dije que, por cierto, mis ojos no habían logrado alcanzar tan anhelada visión, ni en la luz del amanecer, ni en la fría complicidad de las estrellas. Tan sólo, en el curso de cierto misterioso mediodía -de todo punto inexplicable, puesto que estalló su esplendor apenas alboreada la más tierna luz-, llegué a divisar, en las abrasadas estepas celestes, tres jóvenes guerreros que se parecían demasiado a mis hermanos.

X. Jinete sin retorno

Llegó la víspera de Pentecostés. Y tal como lo prometiera, el Barón Mohl dispuso y ordenó todos los pormenores y preparativos para la ceremonia de mi investidura, con el mismo celo que hubiera tenido para con su propio hijo.

En la jornada que precedió a tan señalada ocasión, tuve oportunidad de sentir, físicamente, sobre la misma piel, la variedad de zarpazos y rasguños que componían tan maliciosa expectación sobre mi persona; y, como si en lugar de ojos y dientes tratárase de aguijones o dardos, cuando más de una persona se reunía a mis espaldas, innumerables miradas y sonrisas venían a clavarse en mi nuca. Y notaba el escurridizo rastrear de malignas sospechas y burlas soeces enroscándose en mi cuerpo. Ora aquí, ora allá, me llegaba el rancio husmo de insinuaciones procaces -cuando la ignorancia se ufanaba de sagacidad- y el acre tufo de groseras certezas -si la hipocresía parodiaba escandalizado sonrojo-; pues todas estas cábalas iban destinadas a interpretar la verdadera índole de aquella predilección tan manifiesta que me dispensaba Mohl. Creo que pocas veces -o acaso nunca-, llegada la víspera de tan solemne fecha para él, un joven escudero de noble cuna fue menos agasajado, o amistosamente tratado, por quienes con él convivían. De tan abierta malquerencia, no se desentendieron mis compañeros; incluso podría decir que sus murmuraciones fueron las más enconadas, y los más osados comentarios salieron de sus labios.

Pero ninguna de estas cosas alcanzaba -pues resultaban volanderas e inocentes en su comparación- al huracán de resentimiento, disfavor y revuelta de muy enquistadas hieles, que encrespó el ánimo de mis hermanos. De suerte que, si de lejos o de cerca los avisté durante todo aquel día, buen cuidado tuve en distanciar, con tanta discreción como diligencia, nuestras mutuas personas. Pues el resplandor de la hoguera que entre los tres venían alimentando harto tiempo, lamía y abrasaba, como lengua de dragón, todo mi ser, y hasta diría que mi sombra, o la huella de mis pasos. Y sentíame, en tales instantes, pavorosamente solo -aun en medio de la abigarrada promiscuidad en que, por lo común, transcurría la vida del castillo-. Y creía hallarme a merced de alguna fuerza sobrenatural y exterminadora, más poderosa que ninguna, si llegaba a sentir -aun de lejos- sus ojos en mi persona. Tan sólo la polvareda amarilla que levantaban los cascos de sus caballos, o la negra mancha que recortaba en el suelo el contorno de tres jinetes (o acaso, tres misteriosos abedules), me atenazaba en una suerte de húmedo estupor, que llegaba a inmovilizar mi cuerpo entero. "No hay miedo, no hay muerte…", me repetía. Pero bien sabía que únicamente en lo más alto de la torre vigía lograba poseerme tal convencimiento.

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