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Un olor acre y violento me llegó, entonces. Olor humano y bestial a la vez, que despertaba un dormido dragón en los más ocultos ríos de mi vida. Alzóse entonces el animal solitario, de ojos iracundos, vi cómo levantaba su cabeza de oro y sangre por sobre las anchas hojas de las vides, entre los granos de uva como enormes gotas de una lluvia encarnada, transparentes y espesos a la vez, que llenaban los cestos. Una luminosa y transparente savia manaba bajo el lagar, y caía en el recipiente de madera. Pequeños ríos de un oro rojo y encendido como el sol o la hoguera corrían sin tino ni prudencia hacia la tierra. Procurando disimular mi presencia, me acerqué entre los árboles que bordeaban el lagar: un grupo de moreras, de fruto parecido a diminutos racimos que teñían de un cerco azul oscuro o casi negro, los labios de quienes los mordían. Algunas moras habían caído al suelo, aplastadas, acaso pisadas. Su sangre amoratada se mezclaba a la lluvia y al vino derramado.

En aquel momento unas mujeres subían de la bodega, portando jarros rebosantes de aquel aromático, delgado y turbulento líquido, que tanto apreciaban los Mohl y mi padre. Y que (de pronto me di cuenta) tanta sed despertaba en mí mismo. Una sed que como nunca antes recordaba haber padecido, se apoderó de mí. Bruscamente, arrebaté el jarro de las manos de una de las mujeres, y ante su asustado asombro, primero -sentía yo mientras bebía y bebía que su terror me cercaba, y creía que en el vino naufragaría la distancia, el gran miedo que sin yo proponérmelo les inspiraba-, y después, ante su risa suave y tímida seguida de otra más osada (hasta provocar otras muchas, que me envolvieron), continué bebiendo, hasta que me faltó el aliento. Entonces dejé caer el jarro, que se estrelló a mis pies. El vino salpicó mis piernas, y las miré, agrupadas en derredor a mí, e intenté, a mi vez, reírme. O al menos sonreír.

No sé si lo logré, ni lo sabré nunca. Pero si la sombra del recelo no había desaparecido, habíase convertido al menos en un suave terror, tan venenosamente placentero, que avivaba el fuego enterrado o encendía acaso, en su desconocida madriguera, los ocultos sarmientos siempre ardientes. Yo lo sabía, sentía mis labios, manos y piernas mojados por el vino y la lluvia, en una mezcla de cólera y placer, nuevo y agresivo. En el aire que, muy fatigosamente, respiraba y que parecía abrasarse en mi garganta.

Luego salté al interior del lagar y presa de furia en verdad salvaje pisoteé los granos, brinqué, gritando, una vez y mil, sobre ellos. Resbalé y caí muchas veces, y me revolqué entre sus husmos y su sangre.

Había una risa espléndida dentro y fuera de mí; una inmensa carcajada que de improviso me salvaba de toda tristeza o timidez, de la ira o muerte. La inmensa carcajada me sacudía de arriba abajo y mil o dos mil o siete mil veces caí en aquel espeso mar, torpe y deleitoso a un tiempo, atroz y bello como jamás había conocido ni presentido. Cómo podía imaginar la extrema libertad y belleza del mundo. Miles y miles de carcajadas idénticas me apretaban, me ceñían y levantaban otra vez. Sentí que muchos brazos me ayudaban a incorporarme, que mesaban mis empapados cabellos, mi rostro, mi cuerpo entero. De improviso, sentía sobre mi piel infinidad de manos, como un estremecimiento oscuro y tan hondo como la hoja de un puñal hundido. Por primera vez, a través de la encendida espesura de los nuevos sentidos que desfallecían en el vaho del lagar, conocía el roce de la piel humana sobre mi propia piel. Y aquella piel sobre mi piel era el más exasperado de todos los fuegos y el más penetrante. Mis sentidos parecieron multiplicarse, desparramarse en innumerable lluvia sobre el mundo y sobre mí mismo, puesto que la tierra entera era mi piel y despertaba una tan avasalladora, casi aterradora conciencia de libertad sin límites, de absoluta y total libertad, que me creí sacudido como un trueno. Y él me derribó, izó, y obligó a llamar a mi único amigo Krim-Caballo, para que entrara en el lagar y sintiera conmigo, bajo sus pezuñas, el estallido de una sangre tan poderosa, riente y estremecedora. Hasta que me sacaron de allí, probablemente casi inerme. Luego, recuerdo tan sólo el balanceo de las ramas de una morera y unas manos frescas sobre mi frente.

El cielo de septiembre huía sobre mi cabeza; algo se llevaba. Algo que yo debía retener, sobre todas las cosas, algo recién descubierto y sin cuya posesión no me sentía capaz de continuar viviendo.

– Despierta -me decía una de las mujeres, zarandeando suavemente mi cabeza-. ¡Despierta!…

Entonces vi su rostro, inclinado sobre el mío. Su cabello oscuro, suelto y mojado, me rozaba. Tenía la frente abombada, casi redonda. Parecía una manzana.

Levanté la mano con cautela y la rocé. Ella dejó entonces de reír, e intentó incorporarme. La reconocí en aquel momento: era la mujer-niña del herrero. La había visto cien veces, y jamás había sospechado cuán tersa y brillante era su piel. Tenía ojos como granos de uva, menudos y brillantes, arrancados sin piedad a algún racimo tan maligno y dulce como el veneno del sueño, o la locura. al reírse, dos pequeños hoyos hendían las comisuras de su boca y tenía dientes pequeños, dientes de niño. Toda ella, en verdad, parecía un niño: hasta sus manos breves y ásperas, sucias de barro. Y vi que, en su boca, habían dejado un cerco azulado las moras, o el vino.

Por primera vez en mi vida mordí aquel veneno y me pareció que el cielo mojado y la enardecida tierra de las ya devastadas viñas, como en batalla mansa y traidora, levantábanse y lanzábanse en combate extraño, donde cabía todo el desasosiego y júbilo del mundo. Sobre el viejo terror, que se alejaba más y más junto a un dragón centelleante, crecían las aguas del Gran Río. Cerré los ojos y sentí la torpeza de mis manos y brazos, de mi cuerpo todo, sobre una cálida blandura que me traía el recuerdo y el aroma de una ceniza presentida, tal vez olvidada. De unos sarmientos perennemente rojos, crepitando sin descanso bajo la primera y más frágil corteza de aquella tierra que, hasta el momento, pisara tan ignorante. Había oído hablar de estas cosas a los soldados, pero no se parecían sus historias a la que me estaba sucediendo, ni a lo que luego sucedió, ni a las que otras muchas veces sucederían. En alguna pradera, oía galopar a mi caballo.

Tengo la certeza de que en aquella exaltación y desatado ensueño pasaron tres días. Sé que fueron tres, porque es lo que acostumbra a durar la fiesta de las uvas. Pero sobre mí pasó un tiempo distinto.

Al fin, como tras galope sin tino, desperté tendido en el suelo, más allá del río. Tenía la convicción de haberme caído del caballo, pero nada me dolía. Por contra, una gran calma, fresca y transparente, me bañaba. Cara al cielo de otoño, donde se alejaban rebaños de nubes y huían los pájaros, escuché y sentí el viento que balanceaba, a mis costados, la alta hierba de la pradera. Distinguí al fin la silueta de mi caballo, vi su belfo palpitante sobre las últimas flores de la estación: una suerte de lirios pequeños, de color aterido, que anunciaban el invierno. Krim-Caballo pastaba mansamente flores olvidadas, vestigios de un dominio que tocaba a su fin. Al verle me regresó una tristeza tan leve que pensé si aquello sería lo que las gentes llaman veneno de los días perdidos. Luego, un largo estremecimiento oscureció el aire, oí entrechocar de espadas y de lanzas, largos gritos a través de las dunas y el río, galopes de jinetes que huían, o que se aproximaban.

Todo sucedía en mí y en torno a mí: y continué así, inmóvil, fijos los ojos en el otoño alto y aún radiante que huía, sin retorno posible, hacia el invierno. Entonces, en mi memoria y en el aire mismo, creí reconocer el último mugido de aquel jabalí de pelaje dorado, vi fluir y avanzar por entre sus colmillos la muerte, rojo manantial. Y me ganó un placer tan hondo, y tan violento, que se nubló mi vista.

Días más tarde, mi padre me mandó llamar. Permanecía postrado por una ya incurable dolencia. Le encontré tendido en su lecho entre sus pieles, cubierto de llagas, junto a la cabra y las reliquias. Pero dueño de súbita lucidez en hora tan decisiva de mi vida:

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