Entonces, los pálidos Señores de la Guerra me ofrecieron las prendas que simbolizaban lo más esencial e imperioso de su encomienda: camisa blanca y nueva de lino, cota negra, y manto rojo. Colores que portaban consigo, y para siempre, consignas de pureza -o acaso ignorancia-, de muerte y de sangre. Luego, el más anciano, noble y feroz de mis verdugos -o víctimas- alzó mi nueva espada: la vi, levantándose entre sus manos, negra y agresiva como un grito de guerra; para mostrar a mí y al mundo la razón más poderosa y pesada de la tierra. Brillaron sus dientes, y repitió una vez más, sobre mi cabeza, que al día siguiente, luego de la ceremonia y el torneo -donde acaso mataría, uno por uno, a mis hermanos-, podría lucirla para siempre al cinto, sin rebozo ni temor alguno. "Pues por tus méritos te has hecho acreedor a un honor semejante, y así, con el nuevo sol, alcanzarás aquello a lo que todo noble aspira, promete y está obligado a cumplir".
Mas yo sabía que no había mérito alguno en mis actos, que no había alcanzado ninguna victoria, ni era acreedor a reconocimiento u honor de ninguna especie, pues -ya sin remedio- me sabía simple navegante, o jinete; alejándome sin freno, ni retorno posible, de todos los hombres, todas las espadas, todas las promesas y todos los recuerdos.
***
Tras vestir la camisa blanca, me dejaron a solas. A poco, entró el Barón. Y sin hablarme, ni mirarme apenas -como si le inundara una suerte de resignada cólera, aunque no podría precisar hacia quién iba dirigida-, me indicó con un gesto que me sentara: en aquel mismo lugar, casi a sus pies, donde una tarde permanecimos tanto rato en silencio; aquélla en que miramos juntos la última nevada de cierto invierno, tras su ventana. Me pareció que había envejecido de una forma casi monstruosa. No envejecía un hombre -pensé- en años, ni en meses. Sino, acaso, en un minuto, un día o una noche.
Inútilmente, aguardé que me hablara. Que me dijese -que repitiese, una vez más- aquello que ya empezaba a sonar en mis oídos casi como un sangriento escarnio: que en adelante debía comportarme con la mayor nobleza y valentía; que debía mostrarme generoso, devoto, compasivo, escudo del desamparado y azote del tirano; que repartiera, mundo adelante, justicia y amor entre los hombres… pero no fue así. Mohl no dijo nada.
Y luego de transcurrido un tiempo que me pareció largo -aunque no sé si duró apenas unos minutos-, tomó bruscamente mis manos; y pude percibir, en mi propia piel, el helado temblor de las suyas. Después las abandonó sobre mis rodillas tan dulcemente como abandonaba sobre una mesa uno de sus negros guantes. Y dijo:
– Guarda el más certero golpe de tu lanza para cuando te lo reclame. Pues algún día llegará en que te pida -como me lo pidió Lazsko- que me devuelvas lo imposible, o me atravieses con ella.
Y sin más, me despidió.
Varios caballeros -entre los que en vano busqué a Ortwin- me condujeron al patio de armas. Allí me aguardaban mi escudo, lanza y espada, junto al blanco caballo que fue de mi señora, y me donó el Barón. En la verdosa luz de la noche, aún reciente, me pareció ver sobre su lomo el vacío que en el aire abría la ausencia de un cuerpo alto y blanco; y el suave resplandor de unas trenzas de oro.
Luego, me condujeron a la capilla, y por fin, me dejaron solo.
Debía velar en oración durante toda la noche; de forma que mi espíritu se mantuviera tan ligero y bien dispuesto, como mi cuerpo tras el duro aprendizaje de tantos años.
Apenas se cerró a mis espaldas la doble puerta de la capilla (y aún vibraba en el aire el chocar del hierro, parecido al de las espadas), me despojé rápidamente del manto rojo -y de toda la sangre que no iba a verter-, de la cota negra -y de la muerte que no me estaba destinada-. Me descalcé, y liberé mi cuerpo de toda prenda, excepto de la corta túnica de lino; una pureza que ignoraba, aunque no rechazaba, puesto que no se puede rechazar lo que no se entiende, conoce, ni distingue.
Permanecí mucho rato, oyendo el relincho de mi blanco caballo, tras la puerta de la capilla. Al día siguiente, tras la misa, el Barón Mohl golpearía tres veces mis hombros con el plano de mi propia espada: aquélla que forjó el hombre que prendió fuego a los sarmientos en una lejana vendimia de mi infancia. Me entregarían luego escudo y lanza; y yo debería montar de un salto en mi caballo, introducido por mis compañeros en el atrio. De allí saldría, al galope; y del mismo modo, me seguiría toda la comitiva hasta el campo, donde resplandecía la primavera, tan nueva todavía. Una larga cabalgata de caballeros, con Mohl al frente, sería contemplada de lejos por los campesinos, los niños, los perros y el viento. Y luego celebraríase la justa, donde, tras vencer uno a uno a mis hermanos, podría darles, al fin, muerte. Y el banquete que a este duelo seguiría, constituiría sus únicos funerales.
Invadido por una súbita, recuperada violencia, tomé la espada entre mis manos: era grande, negra y pesada, como el mundo. Sentí que me nacía una ira blanca, tanto como la misma pureza que pretendía simbolizar mi túnica de lino. Me ajusté el cinto, prendí en él mi espada y, con furioso desafío, apreté el pomo hasta sentir que se clavaba en mi carne. Dispuesto a atravesar a todo aquél, o aquello, que osara interponerse en mi camino.
Entonces, me cegó un vértigo grande, jamás conocido. Sentí cómo me tambaleaba; y recordé aquel día en que vi por vez primera el castillo de Mohl reflejado a la inversa en las aguas del Gran Río: cuando creí que el mundo se había vaciado y vuelto del revés.
Las paredes, el suelo, la bóveda, desaparecieron de mi vista. Y me hallé solo, frente a una gran ventana abierta en la nada, a través de la que se agitaban, con vida propia, infinidad de partículas doradas, rojas, verdes. Un joven guerrero apoyaba el pie sobre la testa de un dragón, y, a su espalda, se adivinaba el contorno de un mar, o de una estepa, pero lejanos y luminosos; y no estaban hechos de agua, ni de seca tierra, sino de la misma luz, acaso. Entonces, me vi a mí mismo saltando a lomos del caballo que fuera de mi amada ogresa, con mi túnica blanca y mi espada negra; me vi hostigando mi montura y, al fin, enfurecidos por igual jinete y caballo, saltamos hacia la fantasmal ventana; y me vi huir hacia el campo abierto. Contemplé, así, mi propia cabalgadura, jinete sin freno, hacia una llanura tan vasta que resultaba imposible adivinar su confín. Y me alejé, más y más, estepa adelante; y pude verme cada vez más pequeño, más borroso, más lejano, hasta desaparecer definitivamente en el polvo.
Regresaron entonces las paredes, la bóveda y el suelo. No había ventana alguna, ni destellos de vida lucientes, movibles y desazonados. Tan sólo el muro de la capilla, y sus húmedas piedras, donde el musgo asomaba por entre las junturas. Oí nuevamente relinchar en el pórtico a mi caballo. Desenvainé la espada y grité, a los muros y a mi conciencia, que no iría por propia voluntad hacia mi extinción; que jamás galoparía, tan ciega y neciamente, en pos de mi propia agonía. Que nunca sería un dócil y apagado habitante del polvo, tan ansioso y presto a devorarme.
Estaba solo, pero con la respiración tan agitada, y tan sudoroso y exaltado, como si en verdad hubiera librado una dura batalla. Pensé que tal vez amanecía; que yo estaba encerrado entre los muros de una capilla solitaria, con una espada entre las manos, frente a unos cirios ya casi consumidos. Pero no había alucinación alguna; ya no había sueños, ni vanas visiones, para mí. Se aplacó mi furia, o mi terror -pues tan confundidos estaban que ya no lograba separarlos-. Y revestido de una calma tan suave como la brisa del campo, fui hacia la puerta de hierro, descorrí sus cerrojos y salí de allí.
Avancé, en el húmedo resplandor de la noche, dejé atrás la empalizada, atravesé la muralla, y no me detuve hasta alcanzar la orilla del Gran Río.