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Apenas dijo estas últimas palabras, se alejó de mí. Y, en verdad, que me abandonó, y para siempre.

Comprendí -o así lo creí entonces- que Ortwin era tan sólo un espectro, una huella o un eco; que nunca había convivido realmente conmigo; que tan sólo se me había manifestado muy brevemente, en aquel instante, como testigo de unos hechos sucedidos en un tiempo, y en una tierra, para mí inaccesibles.

Por tanto, no me acompañó a la cámara, como estaba mandado. Y por primera vez -que yo sepa- quebró una tradición, o una costumbre, que hubieran debido ser para él -en normales circunstancias- de capital importancia. Y me sentí en una soledad y un vacío verdaderamente fuera de lo común (y aun diría que amenazadores).

En el agua tibia, deshojadas, flotaban unas rosas salvajes. Su vista trajo a mi memoria, de inmediato, la copa de mi ogresa, donde iguales o parecidos pétalos sobrenadaban en aguamiel. Y la sensación de repugnancia -y aun horror- que entonces me inspiraran, regresó a mí.

En torno al baño ritual, me aguardaban cinco de entre los más distinguidos y maduros caballeros de Mohl. Intentarían -en tanto yo purificaba mi cuerpo- verificar igual limpieza en mi espíritu. Pues, a través de sus consejos, prepararían mi ánimo de forma que éste -sabiamente adiestrado por ellos- se mantuviese, durante mi vida entera de caballero, firme en sus consignas.

Dábase por supuesto que tales consejos, advertencias y ejemplares instrucciones obedecían a una rigurosa práctica en las costumbres y vida general de quienes se disponían verterlos, tanto en mis oídos, como en mi conciencia. Dos de ellos lucían en el cuello y rostro alguna cicatriz, marca o costurón, como muestras de indudable valor y arrojo en el combate. Los otros probablemente atesoraban idénticos honores, aunque en zonas menos visibles de su cuerpo. Pero, sin duda alguna, los cinco habían sido elegidos entre lo más florido, si no en belleza -cosa muy evidente-, sí en cuanto a valentía; a fuer de suponérseles tan generosos como honrados, y honorables como honestos. "No todas las heridas son símbolo del valor, ni del honor", oí clamar, entonces, a una voz delgada; voz que semejaba un caparazón, totalmente vacío de vida; o acaso, el rebote de palabras remotas en algún solitario paraje batido por el viento; una de aquellas voces, en suma, que galopaban por el cielo estepario, entre resplandecientes y muy heroicos combates, perdidos sin remedio en la memoria de los hombres. Todo mi ser se estremeció, pues reconocí el eco de otra voz: una que me rogaba, sobre los pétalos flotantes de una copa, el imposible regreso de los dioses. Abatido en una marchita tristeza, donde se mezclaba la repugnancia y el caduco amor que se llevó la estela de dos largas trenzas de oro, contemplé una por una las contradictorias cataduras de aquellos seres supuestamente dotados de excelentes virtudes. Y hubo de extrañarme que proviniera de tales criaturas el tesoro de honor, hidalguía, fortaleza y magnanimidad que, según presumía, iban a derramar, como el agua perfumada de aquel baño, sobre mi neófita persona. Y aunque todos ellos, como mejor atinaban, componían un semblante donde cupiera imaginar, o al menos no rechazar, la dignidad y contención más extremas -o lo que por tal tenían-, lo cierto es que me parecieron en verdad infatuados. Y muy grande sería, para percibirse de forma tan ostensible, la ufana necedad que inútilmente se acurrucaba bajo el manto de suntuoso silencio con el cual me recibieron. Pues, aunque tal vez aquel silencio, y su envarado continente, fueran destinados a revestir el acto de la mayor solemnidad, lo cierto es que a duras penas conseguían ahuyentar del mismo una torva y notoria cazurrería.

No era, ni mucho menos, la primera vez que los veía, aunque jamás habían llamado especialmente mi atención. Mientras me desnudaba, fui recordándoles en sus habituales afanes: engurgitando cerveza a tragos ruidosos, o vino -si así lo disponía o permitía el Barón-, con tal aplicación y contumacia, que no cejaban en su empeño hasta tambalearse, o -cuando menos- vomitar. No fue difícil rememorarles, a uno o a otro, cometiendo toda clase de abusos sin sombra de disimulo, en personas o contingencia capaces de satisfacer su avaricia o su brutal naturaleza: apaleando a troche y moche a cuanta miseria, debilidad o desventura cayera bajo su codicia o su simple fuerza; sonándose a manos llenas; orinando sobre la esterilla de juncos que tan cumplidamente cubría el suelo de la sala de ágapes; y un sinnúmero de cosas parecidas que, aun teniéndolas por habituales y sin relieve de particular importancia, el hecho de que jamás viera practicarlas en público a mi señor, me reveló (en un tiempo que ahora me parecía muerto) el gran abismo que va de hacer o no hacer lo que hasta el momento teníamos por natural y cotidiano, y que, de súbito, consideramos inútil o de todo punto ingrato.

Fue al entrar en el agua, cuando tuve realmente conciencia de todas las comparaciones que inconscientemente hiciera, desde que conocí al Barón Mohl. Y la rara melancolía que me produjo comprobar cómo mi señor había declinado de tal forma que, en los presentes días, si no igual, ya era parecido a ellos.

Mostrábase tan cálida la estación, tan dorado el sol de aquella tarde, que habían abierto las ventanas de la cámara de suerte que una de ellas quedaba justo frente a mi baño. Y pude aún distinguir el fresco resplandor del último cielo que asistiría a mis ya breves horas de joven escudero. Creí percibir, en la lejanía, el vaivén de los abedules, a la orilla del Gran Río; y luego, en el fulgor del sol, ya en declive, vislumbré -o imaginé acaso- la silueta del Barón, caballero sobre Hal; mas tan delgada y transparente que a poco fundíase totalmente en el relumbre de un recuerdo, cada vez más apagado. Pensé entonces en Ortwin, en su brusco abandono y quebrantamiento de obligaciones; en la limpia estolidez de sus ojos, en las batallas y avatares que siempre compartió, de algún modo, con mi señor; y en aquel cofre donde guardaba el guante negro: aquél que ni tan sólo precisaba pedir su dueño, para sentirlo al punto apresando su mano. Mano que por igual sabía abatir enemigos, amigos, o sus más encendidos afectos. Entonces no sólo oí, sino que vi, muy claramente, la voz del Barón: cruzaba el cielo de la tarde, el sol maduro y último de mi juventud, y repetía, cada vez más lejana, y sin embargo, cada vez más audiblemente: "Hombres errantes… ¿Hasta cuándo…?" Me pareció que la luz y el polvo lo habían devorado, hacía mucho tiempo. De forma que su recuerdo era ya igual a una nevada, una batalla o un amor, espectralmente contemplados a través de unos vidrios verdes.

Me tendí en el baño; sentía los ajados pétalos, rozando mi pecho, exhalando un último perfume que empezaba a despertar oscuras voracidades. En algún árbol invisible, miles y miles de criaturas, tan diminutas como ningún ojo humano podría llegar a distinguir, rebullían de gozo, en la víspera de algún siniestro banquete; un festín, cuya proximidad, aunque enigmática, me estremeció.

Los caballeros me rodeaban. Alcé los ojos hacia ellos y, en un estupor donde se mezclaba el terror más inane, contemplé sus nobles y sabias bocas, abriéndose y cerrándose sobre mí. Probablemente hablaban de honor, justicia, limpieza de corazón y protección al débil; pero no oía sus voces. Y me parecía que, al igual que los pétalos flotaban y se arremolinaban en el agua, giraba yo, sin peso, en el dulce y falaz torbellino de un mundo sustentado en reflejos, ecos de voces, sombras de cuerpos, frágiles huellas en la arena movediza del olvido. Y sentí, y vi, que todos -ellos, y yo, y todas las cosas visibles o no visibles que guardaba aquella habitación- nos habíamos convertido ya en un recuerdo, empalidecido, cubierto de musgo; un abandonado recuerdo que ya nadie recreaba, ni guardaba del viento, que tan impíamente borra las pisadas de los hombres. Muy negras me parecieron, entonces, aquellas bocas que se abrían y cerraban entre el amasijo de barbas entrecanas, rojinegras, o casi azules, de los nobles caballeros cuyo prestigio había arracimado en torno a mi baño. Ya no sabía, ni podía recordar, el significado de aquella ceremonia, o rito, ni qué clase de purificación simbólica, ni cuál era la encomienda, o el destino, de mi nueva condición privilegiada entre los hombres. Cerré los ojos, sumido en un perfume sensual, casi nauseabundo; en la tibieza de una clase de abluciones que jamás, antes, practicara, pues sólo las aguas del manantial, entre escalofríos, habían mojado mi piel. A través de los cerrados párpados, adiviné que el día se volvía ceniza, y la noche lo aventaba hacia su húmedo reino de estrellas y luciérnagas; y en el centro de ambos poderes -que, bien lo comprendí, jamás se encontrarían- deslizáronse por la fina arena de mis ojos cerrados legiones de criaturas sedientas, feroces, tristes e insatisfechas; nómadas sin reposo sobre la vieja corteza del mundo. Comprendí que si no me resistía a aquel éxodo, éste me ganaría y arrastraría en su corriente, tan dulce como insidiosa. De forma que, sobreponiéndome a aquella suerte de embriaguez, abrí de nuevo los párpados, y vi que la noche se había apoderado de la tierra y del cielo. Alguien había cerrado las ventanas y encendido antorchas. A través de los vidrios verdes, la noche vibraba en un tenue soplo, como hierba mecida por el viento (aquélla que una vez, apenas roto el invierno, se mostró tan oscura y azul en la pradera que llegó a parecer un mar a mi alcance jamás conocido).

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