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Una indignación pueril, por injusta, me exaltó:

– ¿Cómo sabes que no lo consiguió, estúpido mendigo…?

– Yo no sé nada… -volvió a decir, replegándose, como un tímido caracol-. Sólo te cuento lo que estos ojos vieron.

Bruscamente se levantó y, acechando el horizonte, comenzó a hablar de aquel modo que parecía una continuación de mis pensamientos:

– ¡Distingo una vida diferente a la conocida por ti, o por mí, o por hombre alguno…! La veo dispersarse y reproducirse en mil formas nuevas: es una vida anterior y posterior a la vida de los hombres, pero sin desprenderse de los hombres… El Gran Río se filtra por todos los cauces y agujeros de la tierra, salta, se adelgaza, y se desborda, pero no se detiene jamás.

Una pareja de buitres cruzó sobre nuestras cabezas. Las horcas estaban emplazadas bajo las almenas de la torre vigía, y por eso aquellas aves nos rondaban de continuo. El batir de sus alas -pese a ser un rumor harto conocido- pareció estremecer, en esta ocasión, al vigía. Regresó al rincón donde, junto a los cuernos de llamada, dormía, comía y vivía, igual que otra ave.

En aquel momento, le reconocí.

– ¿Por qué te fuiste aquella madrugada, sin decirme nada? -le reproché, con una gran tristeza-. Yo te di parte de mi caza, y era cuanto poseía. Tú prometiste combatir a mi lado…

Pero el vigía movió de un lado a otro la cabeza, como si no comprendiera mis palabras, las negara, o las rechazara.

Y, en aquel momento, estrechándome en círculo invisible, noté unas pisadas a mi alrededor, y supe que me rodeaba un silencioso testigo del tiempo aún no llegado a mí; aquel tiempo que a menudo acechaba, o amenazaba mi existencia: sucedido y futuro a la vez.

– Aguza tus ojos, te lo ruego -murmuré, levantándole del suelo; y mi voz sonó tan baja, que apenas si yo mismo la oí-. Te lo ruego, otea hacia lo más remoto de que seas capaz, y dime si distingues mi verdadero tiempo.

– Yo no veo el tiempo -negó tristemente-. Sólo de tarde en tarde llego a descubrir, muy lejos, la memoria de lo que aún ha de suceder.

"Yo conozco esa memoria", me dije, y me pareció que mi corazón golpeaba las paredes de su encierro, con mucha más violencia que durante la pelea.

– Estoy oyendo pasos, vigía -advertí-. Alguien da vueltas, cada vez más estrechamente, a mi alrededor, pero yo no puedo verlo… ¿Sabes tú quién es…?

– Unicamente veo una sombra que intenta apoderarse de otra sombra, y que en verdad es la misma, como si la sombra blanca y la sombra negra penetrasen la una en la otra, y al fin llegaran a confundirse: y así acabará tan larga guerra…

Entonces me miró, como si el miedo, como flecha artera e invisible, le hubiera alcanzado de pleno. El sol gritó en el cielo: un largo clamor rojo y ultrajado inundó de sangre nuestros ojos, y hubimos de cerrarlos.

Había llegado la hora de abandonar la torre, pues a tal hora, debía prender el fuego para calentar el baño de Mohl (que era hombre muy pulcro y atildado).

Cuando descendía los escalones, oí la voz del vigía advirtiéndome que me mantuviese alerta, que no desfalleciera, ni durmiera, ni olvidara, pues sólo así…

Pero yo había alcanzado el último y más bajo de los escalones, y no pude oír más.

Días más tarde, hallé al vigía absorto en el cielo. Aún respiraba agitadamente, cuando le oí decir:

– ¡Ahora, por fin, verás el Gran Combate! Inténtalo con todas tus fuerzas, joven caballero, inténtalo…

Me precipité junto a él, a su lado, y oteé el firmamento. La noche palidecía ya, delgadamente, en los confines de la tierra y el cielo. Una inmensa voluntad de ver afilaba mis ojos y mi mente. Jamás, ni en la más dura pelea, puse tanto empeño en conseguir algo; de tal modo, que podía oír crecer la hierba en las praderas, y el rumor de los ocultos manantiales; pero nada veía.

Lentamente, el relato del vigía fue vertiéndose como una lluvia plateada, hasta que mi cuerpo pareció al fin liberarse de su peso, y distinguí, en lugar de aquel frío amanecer, el sol más pleno. En el silencio del mediodía, avanzaron tres jóvenes guerreros: los vi acercarse, cada vez más nítidos, tanto que a punto estuve de reconocer su rostro.

Luego, bruscamente, el mundo se cerró sobre mí, y me anegué en la hondura de la más vasta soledad. En tal vacío, crecía mi angustia; el miedo antiguo iba filtrándose, con viscosa humedad, por todos los poros de mi piel. Y era un miedo que parecía brotado del silencio o de la ausencia de mí mismo. Me dije que estaba perdido en el silencio de la tierra toda, de todos los muertos y de todos los dioses olvidados. Como luciérnagas nocturnas abríanse paso, hacia mí, los ojos del dragón amarillo, y los del exhausto animal que adoraba, junto a las reliquias de San Arlón, mi padre.

Suavemente, tal como la noche se desprende del día, se alejaron el terror y las tinieblas. Y sentí que la vida renacía de nuevo, con fuerza superior a toda la habida hasta el momento. Y volví a pesar sobre la tierra.

Un gran apego a la vida alejó la angustia de mi soledad: nunca había experimentado la posesión de mi propia vida hasta tal punto, y me juré que, a través de esta posesión, alcanzaría un día la máxima posibilidad de mi existencia. Y me dije que, acaso, todos los hombres -como todos los pueblos- traían al nacer esta imagen de sí mismos, aunque no supieran defenderla, como estaba dispuesto a defenderla yo. Semejante voluntad ya no me abandonó, y bajé de allí con renovado tesón en mis propósitos. Pues albergaba tan encrespada capacidad de poder, que hubiera abatido un ejército, dispuesto a arrebatármela. Convertido, por propia decisión, en vigía perenne de mí mismo, me sentí múltiple peldaño de una vida limitada, libre y poderosa; desligada de toda cobardía. Y en tanto descendía los escalones de la torre, pensé que el mundo de allá abajo creía avanzar, y crecer, cuando en realidad permanecía atrapado en la maraña de sus dudas, odios y aun amor. Y supe que el mundo estaba enfermo de amor y de odio, de bien y de mal; de forma que ambos caminos se entrecruzaban y confundían, sin reposo ni esperanza. "Nunca más viviré en el terror", me juré. "Ni en el temor de mí mismo, ni en el de los dioses que olvidé, que conozco o que no conozco; ni en el de las pasiones que se marchitan al acecho de imposibles paraísos". Existía en mi vida, y en la vida toda, algo más que dolor y que placer, que alegría y llanto, que dudas, aseveraciones o negación, que crueldad y amor. Pues -me dije- estas cosas flameaban unos necios banderines, y conducían a los hombres al saqueo, a la injusticia y a la muerte, aunque fueran a esta lucha con lágrimas de dolor, o con espíritu intachable. El mundo no era un grito de guerra, ni se debía alcanzar la vida a través de la violencia, la rapiña o el engaño, como siempre habían visto mis ojos, y enseñado todos los hombres; no podía ya sustentarse sobre el espectro del honor, o de la gloria, ni en repartos de bienes o de lágrimas, cual mísera mercadería. Salía de una profunda oscuridad, donde sólo a trechos brillaba un centelleo, rápidamente sofocado en nuevas tinieblas. Deseaba, con todas mis fuerzas, desprenderme de la piel de una existencia semejante, donde por igual se agitaban invasores e invadidos, vejando la historia de los hombres. Y regresó a mí la violencia de una tarde de vendimia, y comprendí el mensaje, o el pacto, de un viejo odre, mordido por las ratas y los perros (aquel cuero que despedazaban los muchachos, para fabricar caretas donde ocultar el rostro a la muerte, o a las intolerables desapariciones que nos afligen, humillan y envejecen). Y comprendí entonces que hasta aquel momento había crecido ciego, sordo y mudo, y me vi errante, en un páramo de soledad e ignorancia absolutas. "Nunca he vivido", pensé. "Sólo atrapé, al alcance de mi torpe mano, aquí y allá, jirones de una vida inmediata; sólo ecos, o fantasmas, de un grotesco y atroz banquete, del que apenas si he recogido las migajas".

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