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Una vez en lo alto de la torre, me sentía liberado de toda la angustia, recelo y aun mezquindad en que me sabía atrapado de día en día. Y así fue avanzando, y ensanchándose, el débil diálogo comenzado entre el vigía y yo. Un lazo cada vez más fuerte nos unía; y llegó a ser tal nuestro entendimiento, que muy pocas palabras nos bastaban para llegar a un común interés en nuestra plática. En verdad, estábamos ligados por invisible dogal, que nos amarraba uno al otro, en indisoluble ligadura; una enlazada memoria, aún no entendida por mí ni por él, nos envolvía. Y sabíamos que, algún día, nos revelaría el estado más alto de la naturaleza a que pertenecíamos.

Hablábamos de todas las cosas que atisbaba desde su puesto. Y con frecuencia solía anunciarme cierto Gran Combate, mas este combate no llegaba. Todas las cosas que alcanzaban sus ojos desde la altura, iba yo ordenándolas, lenta y pacientemente -aunque no las viera-, en mi conocimiento, y grabándolas en mi memoria. Pero caía a menudo en pantanos de oscuridad, que mucho me turbaban, y en los que me sentía resbalar, y hundir, sin asidero posible.

Cierta madrugada, me anunció, exaltado:

– ¡Te veo llegar, joven señor! Avanzas por la otra orilla del Gran Río, y galopas sobre la pradera. Mas también veo merodear, cerca de ti, un perro lleno de furia, que lanza dentelladas a tu paso… Es el terror, y acecha tu cabalgadura; y tú tienes miedo.

Estas palabras hubieran despertado mi ira (y tal vez me habrían impulsado a matar a quien las dijera). Pero él ya era del todo diferente a los demás hombres, para mí. Puesto que todo lo que veía semejaba a mis ojos y entendimiento las piezas que faltaban al disperso tablero de mis dudas, y de mi vida toda. Y, muy a menudo, llegué incluso a creer que su voz partía de mí mismo, y no de sus labios.

En lugar del orgullo ultrajado, me abatió entonces una gran tristeza; y le confesé que, verdaderamente, desde el día en que nací, tenía miedo. Aunque no sabía por qué, ni de qué: si de la vida o de la muerte, del mundo vivo o del fin de ese mismo mundo, que, acaso, aborrecía.

Los ojos del vigía parecieron confundirse en la borrosa luz del horizonte. Noté su gran esfuerzo por distinguir algo; hasta que al fin volvió a hablar:

– ¡El fin del mundo!… Veo al miedo empequeñecido, y sin poder alguno. Pues el fin del mundo que yo distingo no es para ti el triunfo de la muerte, ni el de la oscuridad. Ni tampoco es el triunfo de la luz…

Estas palabras me llenaron de desasosiego. Lo zarandeé con violencia, pues en las ocasiones que oteaba la lejanía, parecía inmerso en una atmósfera distinta; más allá de las palabras, de mi presencia, y aun de sí mismo. Y llegué a pensar que en esas ocasiones una fuerza inhumana lo mantenía pegado a las almenas, la mitad del cuerpo doblado sobre el vacío; e imaginé que, si el peso le venciera, navegaría por los ríos del amanecer, y llegaría a desaparecer de mi vida para siempre.

– El fin del mundo es el triunfo de los hombres: una victoria más brillante que ninguna luz conocida. Y esa victoria alcanza al universo entero, y forma parte de una inmensa esfera, que jamás empieza, y jamás termina. Hay ahí más luz que toda la luz de esta parte del mundo. Y en el centro estás tú, con las tinieblas bajo los pies, y sin muerte: pues eres la imagen contraria del mundo.

En aquel momento se alzó el sol: rojo e iracundo, como una salvaje protesta. Rompió la bruma del amanecer, se apoderó de la tierra, despertó hombres, animales, levantó el brillo del Gran Río, y deshojó el rocío de la noche. De nuevo se perfilaron los árboles, las sombras de la lejana selva, las distantes praderas.

A su vez, el vigía regresó al mundo habitual y conocido. Con gesto cansino fue a tenderse, cara al cielo, en su rincón junto a la cornamusa. Y ésta, antojóseme, a la furia del sol, una víscera sangrienta, ferozmente sarcástica, como una arrancada, palpitante entraña; y me devolvió la furia del guerrero, y la inane crueldad de la muerte.

– ¿Qué significa lo que me has dicho? -me exasperé-. ¿Acaso, si tanto lo deseo, no moriré…?

– ¡Yo no sé nada! -repitió, como tantas otras veces-. No sé nada… Sólo digo lo que veo. Acaso tú, algún día, llegues a entenderlo.

– Quisiera ser un hombre alerta -gemí con desaliento-. ¡Un hombre como tú!

Pero él volvió a repetirme que yo poseía el don de ver muchas más cosas que él, de suerte que, si me esforzaba debidamente, distinguiría cada vez más cosas, y llegaría a ser cien mil veces más agudo, alerta y poderoso que ninguno. Pues, así como él veía, sin entender, yo desentrañaría lo que mis ojos alcanzaran, y todo mi ser se desplegaría, y multiplicaría, y esparciría, en una naturaleza completa.

***

Alguna vez, el muchacho vigía me habló de una tierra, para mí desconocida, donde supuse que él había nacido. Contó que allí librábanse grandes combates, entre caballos blancos y caballos negros. Y, mientras unos dioses protegían a los blancos, otros amparaban a los negros. Escuchando estas cosas, me sumía de nuevo en el viejo vértigo de la sombra negra y de la luz blanca: mi propio combate sin solución.

Otro día, me dijo que había errado por muchos caminos, y conoció muchas clases de hombres; hasta que el Barón Mohl lo tomó a su servicio. Pero antes, participó en varias luchas contra los pueblos ecuestres de la estepa: aquellos que bajaban desde sus altas planicies y asolaban valles, despojaban e incendiaban monasterios, pasaban a cuchillo los habitantes de las villas y aldeas. A estos pueblos a caballo debía sus horribles cicatrices; desde sus altas tierras calcinadas, llenaban el aire con sus gritos de guerra; en tanto otros guerreros, navegantes blancos y sin rumbo conocido, descendían desde Septentrión, por los largos cursos del agua. Acechábanse unos a otros: los jinetes blancos, los jinetes negros, y los navegantes de cabello tan rubio como yo. Al fin, desencadenábase una misma tormenta, una vasta lucha donde las aguas desbordaban, y hundíanse las naves con ojos de animal de oro. Los navegantes, sin su apoyo, ascendían por las orillas, y rastreaban entre los abedules, robaban los caballos y mataban a los jinetes: a los blancos y a los negros. Pero antes, unos y otros se agredían sin reposo; y aquella guerra parecía, en verdad, una guerra sin fin. Él mismo había luchado al lado de los unos, o de los otros, como buen mercenario. "Según venía el viento, por sobre las dunas, elegía una u otra furia", explicaba, mirando hacia la cornamusa. "Según traía el olor de la sangre, desde la orilla opuesta del Río, pues esa orilla (fuera cual fuera) era entonces mi enemiga". Y así vagó de una orilla a la otra hasta el día en que halló la torre vigía, en aquel castillo donde el Barón Mohl lo había tomado a su servicio y convertido en espía de la remota luz del alba, al acecho de sus enemigos.

Tras contarme estas cosas, el muchacho vigía parecía muy fatigado.

– He sido mendigo salteador, guerrero a sueldo… -decía-. Y también aprendiz de alquimista. Pero, aunque entonces no lo supiera, la verdad es que siempre estuve aquí.

Señaló las almenas, que en aquel momento se encendían.

– Alcancé este lugar, y nada ni nadie me obligará a descender de él. Sólo espero a aquél capaz de reemplazarme, y continuarme… Porque, para mi mal, llegué a esta torre cuando estaba ya muy fatigado, herido y manchado por la tierra. Mi fuego se ha diezmado en incontables cenizas, y no soy capaz de sobrevivirme.

– Nadie puede sobrevivirse -murmuré, ganado por su desaliento.

Él movió la cabeza, con aquel gesto que nunca supe si era negación o renuncia:

– Aquel alquimista a quien serví no buscaba, en verdad, la fórmula del oro, sino la continuidad de la vida. Algo que permita al hombre reemplazarse a sí mismo, y conseguir su verdadero ser. Aquel viejo decía a menudo que quien alcance esto (si llegaba algún día a existir) no vivirá apartado de los otros hombres, ni amurallado, ni oculto. Sino que, por el contrario, se prodigará como la lluvia. Pero, joven caballero, no escuches estas necias memorias, pues mi viejo alquimista no dio con el secreto, ni obtuvo esa fórmula. Aunque, a menudo, creyó rozarla con los dedos…

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