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Pude componer las canciones más tristes de mi vida, esa noche, y de hecho las compuse y fueron veinte, en total, de pura coincidencia, lo juro. Eran tan increíblemente tristes mis canciones que ni yo ni nadie las pudo cantar nunca, y por ahí andan todavía, según me ha seguido contando siempre Fernanda Mía, que me las arranchó de entre estas manos un día de celos mortales y que, ni cambiándolas un poquito, con lo genial que escribe ella, ni poniéndose con todo su charm en el lugar de Luisa, ha logrado encontrar intérprete alguno ni empresa discográfica, mucho menos, para lo que ella ya llama sus derechos adquiridos, a fuerza de fugas de derecha y deportaciones de izquierda y países, ciudades y mudanzas mil, y siempre con mis veinte tristísimas canciones a cuestas, mi Fernanda María.

En fin, que si yo, en vez de amor, y en vez de Luisa y de París, hubiese hablado de Troya y de Helena y Paris, Fernanda María de la Trinidad del Monte hubiese tenido mucho de agente literario de Homero, o algo así, pues la verdad es que mis versos los lleva paseando tanto que tienen ya su buen trozo de leyenda adherida, y por su verdadero autor ni siquiera se pregunta ya, muchas veces, como si aquellos versos provinieran de la noche misma del tiempo.

Así, si alguien dijera que aquel autor ignoto pidió limosna, cual aeda ciego, de cortezuela en cortezuela, a lo mejor hasta le creen y además aciertan en lo de ciego, por lo del amor, y en lo de aeda, por lo de mi gorra de desconocido de a de veras, yo sí, al menos, y no como otros, no como el soldado desconocido, por ejemplo, que a mí, la verdad, me suena a persona importantísima y archiconocida, porque jefe de Estado que llega a París de Francia, lo primero que hace es salir disparado a llevarle su ramote de flores al más reconocido de los soldados.

En cambio, a mí ni por la gorra me reconocían en aquellos Entonces prehistóricos en los que, al fin y al cabo, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes y Juan Manuel Carpio, se volvieron a encontrar, al fin y al cabo, y cómo y cuánto y hasta qué punto y también para qué, ya… La verdad, ni Fernanda María ni yo merecimos jamás habernos conocido en tan mal momento y lugar. Si siquiera la hubiera conocido la primera vez que la vi y que ella también me vio. Bueno, también era un pésimo momento, la verdad, y perdónenme el que me vaya así tan por las ramas. Pero recuerden, por favor, que ya antes les advertí que la historia de Fernanda María, a la que pertenezco y punto, desde Roma, el 12 de febrero de 1967, o desde París, el 24 de diciembre de ese mismo año, según nuestro estado de ánimo, tiene toda una Prehistoria, y tiene además cantidades industriales de humo en la mirada.

Empecemos, pues, por la noche cronológica de Roma, el 12 de febrero de 1967… Señoritas elegantísimas con aires multinacionales y fortunas únicas, basta con mirarlas. Ella es alta y pelirroja, entre delgada y ya casi flacuchenta, ojos tan verdes y otra vez alta y ya casi delgada, en vez de un poquito flaca para mi gusto. Y ahora, de nuevo: Ella es pelirroja, delgada, sí, muy delgada, pero ya no es flaca, esta vez… Ella es pelirroja, sus ojos son verdes, qué buena flaca era ella…

Su nariz… (él estaba lo suficientemente borracho como para darse cuenta de estos detalles mínimos)… No, su nariz no era… Su nariz lo que era es que pertenece a la más rancia y pelirroja y elegante oligarquía de mierda, tal vez de Santiago de Chile, tal vez de Buenos Aires… Pero tu nariz, entrañable flacuchenta, me encanta, como que me reconcilia con la vida, esta noche, y si supieras tú lo difícil que es eso, hoy por hoy, flacuchenta, entrañable flaquita…

Él está completamente borracho, cómo no me voy a dar cuenta, pero qué lindo canta, en plena Plaza España de la città apperta, capital del mundo, qué alegre, ay qué rico canta, y ahora cómo imita a Lucho Gatica cantando Las muchachas de la Plaza España son tan bonitas… Nomás que se equivocó por estarme mirando y dijo: Son tan flaquitas… Y, después (qué alegre, ella lo seguía observando), sí, qué alegre, él anunció el inmediato retorno de los años Gatica, perdón, cinquecento, perdón, cinquanta, años felices que ritornerano súbito e presto prestissimo, porque me voy por otra copa de vino pero ahorita regreso, ragazze mie de la Plaza España, ah sí, qué delgaditas y lindas están esta noche las muchachas pelirrojas de ojos verdes en este café, o sea que ahorita regresan los años cincuenta y a ella le temblaron los labios porque hacía rato que lo estaba observando y otra vez exclamó Qué alegre, al verlo desaparecer, porque Roma, città apperta, ella a ese hombre lo tenía que conocer, ¿chileno?, ¿argentino?, no, más bien boliviano o peruano o ecuatoriano por los rasgos tan andinos, Qué alegre…

Lo que él no sabía: que dentro de unos segundos esas muchachas en vacaciones tendrían que volver a su hotel porque mañana a primera hora regresaban a un internado en Lausanne.

Lo que ella no sabía: que el muchacho era casado con una mujer maravillosa pero que simple y llanamente se negaba a ver el mundo como un espectáculo tan conmovedor, sobre todo de noche, y con una copa de vino y una buena canción…

Y que al muchacho como que no le iba muy bien en nada, últimamente, y que por las noches lloraba por los rincones de Roma, siempre pensando en Luisa y canturreando como un imbécil I love Louisa, and Louisa she loves me, hasta las mil y quinientas, y con una gorra extendida a la vida misma…

Y que, muy a su manera, y sorprendiéndose sobre todo a sí mismo al hacerlo, el muchacho la había estado observando mucho más de lo que ella creía, y que para nada se equivocó, como ella pensó, cuando cantó eso de que Las muchachas de la Plaza España son tan flaquitas, con mucha intención lo hizo…

Lo que los dos supieron, y sabe Dios por qué, dadas las circunstancias de todo tipo que habían rodeado ese azaroso cruzarse romano, de los que deben ocurrir millones al día: que desde el primer instante estuvieron seguros de que terminarían por conocerse. Y que, pensando en el futuro ante un espejo, a cada rato se iban a encontrar repitiendo sonrientes aquella tan linda canción en la que ellos dos se vuelven a encontrar, al fin y al cabo, y que al mirarse segurísimo que les iba a dar tremendo vuelco el corazón, también…

El doble vuelco al corazón se produjo en París, en casa de Rafael Dulanto, el joven y brillante diplomático salvadoreño, autor del rescate de Fernanda María, el 23 de diciembre de 1967. Lugar: frente al Sena. Altura del Sena: Notre Dame. Situación de la catedral de París: frente al departamento con vistas maravillosas, por donde te asomes, de Rafael Dulanto, en el mero quai. Pesos pesados: un falso don Miguel Ángel Asturias, que resultó ser un espectacular e incomparable músico peruano, aunque con la emoción que le producía la presencia de Juan Manuel Carpio, fue completamente inútil que Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes…

– Vaya, conque una Sacromonte y todo tenemos esta noche entre nosotros -se confundió el falso y espectacular don Miguel Ángel Asturias, entrañablemente enchapado en otra época.

En fin, que Mía se pasó la noche entera diciéndole señor don Miguel Ángel a quien era nada menos que don Julián d'Octeville, peruanísimo, gordo, músico sinfónico, inédito, gourmet, gourmandy bon vivant. Otros asistentes: mujeres de toda edad, bonitas y muy bonitas, o que lo habían sido y sabían padecerlo. Y Fernanda María, ayudando, haciendo de todo, en la cocina, para que no falle el más mínimo detalle. En fin, simpatiquísimas todas, porque Rafael Dulanto era un gran especialista en conocer seres exclusivamente encantadores.

Entre los caballeros figuraban: Edgardo de la Jara, ecuatoriano, nacido para gustar y ser libre, alias Maestro Bailarín, porque había bailado mejilla a mejilla con la princesa Paola de Lieja, en la más abril juventud de ésta, y se había ganado la fama de danzarín entrañable y pintor de barba y corazón caballerescos. Cosmopolitismo latinoamericano de altura, y un inolvidable invitado más, entre tantos: Charlie Boston, salvadoreño de pura cepa y Jefe de protocolo de la oficina de la FAO, en Roma, porque jamás en este mundo hubo un hombre que bebiese el whisky con tan prestidigitadora y misteriosa elegancia, sacando un vaso lleno de su anillo con el escudo de los Boston de d'Aubervilliers, arrojándose íntegro el contenido siempre en el mismo bolsillo de su elegantísimo vestir, a lo largo de toda una noche, sin mojar nunca nada, sin perder nunca un vaso, y muchísimo menos la compostura cuando bajaba la escalera a gatas.

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