Fernanda
Berkeley, 11 de julio de 1994
Juan Manuel Carpio, mi querido hermano,
Con lo ciegos que somos, parece que nos cuesta aun más ser vistos que ver. A veces pensamos que alguien nos vio y nos quiso como somos -lindos y queriéndonos en la más estricta realidad-. Pero de pronto resulta que no. Para peor, la presencia de uno como que no ayuda. Por lo menos a mí siempre me han querido más a distancia. ¿Será que somos torpes de solemnidad?
Porque fíjate tú. Tú siempre me has escrito bellas cartas de amor y alegría, pero después nuestro impuntualísimo Estimated time of arrival ha hecho el resto. Bob Bien no cesa de enviarme faxes llenos del más puro y sincero cariño. Y no te rías, por favor. Él es lacónico y su estilo es el fax. Aun cuando nos alumbra la misma velita de amor casero y bajo el mismo techo, o sea muy de vez en cuando, porque su empresa siempre lo manda a quererme desde la Patagonia o Australia.
Tendré que viajar a San Salvador de nuevo a fin de mes, y me quedaré varias semanas. Con la muerte de mi mamá, ya no tiene mucho sentido mantener mi casita de allá y voy a tratar de venderla. Con esta casa como nueva, la de San Salvador, y los «fuertes ingresos» de que habla nuestro agente, ¿por qué no soñar con una mudanza más y un lugar al que la Mariana y Rodrigo vuelvan felices cada vez que tienen un buen asueto en la universidad?
¿Cómo se te ocurre que podría ofenderme con tu ya legendaria visita a Enrique, en Chiloé? Me alegra siempre que los tres nos sigamos queriendo. Ojalá los tres tristes tigres salgamos triunfantes del tremendo trigal. Si mis cartas se hicieron escasas, es porque casi no le escribí a nadie durante dos años, cosa que realmente no puedo explicarme, y que me da cólera conmigo misma. Pero espero haber recuperado mis sentidos y volver al ruedo.
Ya recibí mi parte de la venta de nuestros discos en México. Qué buena cosa que se vendan tan bien allá.
Escríbeme aquí o a San Salvador.
Te abrazo mucho y con todo mi inmenso cariño,
Fernanda María
A veces siento la fuerza con que el tiempo pasa y lo desparrama todo. Y también el maldito viento de la distancia termina por desparramarlo todo, poco a poco pero firmemente y con una cierta tristeza que solitos los años van acumulando y que uno ni siquiera sabe en qué lugar anida. Tal vez en un gesto, al sonreír, a lo mejor en una mueca que, a fuerza de afeitarnos siempre ante un espejo en el que ni siquiera nos observamos ya, jamás notaremos. ¿Cómo será todo esto cuando sean treinta los años transcurridos? ¿Y después, cuando sean cuarenta, ahora que Mía ha encontrado la calma, un cariño verdadero y perdurable, mucho respeto en un hombre de bien, llamado asimismo Bob Paz? A mí, por supuesto, puede seguirme queriendo, adorando, pero releo sus cartas y compruebo cómo poco a poco me voy quedando sembrado por mil caminos, en una y otra misiva, siempre cariñosa y amablemente, sí, pero a veces como una planta llamada Amor, otras llamada Hermano, las más veces llamada Amigo. Por supuesto que nada de esto está mal y que, visto así, hasta lógico resulta. Aunque debo confesar que no siempre resulta lógico y que a veces es tan absurdo como llorar una noche por Flor a Secas, en Menorca, y, luego, en algún hotel de París o de Madrid, de la Ciudad de México o de Buenos Aires, en el que uno apaga la luz, muerto de sueño y cansancio después de un concierto y la consiguiente comilona, y, en la oscuridad de la habitación, reaparece un muchacho paralizado ante un semáforo parisino y un antiguo Alfa Romeo verde. ¿Veinticinco años? En el volante de ese carro parece haberse quedado, detenida y ciega para siempre, una preciosa narigudita de pelo rojo, pecas eternas.
– A ti te parecerá ya increíble, Mía -le dice uno a nadie, en la oscuridad de ese cuarto de hotel-, pero acabo de tener la profunda alegría, la emoción, el honor de soltar unos lagrimones por ti. Me pasa a menudo, pelirroja.
Berkeley, 9 de septiembre de 1996
Querido Juan Manuel,
Parece que hubieran pasado décadas sin saber de ti y sin escribirte. Me sucede que siempre pienso que estás cerca y no tengo más que atravesar el río. ¿Qué río? Pues no lo sé, porque aquí en Berkeley más bien serían la bahía y alguno de sus puentes. Sin embargo, ya muchas lunas han pasado sin atravesar ese río y poder visitarte. También a mí me hacen falta tus cartas y tus noticias, aunque es cierto que te debo al menos dos llamadas y tres cartas.
Lo sabes. Ahora tengo una casa muy buena y un cuarto de lujo para cuando vengas a visitarnos.
Yo sigo igualita a mí misma, quizás más igual últimamente, cosa que te alegrará. A mí por lo menos me alegra.
¿Qué te puedo contar de mí? Que ya voy a cumplir bastantes años, el 27 de septiembre, y que me gustaría tener una linda fiesta con tantos amigos, pero todos andan por todos lados.
Escribo poco, pero no por eso dejo de tenerte presente.
Me imagino que tú igual, aunque es verdad que tú escribes bastante más.
¿No te apena y avergüenza que nos comuniquemos más a través del agente que de tu pluma a la mía, y al revés?
Life, the main event, que decía Frank Sinatra, tan viejito ya, el pobre. ¿Te acuerdas?
Te abrazo,
Fernanda María
¿Ya ves, Juan Manuel, ex Carpio? En esta ocasión te has quedado sembrado, diríase que en un desierto, y tu nuevo nombre se ha acortado hasta quedar en Querido. Pareces un Juan Manuel a secas, ahora tú también. No es así, sin embargo. Una carta de Mía recibida en Menorca, casi un año más tarde, lo resolvió prácticamente todo. En la medida de lo posible, por supuesto.
Berkeley, 7 de septiembre de 1997
Juan Manuel Carpio queridísimo siempre,
No te preocupes. No me pierdo. Y, como tú, siempre te tengo presente. Sin olvidar jamás.
Bob y yo vamos camino a Londres, a fin de mes. Llegaremos el 26 de septiembre donde la Andrea María, justo para celebrar mi cumpleaños al día siguiente. Las señas y el teléfono son los de siempre, o sea que te ruego salir de tu isla, donde espero que hayas pasado una linda temporada de descanso.
Te ruego estar en Londres el 27, para brindar por mis primeras canas (bastante abundantes, las muy canallas), y porque realmente creo que me merezco unos tangos o unos mariachis.
Después Bob Bien y yo seguimos rumbo a Irlanda, aunque bien convencido lo tengo ya de que no abandonaremos Londres mientras no te dejes ver.
Recibe el amor de siempre y el inmenso entusiasmo con que estoy preparando este viaje tan y tan esperado a mi siempre favorita London town.
Y como en Londres también hay ventanas para asomarse a una noche de luna, o de lo que sea, y Bob les destiló también toda su paz, su sonriente laconismo y su tranquilidad a la Andrea María, a su esposo e hijo, aquel cumpleaños de Mía fue un verdadero exitazo en santa paz, por más mariachis y gardeles que sonaran y por más rato agarraditos de la mano que Mía y yo nos pasáramos horas, como quien se desquita, o como quien regresa al mundo y al amor después de un merecido descanso. Cantaron incluso el Happy birthday, dear Mía, con nosotros tan asomados como abstraídos, y lo más que alguien dijo allá adentro, en el departamento, aunque vaya usted a saber si fue en la sala o en el comedor, fue:
– Par de locos estos.
– Es que no se han visto desde hace tiempo -moderó Bob Paz, realmente muy muy bien, profesional casi.