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Te ruego que me disculpes por tanto cambio de planes y tanto atraso, pero te prometo que no bien pueda te llamaré para darte una fecha exacta de llegada.

Te quiere mucho,

Fernanda Tuya

El de los más grandes cambios fui yo, finalmente, pero, bueno, creo que cualquiera comprenderá las dobles y hasta triples razones que me llevaron a efectuarlos. No tienen un orden lógico de prioridades, estos cambios, como todo aquello que se hace movido por muy diversas y hasta enfrentadas razones del corazón que la razón no entiende, o sea, diablos, otra vez Andrés, «presa de mil contradicciones». Pero una razón sana, sanísima y muy bien intencionada, sí que la había. Mi casa y los jardines de Flor a Secas quedaban no muy lejos del puerto de Mahón, pero sí bastante alejados de una buena playa donde el pobrecito tarantulado de Rodrigo y la Mariana, como la llamó siempre Mía, pudieran realmente disfrutar del sol y del mar y, además, evitarme yo el diario ir y venir «Canseco»-playa, pasando a cada rato por el lugar de los hechos más tristes que me han ocurrido y me ocurrirán jamás, mientras mi adorada invitada, sentadita ahí a mi lado, en el Opel blanco por el que había descartado para siempre nuestro Alfa Romeo verde, coleccionable, pero ahora también doblemente histórico, por decir lo menos, notaba que tanto ir y venir «Canseco»-playa, para la felicidad de todos y la salud del pobrecito de Rodrigo y lo flaquito y frágil que está, y Dios mío este niño no para de rascarse, mi amor, te juro que si pudiera yo rascarme siquiera un poco en su nombre y picazón, Juan Manuel Carpio, en fin, que tanto «Canseco»-playa como que me lo ponen cada día más mustio y ensimismado, a mi cantautor amado, con la ilusión con que vinimos todos, aquí, la ilusión con que vine sobre todo yo, aquí, y con la cara de felicidad mezclada con otra razón del corazón con que nos recibió como desorbitado de ojos y a lo mejor hasta de goce-triste de hacer las cosas que con ella hacía, como escribió el poeta, más o menos, aunque también conmigo las ha hecho, estoy requeteconvencida, pero bueno, basta ya y No me platiques ya, déjame imaginar, que no existe el pasado, que cantó Lucho Gatica, por los mismos años en que el poeta, me parece, incluso, pero bueno, qué importa… Y sí, basta ya, de una vez por todas, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, que tú tienes dos hijos y hasta un esposo en Chile, aunque la verdad es que cada vez como que se nos va esfumando más, el tal Enrique, los niños casi ni lo mencionan ya, y hasta pena da que los seres se nos apaguen así, solitos, pobrecitos, pero bien merecido que se lo tiene, por supuesto que sí, y aunque bueno, claro, él siga casadísimo conmigo y yo como si nada, ni siquiera una demanda de divorcio, o sea que basta ya, ahora sí que sí, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, ya que por qué entonces no va a poder tener ni siquiera un amor muerto el pobre Juan Manuel Carpio, por más celos que me dé y por más que realmente lo mataría, sí, lo mataría…

La verdad, es increíble lo bien que logra uno ponerse en el pellejo del ser amado, desde y para siempre, y lo demócrata y tolerante y comprensivo y buen anfitrión que es uno también con las razones del corazón de su huésped tan esperado, aunque Mía nuevamente esté llegando con un pésimo Estimated time of arrival y aunque ello lo obligue a uno a sobreponerse al Hamlet que todos llevamos dentro, es decir a un To be or not to be, but at the airport, en este caso preciso, o sea un poderosísimo y hasta muy comprensible Ir o no ir, pero a recibir a Fernanda al aeropuerto, ¿y si tomara las de Villadiego?, ¿y si me las picara?, en habla nacional, imposible, imposible porque en este instante te adoro, Mía, en este instante, y aunque sea sólo por un instante, todas mis razones del corazón han confluido en que realmente te quiero, mi amor, y en que el pobrecito tarantulado qué culpa tiene y tampoco la linda Mariana, en este instante que se alarga los astros se han puesto todititos de tu parte, Mía, o sea que Espérame en el cielo, Flor a Secas-corazón, Lucho Gatica bis, y tú y tu prole en el aeropuerto, Fernanda Mía, espérenme que voy muy rápido, que llego fierro a fondo, volando, antes de que otras razones y tentaciones del corazón, que, estoy más que seguro, tu razón sí entiende, salvadoreña pelirroja de mi alma…

La decisión estaba tomada, como comprenderán, sobre todo ahora que huésped y anfitrión habían logrado, en bifurcados monólogos interiores, ponerse tan razonablemente en el corazón del otro, aunque muy a regañadientes y hasta te mataría, a veces. La decisión estaba tomada, también, porque mientras yo viva ninguna mujer amada pisará los jardines donde Flor a Secas, día a día, fue dejando su amor por mí en cada planta, en cada colorida enredadera, en la limeña buganvilia que le pedí plantar para mí, y aquí también me encantarían unos jazmines, muda de mierda, flor sin retoño…

Y la decisión estaba tomada, y cómo, porque el asco aquel de la familia de Flor a Secas se negó rotundamente a regalarme o siquiera venderme la pequeña urna con su cuerpo incinerado, y eso que les rogué y les rogué, que me maté insistiendo y rogándoles, pero no hubo modo, la querían tan poco, la despreciaban tanto a esa muchacha cuyo padre era tan callado y cuya madre era tan triste, como escribió algún día mi compatriota Abraham Valdelomar, que la alegría nadie se la supo enseñar, y así, ni siquiera le permitieron que descansara por fin en florida paz en el «Canseco» donde la amé y donde el olvido se había hecho imposible, por largo, y por lo traumado que quedé con su muerte absurda y atroz.

Y la decisión última, el fallo inapelable, la sentencia de aquel concienzudo jurado sentimental y tolerante fue que alquilaría un departamento bastante grande y cómodo en Cala Galdana, primera línea de mar y todo, en fin lo justo, y lo más equitable y equilibrado, también, para que ahí nadie se ensimismara o se pusiera mustio, ni quisiera matar a nadie, tampoco, en las felices y ansiadas aunque delicadas semanas que íbamos a estar juntos, y para que la linda Mariana se pasara íntegro el tiempo sonriente y cariñosísima, como era ella, y para que tanta vacación ante tanta agua del mar Mediterráneo, o sea todo lo contrario de las feroces costas pacíficas de sus océanos natales y habituales, obrara el milagro de que el pobrecito tarantulado parara de una vez de rascarse y dejara vivir en paz a su madre en mis brazos.

Porque valgan verdades, no bien Mía me llamó para decirme qué día, a qué hora, y en qué vuelo aterrizaban en Mahón, y no bien le hube contado lo de un departamento frente al mar y con muchas habitaciones con vistas para que el pobrecito de Rodrigo y los pobrecitos de nosotros, etcétera, ya no pude dormir más en «Canseco», por culpa de Flor a Secas, ni tampoco en el hotel en que alquilé un cuarto para dormir algo, siquiera, aunque esta vez por culpa de que se me hacían eternos los días que faltaban para volver a abrazar a Mía, así como después fueron eternas las horas y sucesivamente fueron eternos los minutos y los segundos, y eterno el aterrizaje del avión, y la recogida de equipajes, más la aduana, eternas ambas porque finalmente llegaban en un vuelo internacional, y así, tras haber vivido una suerte de De aquí a la eternidad, y, en absoluto «presa de mil contradicciones», por primera vez en mucho mucho tiempo, no bien vi aparecer a mi flaca pelirroja esbelta pecosita y elegantísimamente narigudita Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, no bien la vi mirar buscándome ansiosa, verme y sonreírme exacta a ella misma desde siempre, la convertí en la pelirroja Deborah Kerr del beso más largo de la historia del cine y el borde del mar, en De aquí a la eternidad, y empecé a besarla eternamente al borde del mar en Cala Galdana, y la besé y la besé tal como la besé también los días y sus noches siguientes, o sea hasta convertirme yo en el Burt Lancaster de aquella película que marcó mi adolescencia, con lo cual ya se pueden imaginar ustedes cómo y cuánto nos besamos Mía y yo, al borde del mar y no, porque ella de blanquinosa y bonita y pelirroja y distinguida, pues tanto y hasta mucho más que Deborah Kerr, pensándolo bien, pero lo que es yo, de Burt, esto sí que ya es bastante más difícil, debido a que mis abuelos paternos inmigraron a Lima de Andahuaylas y hablando aún más quechua que castellano, y también mis abuelos maternos inmigraron así, pero de Puno, y de ahí el tipo tan aindiado que me caracteriza en la funda de mis discos y la tapa de mis cassettes, sobre todo de perfil, que es el lado que más explota mi agente. O sea, pues, que lo de ser Burt Lancaster y además espigadísimo y además atlético y en truza, al borde de un mar norteamericano, incluso, di-fi-ci-lí-si-mo, si no im-po-si-ble. Y, sin embargo, nuestros besos lo lograron. Al borde del mar, y no, con olas, y no, en la playa, y no, en la arena, y no, de aquí a la eternidad, y no, y en nuestras tiernas noches de amor y de búsqueda del tiempo perdido, y sí. Y qué alegre, qué alegre, qué alegre y qué alegre, fue el comentario que más le escuché decir a Mía, en público y en privado, mientras Mariana y Rodrigo se perdían por unas alejadas rocas, rascándose cada vez menos, él, disfrutando cada vez más de aquel verano, ella, y sólo reaparecían a las horas de las comidas, disfrutando como nunca de una vacación, Mariana, con sus nueve añitos ya, y rascándose cada vez menos él, con sus ya, pues sí, ya tiene sus doce añitos, caray, parece mentira, Juan Manuel…

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