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– Quiero ver a tu jefe -maulló Zorbas con decisión.

– Yo soy el jefe de las ratas -escuchó que le respondían desde la oscuridad.

– Si tú eres el jefe, entonces ustedes valen menos que las cucarachas. Avisa a tu jefe -insistió Zorbas. Zorbas escuchó que la rata se alejaba. Sus garras hacían chirriar una tubería por la que se deslizaba. Pasados unos minutos vio reaparecer sus ojos rojos en la penumbra.

– El jefe te recibirá. En el sótano de las caracolas, detrás del arcón pirata, hay una entrada -chilló la rata.

Zorbas bajó hasta el sótano indicado. Buscó tras el arcón y vio que en el muro había un agujero por el que podía pasar. Apartó las telarañas y se introdujo en el mundo de las ratas. Olía a humedad y a inmundicia.

– Sigue las cañerías de desagüe -chilló una rata que no pudo ver.

Obedeció. A medida que avanzaba arrastrando el cuerpo sentía que su piel se impregnaba de polvo y de basura.

Se adentró en las tinieblas hasta que llegó a una cámara de alcantarillado apenas iluminada por un débil haz de luz diurna. Zorbas supuso que estaba debajo de la calle y que el haz de luz se colaba por la tapa de la alcantarilla. El lugar apestaba, pero era lo suficientemente alto como para levantarse sobre las cuatro patas. Por el centro corría un canal de aguas inmundas. Entonces vio al jefe de las ratas, un gran roedor de piel oscura, con el cuerpo lleno de cicatrices, que se entretenía repasando los anillos del rabo con una garra.

– Vaya, vaya. Miren quién nos visita. El gato gordo -chilló el jefe de las ratas.

– ¡Gordo! ¡Gordo! -gritaron a coro docenas de ratas de las que Zorbas sólo veía los ojos rojos.

– Quiero que dejen en paz al pollito -maulló enérgico.

– Así que los gatos tienen un pollito. Lo sabía. Se cuentan muchas cosas en las cloacas. Se dice que es un pollito sabroso. Muy sabroso. ¡Je, je, je! -chilló el jefe de las ratas.

– ¡Muy sabroso! ¡Je, je, je! -corearon las demás ratas.

– Ese pollito está bajo la protección de los gatos -maulló Zorbas.

– ¿Se lo comerán cuando crezca? ¿Sin invitarnos? ¡Egoístas! -acusó la rata.

– ¡Egoístas! ¡Egoístas! -repitieron las otras ratas.

– Como bien sabes, he liquidado a más ratas que pelos tengo en el cuerpo. Si algo le pasa al pollito tienen las horas contadas -advirtió Zorbas con serenidad.

– Oye, bola de sebo, ¿has pensado en cómo salir de aquí? Contigo podemos hacer un buen puré de gato -amenazó la rata.

– ¡Puré de gato! ¡Puré de gato! -repitieron las otras ratas.

Entonces Zorbas saltó sobre el jefe de las ratas. Cayó sobre su lomo, aprisionándole la cabeza con las garras. -Estás a punto de perder los ojos. Es posible que tus secuaces hagan de mí un puré de gato, pero tú no lo vas a ver. ¿Dejan en paz al pollito? -amenazó Zorbas.

– Qué malos modales tienes. Esta bien. Ni puré de gato ni puré de pollito. Todo se puede negociar en las cloacas -aceptó la rata.

– Entonces negociemos. ¿Qué pides a cambio de respetar la vida del pollito? -preguntó Zorbas.

– Paso libre por el patio. Colonello ordenó que nos cortaran el camino al mercado. Paso libre por el patio -chilló la rata.

– De acuerdo. Podrán pasar por el patio, pero de noche, cuando los humanos no las vean. Los gatos debemos cuidar nuestro Prestigio -señaló Zorbas soltándole la cabeza.

Salió de la cloaca retrocediendo, sin perder de vista ni al jefe de las ratas ni a los ojos rojos que por docenas lo miraban con odio.

5 ¿Pollito o pollita?

Pasaron tres días hasta que pudieron ver a Barlovento, que era un gato de mar, un auténtico gato de mar.

Barlovento era la mascota del Hannes II, una poderosa draga encargada de mantener siempre limpio y libre de escollos el fondo del Elba. Los tripulantes del Hannes II apreciaban a Barlovento, un gato color miel con los ojos azules al que tenían por un compañero más en las duras faenas de limpiar el fondo del río.

En los días de tormenta lo cubrían con un chubasquero de hule amarillo hecho a su medida, similar a los impermeables que usaban ellos, y Barlovento se paseaba por cubierta con el gesto fruncido de los marinos que desafían al mal tiempo.

El Hannes II también había limpiado los puertos de Rotterdam, Amberes y Copenhague, y Barlovento solía maullar entretenidas historias acerca de esos viajes. Sí. Era un auténtico gato de mar.

– ¡Ahoi! -maulló Barlovento al entrar en el bazar.

El chimpancé pestañeó perplejo al ver avanzar al gato, que a cada paso balanceaba el cuerpo de izquierda a derecha, ignorando la importancia de su dignidad de boletero del establecimiento.

– Si no sabes decir buenos días, por lo menos paga la entrada, saco de pulgas -gruñó Matías.

– ¡Tonto a estribor! ¡Por los colmillos de la barracuda! ¿Me has llamado saco de pulgas? Para que lo sepas, este pellejo ha sido picado por todos los insectos de todos los puertos. Algún día te maullaré de cierta garrapata que se me encaramó en el lomo y era tan pesada que no pude con ella. ¡Por las barbas de la ballena! Y te maullaré de los piojos de la isla Cacatúa, que necesitan chupar la sangre de siete hombres para quedar satisfechos a la hora del aperitivo. ¡Por las aletas del tiburón! Leva anclas, macaco, ¡y no me cortes la brisa! -ordenó Barlovento y siguió caminando sin esperar la respuesta del chimpancé.

Al llegar al cuarto de los libros, saludó desde la puerta a los gatos allí reunidos.

– Moin! -se presentó Barlovento, que gustaba maullar "Buenos días" en el recio y al mismo tiempo dulce dialecto hamburgués.

– ¡Por fin llegas, capitano, no sabes cuánto te necesitamos! -saludó Colonello.

Rápidamente le contaron la historia de la gaviota y de las promesas de Zorbas, promesas que, repitieron, los comprometían a todos.

Barlovento escuchó con movimientos apesadumbrados de cabeza.

– ¡Por la tinta del calamar! Ocurren cosas terribles en el mar. A veces me pregunto si algunos humanos se han vuelto locos, porque intentan hacer del océano un enorme basurero. Vengo de dragar la desembocadura del Elba y no se pueden imaginar qué cantidad de inmundicia arrastran las mareas. ¡Por la concha de la tortuga! Hemos sacado barriles de insecticida, neumáticos y toneladas de las malditas botellas de plástico que los humanos dejan en las playas -indicó enojado Barlovento.

– ¡Terrible! ¡Terrible! Si las cosas siguen así, dentro de muy poco la palabra contaminación ocupará todo el tomo tres, letra "C" de la enciclopedia -indicó escandalizado Sabelotodo.

– ¿Y qué puedo hacer yo por ese pobre pájaro? -preguntó Barlovento.

– Sólo tú, que conoces los secretos del mar, puedes decirnos si el pollito es macho o hembra -respondió Colonello.

Lo llevaron hasta el pollito, que dormía satisfecho después de dar cuenta de un calamar traído por Secretario, quien, siguiendo las consignas de Colonello, se encargaba de su alimentación.

Barlovento estiró una pata delantera, le examinó la cabeza y enseguida levantó las plumas que empezaban a crecerle sobre la rabadilla. El pollito buscó a Zorbas con ojos asustados.

– ¡Por las patas del cangrejo! -exclamó divertido el gato de mar-. ¡Es una linda pollita que algún día pondrá tantos huevos como pelos tengo en el rabo!

Zorbas lamió la cabeza de la pequeña gaviota. Lamentó no haber preguntado a la madre cómo se llamaba ella, pues si la hija estaba destinada a proseguir el vuelo interrumpido por la desidia de los humanos, sería hermoso que tuviera el mismo nombre de la madre.

– Considerando que la pollita ha tenido la fortuna de quedar bajo nuestra protección -maulló Colonello-, propongo que la llamemos Afortunada.

– ¡Por las agallas de la merluza! ¡Es un lindo nombre! -celebró Barlovento-. Recuerdo una hermosa goleta que vi en el mar Báltico. Se llamaba así, Afortunada, y era enteramente blanca.

– Estoy seguro de que en el futuro hará algo sobresaliente, extraordinario, y su nombre será incluido en el tomo uno, letra "A", de la enciclopedia -aseguró Secretario.

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