– ¡Déjame salir! ¡Déjame salir! -maulló desesperado.
– Vaya. Puedes hablar -graznó el pájaro sin abrir el pico-. ¿Qué bicho eres?
– ¡O me dejas salir o te rasguño! -maulló amenazante.
– Sospecho que eres una rana. ¿Eres una rana? -preguntó el pájaro siempre con el pico cerrado.
– ¡Me ahogo, pájaro idiota! -gritó el pequeño gato.
– Sí. Eres una rana. Una rana negra. Qué curioso.
– ¡Soy un gato y estoy furioso! ¡Déjame salir o lo lamentarás! -maulló el pequeño Zorbas buscando dónde clavar sus garras en el oscuro buche.
– ¿Crees que no sé distinguir un gato de una rana? Los gatos son peludos, veloces y huelen a pantufla. Tú eres una rana. Una vez me comí varias ranas y no estaban mal, pero eran verdes. Oye, ¿no serás una rana venenosa? -graznó preocupado el pájaro.
– ¡Sí! ¡Soy una rana venenosa y además traigo mala suerte!
– ¡Qué dilema! Una vez me tragué un erizo venenoso y no me pasó nada. ¡Qué dilema! ¿Te trago o te escupo? -meditó el pájaro, pero no graznó nada más porque se agitó, batió las alas y finalmente abrió el pico.
El pequeño Zorbas, enteramente mojado de babas, asomó la cabeza y saltó a tierra. Entonces vio al niño, que tenía al pájaro agarrado por el cogote y lo sacudía.
– ¡Debes de estar ciego, pelícano imbécil! Ven, gatito. Casi terminas en la panza de este pajarraco -dijo el niño, y lo tomó en brazos.
Así había comenzado aquella amistad que ya duraba cinco años.
El beso del niño en su cabeza lo alejó de los recuerdos. Lo vio acomodarse la mochila, caminar hasta la puerta y desde allí despedirse, una vez mas.
– Nos vemos dentro de cuatro semanas. Pensaré en ti todos los días, Zorbas. Te lo prometo.
– ¡Adiós, Zorbas! ¡Adiós, gordinflón! -se despidieron los dos hermanos menores del niño.
El gato grande, negro y gordo oyó cómo cerraban la puerta con doble llave y corrió hasta una ventana que daba a la calle para ver a su familia adoptiva antes de que se alejara.
El gato grande, negro y gordo respiró complacido. Durante cuatro semanas sería amo y señor del piso. Un amigo de la familia iría cada día para abrirle una lata de comida y limpiar su caja de gravilla. Cuatro semanas para holgazanear en los sillones, en las camas, o para salir al balcón, trepar al tejado, saltar de ahí a las ramas del viejo castaño y bajar por el tronco hasta el patio interior, donde acostumbraba a reunirse con los otros gatos del barrio. No se aburriría. De ninguna manera.
Así pensaba Zorbas, el gato grande, negro y gordo, porque no sabía lo que se le vendría encima en las próximas horas.
3 Hamburgo a la vista
Kengah desplegó las alas para levantar el vuelo, pero la espesa ola fue más rápida y la cubrió enteramente. Cuando salió a flote, la luz del día había desaparecido y, tras sacudir la cabeza con energía, comprendió que la maldición de los mares le oscurecía la vista.
Kengah, la gaviota de plumas de color plata, hundió varias veces la cabeza, hasta que unos destellos de luz llegaron a sus pupilas cubiertas de petróleo. La mancha viscosa, la peste negra, le pegaba las alas al cuerpo, así que empezó a mover las patas con la esperanza de nadar rápido y salir del centro de la marea negra.
Con todos los músculos acalambrados por el esfuerzo alcanzó por fin el límite de la mancha de petróleo y el fresco contacto con el agua limpia. Cuando, a fuerza de parpadear y hundir la cabeza consiguió limpiarse los ojos, miró al cielo, no vio más que algunas nubes que se interponían entre el mar y la inmensidad de la bóveda celeste. Sus compañeras de la bandada del Faro de la Arena Roja volarían ya lejos, muy lejos.
Era la ley. Ella también había visto a otras gaviotas sorprendidas por las mortíferas mareas negras y, pese a los deseos de bajar a brindarles una ayuda tan inútil como imposible, se había alejado, respetando la ley que prohíbe presenciar la muerte de las compañeras.
Con las alas inmovilizadas, pegadas al cuerpo, las gaviotas eran presas fáciles para los grandes peces, o morían lentamente, asfixiadas por el petróleo que, metiéndose entre las plumas, les tapaba todos los poros.
Esa era la suerte que le esperaba, y deseó desaparecer pronto entre las fauces de un gran pez.
La mancha negra. La peste negra. Mientras esperaba el fatal desenlace, Kengah maldijo a los humanos.
– Pero no a todos. No debo ser injusta -graznó débilmente.
Muchas veces, desde la altura vio cómo grandes barcos petroleros aprovechaban los días de niebla costera para alejarse mar adentro a lavar sus tanques. Arrojaban al mar miles de litros de una sustancia espesa y pestilente que era arrastrada por las olas. Pero también vio que a veces unas pequeñas embarcaciones se acercaban a los barcos petroleros y les impedían el vaciado de los tanques. Por desgracia aquellas naves adornadas con los colores del arco iris no llegaban siempre a tiempo a impedir el envenenamiento de los mares.
Kengah pasó las horas más largas de su vida posada sobre el agua, preguntándose aterrada si acaso le esperaba la más terrible de las muertes; peor que ser devorada por un pez, peor que sufrir la angustia de la asfixia, era morir de hambre.
Desesperada ante la idea de una muerte lenta, se agitó entera y con asombro comprobó que el petróleo no le había pegado las alas al cuerpo. Tenía las plumas impregnadas de aquella sustancia espesa, pero por lo menos podía extenderlas. -Tal vez tenga todavía una posibilidad de salir de aquí y, quién sabe si volando alto, muy alto, el sol derretirá el petróleo -graznó Kengah.
Hasta su memoria acudió una historia escuchada a una vieja gaviota de las islas Frisias que hablaba de un humano llamado Ícaro, quien para cumplir con el sueño de volar se había confeccionado alas con plumas de águila, y había volado, alto, hasta muy cerca del sol, tanto que su calor derritió la cera con que había pegado las plumas y cayó.
Kengah batió enérgicamente las alas, encogió las patas, se elevó un par de palmos y se fue de bruces al agua. Antes de intentarlo nuevamente sumergió el cuerpo y movió las alas bajo el agua. Esta vez se elevó más de un metro antes de caer.
El maldito petróleo le pegaba las plumas de la rabadilla, de tal manera que no conseguía timonear el ascenso. Una vez más se sumergió y con el pico tiró de la capa de inmundicia que le cubría la cola. Soportó el dolor de las plumas arrancadas, hasta que finalmente comprobó que su parte trasera estaba un poco menos sucia.
Al quinto intento Kengah consiguió levantar el vuelo. Batía las alas con desesperación, pues el peso de la capa de petróleo no le permitía planear. Un solo descanso y se iría abajo. Por fortuna era una gaviota joven y sus músculos respondían en buena forma.
Ganó altura. Sin dejar de aletear miró hacia abajo y vio la costa apenas perfilada como una línea blanca. Vio también algunos barcos moviéndose cual diminutos objetos sobre un paño azul. Ganó más altura, pero los esperados efectos del sol no la alcanzaban. Tal vez sus rayos prodigaban un calor muy débil, o la capa de petróleo era demasiado espesa.
Kengah comprendió que las fuerzas no le durarían demasiado y, buscando un lugar donde descender, voló tierra adentro, siguiendo la serpenteante línea verde del Elba.
El movimiento de sus alas se fue tornando cada vez más pesado y lento. Perdía fuerza. Ya no volaba tan alto.
En un desesperado intento por recobrar altura cerró los ojos y batió las alas con sus últimas energías. No supo cuánto tiempo mantuvo los ojos cerrados, pero al abrirlos volaba sobre una alta torre adornada con una veleta de oro.
– ¡San Miguel! -graznó al reconocer la torre de la iglesia hamburguesa. Sus alas se negaron a continuar el vuelo.