4 El fin de un vuelo
El gato grande, negro y gordo tomaba el sol en el balcón, ronroneando y meditando acerca de lo bien que se estaba allí, recibiendo los cálidos rayos panza arriba, con las cuatro patas muy encogidas y el rabo estirado. En el preciso momento en que giraba perezosamente el cuerpo para que el sol le calentara el lomo, escuchó el zumbido provocado por un objeto volador que no supo identificar y que se acercaba a gran velocidad. Alerta, dio un salto, se paró sobre las cuatro patas y apenas alcanzó a echarse a un lado para esquivar a la gaviota que cayó en el balcón. Era un ave muy sucia. Tenía todo el cuerpo impregnado de una sustancia oscura y maloliente.
Zorbas se acercó y la gaviota intentó incorporarse arrastrando las alas.
– No ha sido un aterrizaje muy elegante -maulló.
– Lo siento. No pude evitarlo -reconoció la gaviota.
– Oye, te ves fatal. ¿Qué es eso que tienes en el cuerpo? ¡Y cómo apestas! -maulló Zorbas.
– Me ha alcanzado una marea negra. La peste negra. La maldición de los mares. Voy a morir -graznó quejumbrosa la gaviota.
– ¡Morir? No digas eso. Estás cansada y sucia. Eso es todo. ¿Por qué no vuelas hasta el zoo? No está lejos de aquí y allí hay veterinarios que podrán ayudarte -maulló Zorbas.
– No puedo. Ha sido mi vuelo final -graznó la gaviota con voz casi inaudible, y cerró los ojos.
– ¡No te mueras! Descansa un poco y verás como te repones. ¿Tienes hambre? Te traeré un poco de mi comida, pero no te mueras -pidió Zorbas acercándose a la desfallecida gaviota. Venciendo la repugnancia, el gato le lamió la cabeza. Aquella sustancia que la cubría sabía además horrible. Al pasarle la lengua por el cuello notó que la respiración del ave se tornaba cada vez más débil.
– Escucha, amiga, quiero ayudarte pero no sé cómo. Procura descansar mientras voy a consultar qué se hace con una gaviota enferma -maulló Zorbas antes de trepar al tejado. Se alejaba en dirección al castaño cuando escuchó que la gaviota lo llamaba.
– ¿Quieres que te deje un poco de mi comida? -sugirió algo aliviado.
– Voy a poner un huevo. Con las últimas fuerzas que me quedan voy a poner un huevo. Amigo gato, se ve que eres un animal bueno y de nobles sentimientos. Por eso voy a pedirte que me hagas tres promesas. ¿Me las harás? -graznó sacudiendo torpemente las patas en un fallido intento por ponerse de pie.
Zorbas pensó que la pobre gaviota deliraba y que con un pájaro en tan penoso estado sólo se podía ser generoso.
– Te prometo lo que quieras. Pero ahora descansa -maulló compasivo.
– No tengo tiempo para descansar. Prométeme que no te comerás el huevo -graznó abriendo los ojos.
– Prometo no comerme el huevo -repitió Zorbas.
– Prométeme que lo cuidarás hasta que nazca el pollito -graznó alzando el cuello.
– Prometo que cuidaré el huevo hasta que nazca el pollito.
– Y prométeme que le enseñarás a volar -graznó mirando fijamente a los ojos del gato.
Entonces Zorbas supuso que esa desafortunada gaviota no sólo deliraba, sino que estaba completamente loca.
– Prometo enseñarle a volar. Y ahora descansa, que voy en busca de ayuda -maulló Zorbas trepando de un salto hasta el tejado.
Kengah miró al cielo, agradeció todos los buenos vientos que la habían acompañado y, justo cuando exhalaba el último suspiro, un huevito blanco con pintitas azules rodó junto a su cuerpo impregnado de petróleo.
5 En busca de consejo
Zorbas bajó rápidamente por el tronco del castaño, cruzó el patio interior a toda prisa para evitar ser visto por unos perros vagabundos, salió a la calle, se aseguró de que no venía ningún auto, la cruzó y corrió en dirección del Cuneo, un restaurante italiano del puerto. Dos gatos que husmeaban en un cubo de basura lo vieron pasar.
– ¡Ay, compadre! ¿Ve lo mismo que yo? Pero qué gordito tan lindo -maulló uno.
– Sí, compadre. Y qué negro es. Más que una bolita de grasa parece una bolita de alquitrán. ¿Adónde vas, bolita de alquitrán? -preguntó el otro.
Aunque iba muy preocupado por la gaviota, Zorbas no estaba dispuesto a dejar pasar las provocaciones de esos dos facinerosos. De tal manera que detuvo la carrera, erizó la piel del lomo y saltó sobre el cubo de basura.
Lentamente estiró una pata delantera, sacó una garra larga como una cerilla, y la acercó a la cara de uno de los provocadores.
– ¿Te gusta? Pues tengo nueve más. ¿Quieres probarlas en el espinazo? -maulló con toda calma.
Con la garra frente a los ojos, el gato tragó saliva antes de responder.
– No, jefe. ¡Qué día tan bonito! ¿No le parece? -maulló sin dejar de mirar la garra.
– ¿Y tú? ¿Qué me dices? -increpó Zorbas al otro gato.
– Yo también digo que hace buen día, agradable para pasear, aunque un poquito frío.
Arreglado el asunto, Zorbas retomó el camino hasta llegar frente a la puerta del restaurante. Dentro, los mozos disponían las mesas para los comensales del mediodía. Zorbas maulló tres veces y esperó sentado en el rellano. A los pocos minutos se le acercó Secretario, un gato romano muy flaco y con apenas dos bigotes, uno a cada lado de la nariz.
– Lo sentimos mucho, pero si no ha hecho reserva no podremos atenderlo. Estamos al completo -maulló a manera de saludo. Iba a agregar algo más, pero Zorbas lo detuvo.
– Necesito maullar con Colonello. Es urgente.
– ¡Urgente! ¡Siempre con urgencias de última hora! Veré qué puedo hacer, pero sólo porque se trata de una urgencia -maulló Secretario y regresó al interior del restaurante.
Colonello era un gato de edad indefinible. Algunos decían que tenía tantos años como el restaurante que lo cobijaba; otros sostenían que era más viejo todavía. Pero su edad no importaba, porque Colonello poseía un curioso talento para aconsejar a los que se encontraban en dificultades y, aunque él jamás solucionaba ningún conflicto, sus consejos por lo menos reconfortaban. Por viejo y talentoso, Colonello era toda una autoridad entre los gatos del puerto. Secretario regresó a la carrera.
– Sígueme. Colonello te recibirá, excepcionalmente -maulló.
Zorbas lo siguió. Pasando bajo las mesas y las sillas del comedor llegaron hasta la puerta de la bodega. Bajaron a saltos los peldaños de una estrecha escalera y abajo encontraron a Colonello, con el rabo muy erguido, revisando los corchos de unas botellas de champagne.
– ¡Porca miseria! Los ratones han roído los corchos del mejor champagne de la casa. ¡Zorbas! ¡Caro amico! -saludó Colonello, que acostumbraba a maullar palabras en italiano.
– Disculpa que te moleste en pleno trabajo, pero tengo un grave problema y necesito de tus consejos -maulló Zorbas.
– Estoy para servirte, caro amico. ¡Secretario! Sírvale al mio
amico
un poco de esa lasagna al forno que nos dieron por la mañana -ordenó Colonello.
– ¡Pero si se la comió toda! ¡No me dejó ni olerla! -se quejó Secretario.
Zorbas se lo agradeció, pero no tenía hambre, y rápidamente refirió la accidentada llegada de la gaviota, su lamentable estado y las promesas que se viera obligado a hacerle. El viejo gato escuchó en silencio, luego meditó mientras acariciaba sus largos bigotes y finalmente maulló enérgico:
– ¡Porca miseria! Hay que ayudar a esa pobre gaviota a que pueda emprender el vuelo.
– Sí, ¿pero cómo? -maulló Zorbas.
– Lo mejor será consultar a Sabelotodo -indicó Secretario.
– Es exactamente lo que iba a sugerir. ¿Por qué me sacará éste los maullidos de la boca? -reclamó Colonello.
– Sí. Es una buena idea. Iré a ver a Sabelotodo -maulló Zorbas.
– Iremos todos. Los problemas de un gato del puerto son problemas de todos los gatos del puerto -declaró solemne Colonello.
Los tres gatos salieron de la bodega y, cruzando el laberinto de patios interiores de las casas alineadas frente al puerto, corrieron hacia el templo de Sabelotodo.