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– Maúlla, gato -dijo el humano, y Zorbas le refirió la historia de la gaviota, del huevo, de Afortunada y de los infructuosos esfuerzos de los gatos para enseñarle a volar.

– ¿Puedes ayudarnos? -consultó Zorbas al terminar su relato.

– Creo que sí. Y esta misma noche -respondió el humano.

– ¿Esta misma noche? ¿Estás seguro? -inquirió Zorbas.

– Mira por la ventana, gato. Mira el cielo. ¿Qué ves? -invitó el humano.

– Nubes. Nubes negras. Se acerca una tormenta y muy pronto lloverá -observó Zorbas.

– Pues por eso mismo -dijo el humano.

– No te entiendo. Lo siento, pero no te entiendo -aceptó Zorbas.

Entonces el humano fue hasta su escritorio, tomó un libro y rebuscó entre las páginas.

– Escucha, gato: te leeré algo de un poeta llamado Bernardo Atxaga. Unos versos de un poema titulado "Las gaviotas".

Pero su pequeño corazón
-que es el de los equilibristas-
por nada suspira tanto
como por esa lluvia tonta
que casi siempre trae viento,
que casi siempre trae sol.

– Entiendo. Estaba seguro de que podías ayudarnos -maulló Zorbas saltando del sillón.

Acordaron reunirse a medianoche frente a la puerta del bazar, y el gato grande, negro y gordo corrió a informar a sus compañeros.

11 El vuelo

Una espesa lluvia caía sobre Hamburgo y de los jardines se elevaba el aroma de la tierra húmeda. Brillaba el asfalto de las calles y los anuncios de neón se reflejaban deformes en el suelo mojado. Un hombre enfundado en una gabardina caminaba por una calle solitaria del puerto dirigiendo sus pasos hacia el bazar de Harry.

– ¡De ninguna manera! -chilló el chimpancé-. ¡Aunque me claven sus cincuenta garras en el culo yo no les abro la puerta!

– Pero si nadie tiene intención de hacerte daño. Te pedimos un favor, eso es todo -maulló Zorbas.

– El horario de apertura es de nueve de la mañana a seis de la tarde. Es el reglamento y debe ser respetado -chilló Matías.

– ¡Por los bigotes de la morsa! ¿Es que no puedes ser amable una vez en tu vida, macaco? -maulló Barlovento.

– Por favor, señor mono -graznó suplicante Afortunada.

– ¡Imposible! El reglamento me prohíbe estirar la mano y correr el cerrojo que ustedes, por no tener dedos, sacos de pulgas, no pueden abrir -chilló con sorna Matías.

– Eres un mono terrible, ¡terrible! -maulló Sabelotodo.

– Hay un humano afuera y está mirando el reloj -maulló Secretario, que atisbaba por una ventana.

– ¡Es el poeta! ¡No hay tiempo que perder! -maulló Zorbas corriendo a toda velocidad hacia la ventana.

Las campanas de la iglesia de San Miguel empezaron a tañer los doce toques de medianoche y un ruido de cristales rotos sobresaltó al humano. El gato grande, negro y gordo cayó a la calle en medio de una lluvia de astillas, pero se incorporó sin preocuparse de las heridas en la cabeza y saltó de nuevo hacia la ventana por la que había salido.

El humano se acercó en el preciso momento en que una gaviota era alzada por varios gatos hasta el alféizar. Detrás de los gatos, un chimpancé se manoseaba la cara tratando de taparse los ojos, los oídos y la boca al mismo tiempo.

– ¡Tómala! Que no se hiera con los cristales -maulló Zorbas.

– Vengan acá, los dos -dijo el humano tomándola en sus brazos.

El humano se alejó presuroso de la ventana del bazar. Bajo la gabardina llevaba a un gato grande, negro y gordo, y a una gaviota de plumas color plata.

– ¡Canallas! ¡Bandoleros! ¡Pagarán por esto! -chilló el chimpancé.

– Te lo buscaste. ¿Y sabes qué pensará Harry mañana? Que tú rompiste el vidrio -maulló Secretario.

– Caramba, por esta vez acierta usted al quitarme los maullidos de la boca -maulló Colonello.

– ¡Por los colmillos de la morena! ¡Al tejado! ¡Veremos volar a nuestra Afortunada! -maulló Barlovento.

El gato grande, negro y gordo y la gaviota iban muy cómodos bajo la gabardina, sintiendo el calor del cuerpo del humano, que caminaba con pasos rápidos y seguros. Sentían latir sus tres corazones a ritmos diferentes, pero con la misma intensidad.

– Gato, ¿te has herido? -preguntó el humano al ver unas manchas de sangre en las solapas de su gabardina.

– No tiene importancia. ¿Adónde vamos? -preguntó Zorbas.

– ¿Entiendes al humano? -graznó Afortunada.

– Sí. Y es una buena persona que te ayudará a volar -le aseguró Zorbas.

– ¿Entiendes a la gaviota? -preguntó el humano.

– Dime adónde vamos -insistió Zorbas.

– Ya no vamos, hemos llegado -respondió el humano.

Zorbas asomó la cabeza. Estaban frente a un edificio alto. Alzó la vista y reconoció la torre de San Miguel iluminada por varios reflectores. Los haces de luz daban de lleno en su esbelta estructura forrada de planchas de cobre, que el tiempo, la lluvia y los vientos habían cubierto de una pátina verde.

– Las puertas están cerradas -maulló Zorbas.

– No todas -dijo el humano-. Suelo venir aquí a fumar y pensar en soledad durante las noches de tormenta. Conozco una entrada para nosotros.

Dieron un rodeo y entraron por una pequeña puerta lateral que el humano abrió con la ayuda de una navaja. De un bolsillo sacó una linterna y, alumbrados por su delgado rayo de luz, empezaron a subir una escalera de caracol que parecía interminable.

– Tengo miedo -graznó Afortunada.

– Pero quieres volar, ¿verdad? -maulló Zorbas.

Desde el campanario de San Miguel se veía toda la ciudad. La lluvia envolvía la torre de la televisión y, en el puerto, las grúas parecían animales en reposo.

– Mira, allá se ve el bazar de Harry. Allá están nuestros amigos -maulló Zorbas.

– ¡Tengo miedo! ¡Mami! -graznó Afortunada.

Zorbas saltó hasta la baranda que protegía el campanario. Abajo, los autos se movían como insectos de ojos brillantes. El humano tomó a la gaviota en sus manos.

– ¡No! ¡Tengo miedo! ¡Zorbas! ¡Zorbas! -graznó picoteando las manos del humano.

– ¡Espera! Déjala en la baranda -maulló Zorbas.

– No pensaba tirarla -dijo el humano.

– Vas a volar, Afortunada. Respira. Siente la lluvia. Es agua. En tu vida tendrás muchos motivos para ser feliz, uno de ellos se llama agua, otro se llama viento, otro se llama sol y siempre llega como una recompensa luego de la lluvia. Siente la lluvia. Abre las alas -maulló Zorbas.

La gaviota extendió las alas. Los reflectores la bañaban de luz y la lluvia le salpicaba de perlas las plumas. El humano y el gato la vieron alzar la cabeza con los ojos cerrados.

– La lluvia, el agua. ¡Me gusta! -graznó.

– Vas a volar -maulló Zorbas.

– Te quiero. Eres un gato muy bueno -graznó acercándose al borde de la baranda.

– Vas a volar. Todo el cielo será tuyo -maulló Zorbas.

– Nunca te olvidaré. Ni a los otros gatos -graznó ya con la mitad de las patas fuera de la baranda, porque, como decían los versos de Atxaga, su pequeño corazón era el de los equilibristas.

– ¡Vuela! -maulló Zorbas estirando una pata y tocándola apenas.

Afortunada desapareció de su vista, y el humano y el gato temieron lo peor. Había caído como una piedra. Con la respiración en suspenso asomaron las cabezas por encima de la baranda, y entonces la vieron, batiendo las alas, sobrevolando el parque de estacionamiento, y luego siguieron su vuelo hasta la altura, hasta más allá de la veleta de oro que coronaba la singular belleza de San Miguel.

Afortunada volaba solitaria en la noche hamburguesa. Se alejaba batiendo enérgica las alas hasta elevarse sobre las grúas del puerto, sobre los mástiles de los barcos, y enseguida regresaba planeando, girando una y otra vez en torno al campanario de la iglesia.

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