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A Dorian Gray le parecía que la creación de mundos como aquéllos era la verdadera meta o, al menos, una de las verdaderas metas de la vida; y en su búsqueda de sensaciones que fuesen al mismo tiempo nuevas y placenteras, y poseyeran ese componente de lo desconocido que es tan esencial para el ensueño, adoptaba con frecuencia ciertos modos de pensamiento que sabía eran realmente ajenos a su naturaleza, abandonándose a su sutil influencia, y luego, después de impregnarse, por así decirlo, de su color, y una vez satisfecha su natural curiosidad, los abandonaba con esa curiosa indiferencia que no es incompatible con un temperamento verdaderamente ardiente, y que, de hecho, según ciertos psicólogos modernos, es frecuentemente su condición indispensable.

En una ocasión se rumoreó que se disponía a convertirse al catolicismo; y, desde luego, el ritual romano siempre le había atraído mucho. El diario sacrificio de la misa, más terriblemente real que todos los sacrificios del mundo antiguo, le conmovía tanto por su supremo desprecio del testimonio de los sentidos como por la primitiva simplicidad de sus elementos y el eterno patetismo de la tragedia humana que trataba de simbolizar. Le gustaba arrodillarse sobre el frío suelo de mármol, y contemplar al sacerdote, con su tiesa casulla floreada, apartar lentamente con sus manos marfileñas el velo del tabernáculo, y alzar la custodia con la pálida hostia que a veces, a uno le gustaría creer, es realmente el panis caelestis, el alimento de los ángeles; o, revestido con los atributos de la pasión de Cristo, partir la sagrada forma y golpearse el pecho para pedir la remisión de todos los pecados. Los humeantes incensarios, que los serios monaguillos, con sus encajes y sus sotanas rojo escarlata, lanzaban al aire como grandes flores doradas, ejercían sobre Dorian Gray una sutil fascinación. Al salir de la iglesia, miraba con asombro los negros confesionarios, y le hubiera gustado sentarse en el interior de uno de ellos para escuchar cómo hombres y mujeres susurraban a través de la gastada rejilla la verdadera historia de su vida.

Pero nunca cometió el error de detener su desarrollo intelectual aceptando de manera oficial credo o sistema alguno, ni convirtiendo en morada permanente una posada que sólo es conveniente para pasar un día, o unas pocas horas de una noche sin estrellas y en la que la luna esté de parto. El misticismo, con su maravilloso poder para convertir en extrañas las cosas corrientes, y el sutil antinomismo [3] que siempre parece acompañarlo, le conmovió durante una temporada; y durante otra se inclinó hacia las doctrinas materialistas del movimiento darwinista alemán y encontró un curioso placer en retrotraer los pensamientos y las pasiones de los hombres a alguna célula nacarada de su cerebro, o a algún nervio blanquecino de su cuerpo, encantado con la idea de que el espíritu dependiera absolutamente de ciertas condiciones físicas, morbosas o sanas, normales o patológicas. Sin embargo, como ya se ha dicho de él, ninguna teoría sobre la vida le parecía importante comparada con la vida misma. Era muy consciente de la esterilidad de toda especulación intelectual si se separa de la acción y de la experiencia. Sabía que los sentidos, no menos que el alma, tenían misterios espirituales que revelar.

Por ello se entregó durante algún tiempo al estudio de los perfumes y a los secretos de su fabricación, destilando aceites intensamente aromáticos, y quemando gomas odoríferas del Oriente, lo que le permitió darse cuenta de que no había estado de ánimo que no tuviera correspondencia en la vida de los sentidos, consagrándose a descubrir sus verdaderas relaciones, preguntándose por qué el incienso empuja a la mística, por qué el ámbar gris desata las pasiones, por qué la violeta despierta el recuerdo de amores muertos y por qué el almizcle perturba el cerebro y el champac [4] la imaginación, tratando en repetidas ocasiones de elaborar una verdadera psicología de los perfumes, y de calcular las diversas influencias de las raíces poseedoras de olores suaves, de las flores cargadas de polen, o de los bálsamos aromáticos, de las maderas oscuras y fragantes, del espicanardo que provoca la náusea, de la hovenia que enloquece y de los áloes de los que se dice que logran expulsar del alma la melancolía.

En otra época se dedicó por entero a la música, y en una amplia habitación con celosías, techo bermellón y oro y paredes lacadas en verde oliva, daba curiosos conciertos en los que cíngaros frenéticos arrancaban músicas salvajes de cítaras diminutas, o serios tunecinos vestidos de amarillo pulsaban las tensas cuerdas de monstruosos laúdes, mientras negros sonrientes golpeaban monótonamente tambores de cobre y esbeltos indios enturbanados, cruzados de piernas sobre esteras de color escarlata, tañían largas flautas de caña o de bronce y encantaban, o fingían encantar, a grandes cobras y horribles víboras cornudas. Los ritmos sincopados y las estridentes disonancias de aquellas músicas bárbaras le conmovían en momentos en que el encanto de Schubert, los hermosos pesares de Chopin y hasta las majestuosas armonías del mismo Beethoven no conseguían hacer mella en su oído. Reunió, procedentes de todas las partes del mundo, los instrumentos más extraños que pueden encontrarse, tanto en los sepulcros de pueblos desaparecidos como entre las escasas tribus salvajes que han sobrevivido al contacto con las civilizaciones occidentales, y disfrutaba tocándolos y probándolos. Poseía los misteriosos juruparis de los indios de Río Negro, instrumentos que no se permite mirar a las mujeres y que incluso los jóvenes sólo pueden ver después de someterse al ayuno y al cilicio; las vasijas de barro de los peruanos de los que extraen gritos agudos como de pájaros, y flautas fabricadas con huesos humanos, como las que Alfonso de Ovalle [5] escuchó en Chile, y los sonoros jaspes verdes que se encuentran cerca de Cuzco y que producen notas de singular dulzura. Dorian Gray poseía calabazas pintadas, llenas de guijarros, que resonaban cuando se las agitaba; el largo clarín de los mexicanos, en el que el intérprete no sopla, sino que a través de él aspira el aire; el tosco ture de las tribus amazónicas, que hacen sonar los centinelas que permanecen todo el día en árboles altísimos y a los que se puede oír, según cuentan, a una distancia de tres leguas; el teponaztli, compuesto de dos láminas vibrantes de madera, y que se golpea con palillos recubiertos de la goma elástica que se obtiene de la savia lechosa de algunas plantas; las campanas yotl de los aztecas, que se cuelgan en racimos, como si fuesen uvas; y un enorme tambor cilíndrico, cubierto con las pieles de grandes serpientes, como el que Bernal Díaz del Castillo vio cuando entró con Cortés en el templo mexicano, y de cuyo sonido quejumbroso nos ha dejado una descripción tan gráfica.

El carácter fantástico de aquellos instrumentos le fascinaba, y le producía un curioso placer la idea de que el arte, como la naturaleza, tiene sus monstruos, criaturas de forma bestial y voces odiosas. Sin embargo, al cabo de algún tiempo se cansaba de ellos, y regresaba a su palco en la ópera, ya fuese solo o en compañía de lord Henry, para escuchar con profundo placer Tannhäuser, viendo en el preludio de esa gran obra una interpretación de la tragedia de su alma.

En otra ocasión emprendió el estudio de las joyas, y se presentó en un baile de disfraces como Anne de Joyeuse [6], almirante de Francia, con un traje recubierto de quinientas sesenta perlas. Esta afición lo cautivó durante años y puede decirse, de hecho, que nunca le abandonó. Con frecuencia empleaba un día entero colocando y volviendo a colocar en sus estuches las diferentes piedras que había coleccionado, como el crisoberilo verde oliva que se enrojece a la luz de una lámpara, la cimofana, atravesada por una línea de plata, el peridoto, de color verde pistacho, topacios rosados o dorados como el vino, carbunclos ferozmente escarlata con trémulas estrellas de cuatro puntas, granates de Ceilán rojo fuego, las espinelas naranja y violeta, y las amatistas, con sus capas alternas de rubí y zafiro. Le encantaba el rojo dorado de la piedra solar y la blancura de perla de la piedra lunar, así como el arco iris roto del ópalo lechoso. Consiguió en Amsterdam tres esmeraldas de extraordinario tamaño y riqueza de color, y poseía una turquesa de la vieille roche [7] que era la envidia de todos los entendidos.

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