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De noche, insomne en su dormitorio, siempre perfumado por delicados aromas, o en la sórdida habitación de una taberna de pésima reputación cerca de los muelles, que tenía por costumbre frecuentar disfrazado y con nombre falso, había momentos, efectivamente, en los que pensaba en la destrucción de su alma con una compasión que era especialmente patética por puramente egoísta. Pero aquellos momentos no se prodigaban. La curiosidad acerca de la vida, que lord Henry despertara por vez primera en él cuando estaban en el jardín de su amigo Basil, parecía crecer a medida que se satisfacía. Cuanto más sabía, más quería saber. Padecía hambres locas que se hacían más devoradoras cuanto mejor las alimentaba.

No se dejaba ir por completo, sin embargo, al menos en sus relaciones con la buena sociedad. Una o dos veces al mes durante el invierno, y los miércoles por la tarde durante la temporada, abría al mundo las puertas de su magnífica casa y contrataba a los músicos más celebrados del momento para que deleitaran a sus invitados con las maravillas de su arte. Sus cenas íntimas, en cuya organización siempre colaboraba lord Henry, eran famosas por la cuidadosa selección y distribución de los invitados, así como por el gusto exquisito en la decoración de la mesa, con su sutil arreglo sinfónico de flores exóticas, manteles bordados y antigua vajilla de oro y plata. Abundaban de hecho, especialmente entre los más jóvenes, quienes veían, o imaginaban ver, en Dorian Gray, la verdadera encarnación de un modelo con el que habían soñado a menudo en sus días de Eton y de Oxford, una persona que conjugaba en cierto modo la cultura del erudito con el encanto, la distinción y los perfectos modales de un ciudadano del mundo. Les parecía que formaba parte del grupo de aquellos a los que Dante describe porque tratan de «hacerse perfectos mediante el culto rendido a la belleza [1]». Como Gautier, era alguien para quien «existía el mundo visible [2]».

Para él, ciertamente, la Vida era la primera y la más grande de las artes, y todas las demás no eran más que una preparación para ella. La moda, por medio de la cual lo puramente fantástico se hace por un momento universal, y el dandismo que, a su manera, trata de afirmar la modernidad absoluta de la belleza, le fascinaban. Su manera de vestir y los estilos peculiares, que de cuando en cuando propugnaba, tenían una marcada influencia en los jóvenes elegantes que se dejaban ver en los bailes de Mayfair o detrás de los ventanales de los clubs de Pall Mall, y que copiaban todo lo que Dorian Gray hacía, esforzándose por reproducir el encanto pasajero de sus graciosas coqueterías, que, para él, nunca llegaban a ser del todo serias.

Porque, si bien estaba totalmente dispuesto a aceptar la posición privilegiada que se le ofreció casi de inmediato al alcanzar la mayoría de edad, y hallaba un placer sutil en la idea de que podía verdaderamente convertirse para el Londres de su época en lo que el autor del Satiricón había sido en otro tiempo para la Roma imperial de Nerón, en lo más íntimo de su alma deseaba ser algo más que un simple arbiter elegantiarum, a quien se consulta sobre la manera de llevar una joya, de cómo anudar una corbata o sobre cómo manejar un bastón. Dorian Gray trataba de inventar una nueva manera de vivir que descansara en una filosofía razonada y en unos principios bien organizados, y que hallara en la espiritualización de los sentidos su meta más elevada.

El culto de los sentidos ha sido censurado con frecuencia y con mucha justicia, porque al ser humano su naturaleza le hace sentir un terror instintivo ante pasiones y sensaciones que le parecen más fuertes que él, y que es consciente de compartir con formas inferiores del mundo orgánico. Pero Dorian Gray consideraba que nunca se había entendido bien la verdadera naturaleza de los sentidos, que habían permanecido en un estado salvaje y animal sencillamente porque el mundo había tratado de someterlos por el hambre y matarlos por el dolor, en lugar de proponerse convertirlos en elementos de una nueva espiritualidad, en la que el rasgo dominante sería un admirable instinto para captar la belleza. Al contemplar el camino recorrido por el ser humano desde los albores de la historia, le dominaba un sentimiento de pesar. ¡Eran tantas las capitulaciones! ¡Y con tan escasos resultados! Se habían producido rechazos insensatos, formas monstruosas de mortificación, de autotortura, cuyo origen era el miedo y su resultado una degradación infinitamente más terrible que la degradación imaginaria de la que el ser humano, en su ignorancia, había tratado de escapar. La naturaleza, utilizando su maravillosa ironía, empujaba al anacoreta a alimentarse con los animales salvajes del desierto y al ermitaño le daba por compañeros a las bestias del campo.

Sí; tenía que haber, como lord Henry había profetizado, un nuevo hedonismo que recreara la vida, que la salvara de ese puritanismo tosco y violento que está teniendo en nuestra época un extraño renacimiento. Un hedonismo que utilizaría sin duda los servicios de la inteligencia, pero sin aceptar teoría o sistema alguno que implicara el sacrificio de cualquier modalidad de experiencia apasionada. Su objetivo, efectivamente, era la experiencia misma y no los frutos de la experiencia, tanto dulces como amargos. Prescindiría del ascetismo que sofoca los sentidos y de la vulgar desvergüenza que los embota. Pero enseñaría al ser humano a concentrarse en los instantes singulares de una vida que no es en sí misma más que un instante.

Son muy pocos aquellos de entre nosotros que no se han despertado a veces antes del alba, o después de una de esas noches sin sueños que casi nos hacen amar la muerte, o de una de esas noches de horror y de alegría monstruosa, cuando se agitan en las cámaras del cerebro fantasmas más terribles que la misma realidad, rebosantes de esa vida intensa, inseparable de todo lo grotesco, que da al arte gótico su imperecedera vitalidad, puesto que ese arte bien parece pertenecer sobre todo a los espíritus atormentados por la enfermedad del ensueño. Poco a poco, dedos exangües surgen de detrás de las cortinas y parecen temblar. Adoptando fantásticas formas oscuras, sombras silenciosas se apoderan, reptando, de los rincones de la habitación para agazaparse allí. Fuera, se oye el agitarse de pájaros entre las hojas, o los ruidos que hacen los hombres al dirigirse al trabajo, o los suspiros y sollozos del viento que desciende de las montañas y vaga alrededor de la casa silenciosa, como si temiera despertar a los que duermen, aunque está obligado a sacar a toda costa al sueño de su cueva de color morado. Uno tras otro se alzan los velos de delicada gasa negra, las cosas recuperan poco a poco forma y color y vemos cómo la aurora vuelve a dar al mundo su prístino aspecto. Los lívidos espejos recuperan su imitación de la vida. Las velas apagadas siguen estando donde las dejamos, y a su lado descansa el libro a medio abrir que nos proponíamos estudiar, o la flor preparada que hemos lucido en el baile, o la carta que no nos hemos atrevido a leer o que hemos leído demasiadas veces. Nada nos parece que haya cambiado. De las sombras irreales de la noche renace la vida real que conocíamos. Hemos de continuar allí donde nos habíamos visto interrumpidos, y en ese momento nos domina una terrible sensación, la de la necesidad de continuar, enérgicamente, el mismo ciclo agotador de costumbres estereotipadas, o quizá, a veces, el loco deseo de que nuestras pupilas se abran una mañana a un mundo remodelado durante la noche para agradarnos, un mundo en el que las cosas poseerían formas y colores recién inventados, y serían distintas, o esconderían otros secretos, un mundo en el que el pasado tendría muy poco o ningún valor, o sobreviviría, en cualquier caso, sin forma consciente de obligación o de remordimiento, dado que incluso el recuerdo de una alegría tiene su amargura, y la memoria de un placer, su dolor.

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