Sólo se oyó un gemido sofocado, y el horrible ruido de alguien a quien ahoga su propia sangre. Tres veces los brazos extendidos se alzaron, convulsos, agitando en el aire grotescas manos de dedos rígidos. Dorian Gray aún clavó el cuchillo dos veces más, pero Basil no se movió. Algo empezó a gotear sobre el suelo. Dorian Gray esperó un momento, apretando todavía la cabeza contra la mesa. Luego soltó el arma y escuchó.
Sólo se oía el golpear de las gotas de sangre que caían sobre la raída alfombra. Abrió la puerta y salió al descansillo. La casa estaba en absoluto silencio. Nadie se había levantado. Durante unos segundos permaneció inclinado sobre la barandilla, intentando penetrar con la mirada el negro pozo de atormentada oscuridad. Luego se sacó la llave del bolsillo y regresó a la habitación del retrato, encerrándose dentro.
El cuerpo seguía sentado en la silla, tumbado en parte sobre la mesa, la cabeza inclinada, la espalda doblada y los brazo caídos, extrañamente largos. De no ser por el irregular desgarrón rojo en el cuello, y el charco oscuro casi coagulado que se ensanchaba lentamente sobre la mesa, se podría haber pensado que la figura recostada no hacía otra cosa que dormir.
¡Qué deprisa había sucedido todo! Sintió una extraña tranquilidad y, acercándose al balcón, lo abrió para salir al exterior. El viento se había llevado la niebla, y el cielo era como la rueda de un monstruoso pavo real, tachonado de innumerables ojos dorados. Al mirar hacia la calle vio al policía del barrio haciendo su ronda y dirigiendo el largo rayo de su linterna sorda hacia puertas de casas silenciosas. La mancha carmesí de un coche de punto brilló en la esquina para desaparecer un instante después. Una mujer con un chal agitado por el viento avanzaba despacio, con paso inseguro, apoyándose en las rejas de los jardines. De cuando en cuando se detenía y volvía la vista atrás. En una ocasión empezó a cantar con voz ronca. El policía se le acercó y le dijo algo. La mujer se alejó a trompicones, riendo. Una ráfaga de viento muy frío azotó la plaza. Las luces de gas parpadearon, azuleando, y los árboles desnudos agitaron sus negras ramas de hierro. Dorian Gray se estremeció y regresó a la habitación, cerrando el balcón.
Al llegar a la puerta hizo girar la llave y la abrió. Ni siquiera se volvió para lanzar una ojeada al cadáver. Comprendía que el secreto del éxito consistía en no darse cuenta de lo sucedido. El amigo que había pintado el retrato fatal, causante de todos sus sufrimientos, había desaparecido de su vida. Eso era suficiente.
Fue entonces cuando se acordó de la lámpara. Era un ejemplo más bien curioso de artesanía musulmana, labrada en plata mate con incrustaciones de arabescos de acero bruñido, tachonada de turquesas sin pulimentar. Quizás su criado la echara de menos e hiciera preguntas. Vaciló un momento, pero acabó entrando de nuevo y recuperándola. Esta vez no pudo por menos que ver el cadáver. ¡Qué inmóvil estaba! ¡Qué horriblemente blancas y largas parecían las manos! Era como una espantosa figura de cera.
Después de cerrar nuevamente la puerta con llave, Dorian Gray bajó en silencio la escalera. Los crujidos de algunos escalones le parecieron ayes de dolor. Se detuvo varias veces y esperó. No: todo estaba en silencio. Era tan sólo el ruido de sus pasos.
Al llegar a la biblioteca, vio en un rincón el abrigo, la gorra y el maletín. Había que esconderlos en algún sitio. Abrió un ropero secreto, oculto en el revestimiento de madera, donde ocultaba sus curiosos disfraces, y los dejó allí. Podría quemarlos sin problemas más adelante. Luego sacó el reloj. Eran las dos menos veinte.
Se sentó y empezó a pensar. Todos los años -todos los meses casi- se ahorcaba a alguien en Inglaterra por un crimen similar al que acababa de cometer. Se diría que había surgido en el aire una locura asesina. Alguna roja estrella se había acercado demasiado a la Tierra… Si bien, ¿qué pruebas había en contra suya? Basil Hallward abandonó la casa a las once. Nadie lo había visto entrar de nuevo. La mayoría de los criados estaban en Selby Royal. Su ayuda de cámara se había acostado… ¡París! Sí. Basil se había marchado a París en el tren de medianoche, tal como se proponía hacer. Habida cuenta de la curiosa reserva que lo caracterizaba, pasarían meses antes de que surgieran las primeras sospechas. ¡Meses! Todo podía estar destruido mucho antes.
Una idea se le pasó de repente por la cabeza. Se puso el abrigo de piel y el sombrero y salió al vestíbulo. Luego se detuvo, al oír en la acera los pasos lentos y pesados del policía y ver en la ventana el reflejo de la linterna sorda. Esperó, conteniendo la respiración.
Al cabo de unos momentos descorrió el cerrojo y salió sigilosamente, cerrando después la puerta con gran suavidad. Luego empezó a tocar la campanilla de la entrada. Unos cinco minutos después apareció su ayuda de cámara, vestido a medias y con aire somnoliento.
– Siento haber tenido que despertarle, Francis -dijo Dorian Gray, entrando en la casa-, pero me olvidé de las llaves. ¿Qué hora es?
– Las dos y diez -respondió el criado, mirando el reloj y parpadeando.
– ¿Las dos y diez? ¡Horriblemente tarde! Despiérteme mañana a las nueve. Tengo que hacer un trabajo urgente.
– Sí, señor.
– ¿Ha venido alguna visita esta tarde?
– El señor Hallward. Estuvo aquí hasta las once, y luego se marchó para tomar el tren.
– ¡Ah! Siento no haberlo visto. ¿Dejó algún mensaje? -No, señor, excepto que le escribiría desde París, si no lo encontraba en el club.
– Nada más, Francis. No se olvide de llamarme mañana a las nueve.
– Sí, señor.
El criado se alejó por el corredor, arrastrando ligeramente las zapatillas.
Dorian Gray arrojó sombrero y abrigo sobre la mesa y entró en la biblioteca. Durante un cuarto de hora estuvo paseando, mordiéndose los labios y pensando. Luego tomó un anuario de una de las estanterías y empezó a pasar páginas. «Alan Campbell, 152 Hertford Street, Mayfair». Sí; era el hombre que necesitaba.
Capítulo 14
Alas nueve de la mañana del día siguiente, el criado entró con una taza de chocolate en una bandeja y abrió las contraventanas. Dorian dormía apaciblemente, tumbado sobre el lado derecho, con una mano bajo la mejilla. Parecía un adolescente agotado por el juego o el estudio.
El ayuda de cámara tuvo que tocarle dos veces en el hombro para despertarlo, y mientras abría los ojos la sombra de una sonrisa cruzó por sus labios, como si hubiera estado perdido en algún sueño placentero. En realidad no había soñado en absoluto. Ninguna imagen, ni agradable ni dolorosa, había turbado su descanso. Pero la juventud sonríe sin motivo. Es uno de sus mayores encantos.
Volviéndose, Dorian Gray empezó a tomar a sorbos el chocolate, apoyándose en el codo. El dulce sol de noviembre entraba a raudales en el cuarto. El cielo resplandecía y había en el aire una tibieza reconfortante. Era casi como una mañana de mayo.
Poco a poco, los acontecimientos de la noche anterior penetraron en su cerebro, avanzando a pasos furtivos con los pies manchados de sangre, hasta recobrar su forma con terrible claridad. En su rostro apareció una mueca de dolor al recordar todo lo que había sufrido y, por un momento, volvió a apoderarse de él, llenándolo de una cólera glacial, el extraño sentimiento de odio que le había obligado a matar a Basil Hallward. El muerto seguía sin duda sentado en la silla, iluminado ahora por el sol. ¡Qué horrible imagen! Cosas tan espantosas como aquélla eran para la oscuridad de la noche, no para la luz del día.
Sintió que si meditaba sobre lo que le había sucedido se exponía a enfermar o a volverse loco. Había pecados cuya fascinación residía más en la memoria que en su misma realización; extraños triunfos más gratificantes para el orgullo que para las pasiones, y que daban a la inteligencia un sentimiento de alegría más vivo, superior al gozo que procuran o podrían jamás procurar a los sentidos. Pero este último no pertenecía a esa categoría. Se trataba de algo que era necesario expulsar de la mente, adormecerlo con opio, estrangularlo antes de que pudiera estrangularlo a uno.