Литмир - Электронная Библиотека

Descubrió igualmente historias maravillosas sobre joyas. En su Disciplina Clericales, Pedro Alfonso [8] menciona una serpiente con ojos de auténtico jacinto, y en la vida novelada de Alejandro se dice del conquistador de Ematia que encontró en el valle del Jordán serpientes «en cuyas espaldas crecían collares de verdaderas esmeraldas». Existe, nos dice Filóstrato, una piedra preciosa en el cerebro del dragón y «si se le muestran letras doradas y una túnica escarlata» el monstruo se sume en un sueño mágico y es posible matarlo. Según el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante proporciona invisibilidad, y el ágata de la India, elocuencia. La cornalina calma la cólera, el jacinto invita al sueño y la amatista disipa los vapores del vino. El granate ahuyenta a los demonios, y el hidropicus priva a la luna de su color. La selenita crece y mengua con la luna, y al meloceo, descubridor de ladrones, sólo le afecta la sangre del cabrito. Leonardus Camillus había visto extraer de un sapo recién muerto una piedra blanca, antídoto infalible contra el veneno. El bezoar, que se encuentra en el corazón del ciervo de Arabia, es un hechizo que puede curar la peste. En los nidos de los pájaros de Arabia se halla el aspilates que, según Demócrito, evita a quien lo lleva todo peligro de fuego.

El rey de Ceilán, en la ceremonia de su coronación, atravesó su capital a caballo con un gran rubí en la mano. Las puertas del palacio del Preste Juan «estaban hechas de sardónice, incrustado de cuernecillos de cerasta o víbora cornuda, de manera que nadie pudiera introducir venenos en su interior». Sobre el gablete había «dos manzanas de oro con dos carbunclos», de manera que el oro brillara de día y los carbunclos de noche. En la extraña novela de Lodge, A Margarite of America, se afirma que en la cámara de la reina podía verse a «todas las damas castas del mundo, en relicarios de plata, que miraban a quienes las contemplaban a través de hermosos espejos de crisolitas, carbunclos, zafiros y verdes esmeraldas». Marco Polo había visto a los habitantes de Cipango colocar perlas rosadas en la boca de los difuntos. Un monstruo marino estaba enamorado de la perla que el buceador llevó al rey Peroz, por lo que mató al ladrón y guardó luto durante siete lunas en razón de su pérdida. Cuando los hunos lograron atraer al rey a una gran fosa, el monarca la arrojó lejos -así lo relata Procopio- y nunca se la volvió a encontrar, pese a que el emperador Anastasio ofreció como recompensa quinientos quintales de piezas de oro. El rey de Malabar había mostrado a cierto veneciano un rosario de trescientas cuatro perlas, una por cada dios al que rendía culto.

Cuando el duque de Valentinois [9], hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII, su caballo, nos cuenta Brantóme, iba cargado de hojas de oro, y su gorro estaba adornado con dos hileras de deslumbrantes rubíes. Carlos de Inglaterra, cuando montaba a caballo, llevaba unas espuelas adornadas con cuatrocientos veintiún diamantes. Ricardo II tenía un gabán, valorado en treinta mil marcos, que estaba recubierto de balajes, rubíes de color morado. Hall describía a Enrique VIII, de camino hacia la Torre de Londres antes de su coronación, con «una veste recamada en oro, el jubón bordado con diamantes y otras piedras preciosas y, en torno al cuello, un gran collar de grandes balajes». Los favoritos de Jacobo I llevaban pendientes hechos de esmeraldas montadas en filigrana de oro. Eduardo II dio a Piers Gaveston una armadura de oro rojo tachonada de jacintos, un collar de rosas de oro con turquesas y un gorro parsemé de perlas. Enrique II utilizaba guantes enjoyados que le llegaban hasta el codo, y poseía un guante de cetrería adornado de doce rubíes y cincuenta y dos grandes perlas de Oriente. Del sombrero ducal de Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de su estirpe, tachonado de zafiros, colgaban perlas con forma de pera.

¡Cuán exquisita era la vida en otros tiempos! ¡Qué magnificencia en la pompa y en la ornamentación! La simple lectura de lo que fue el lujo de antaño maravillaba.

Dorian Gray se interesó más adelante por los bordados y los tapices que hacían oficio de frescos en las frías salas de las naciones septentrionales de Europa. Mientras investigaba el tema -y siempre tuvo la extraordinaria facultad de sumergirse por completo, llegado el momento, en el tema que abordaba- casi le entristeció reflexionar sobre los destrozos que el Tiempo causa en todo lo que es hermoso y extraordinario. Él, al menos, había escapado a aquella condena. Los veranos se sucedían, los junquillos dorados habían florecido y muerto muchas veces, y noches de horror repetían la historia de su infamia, pero Dorian seguía siempre igual. El invierno no estropeaba su tez ni marchitaba el esplendor de su juventud. ¡Bien distinto era lo que sucedía con las cosas materiales! ¿Qué se había hecho de ellas? ¿Dónde estaba el gran manto, de color azafrán, tejido por morenas doncellas para complacer a Atenea, por el que los dioses habían luchado contra los gigantes? ¿Dónde estaba el inmenso velarium que Nerón extendiera sobre el Coliseo romano, aquella titánica vela morada en la que estaba representado el cielo estrellado, y Apolo conduciendo un carro tirado por blancos corceles con riendas de oro? Dorian anhelaba ver las curiosas servilletas confeccionadas para el Sacerdote dei Sol, en las que se habían representado todas las golosinas y viandas que pudieran desearse para un festín; el paño mortuorio del rey Chilperico, con sus trescientas abejas doradas; las extravagantes túnicas que despertaron la indignación del obispo del Ponto, donde estaban representados «leones; panteras, osos, perros, bosques, rocas, cazadores: todo lo que, de hecho, un pintor puede copiar de la naturaleza»; y el jubón que vistiera en cierta ocasión Carlos de Orleans, en cuyas mangas se había bordado la letra de una canción que empezaba con «Madame, je suis tout joyeux», en hilo de oro el acompañamiento musical de las palabras, y cada nota, de forma cuadrada en aquellos tiempos, formada por cuatro perlas. También supo Dorian Gray de la habitación que se preparó en el palacio de Reims para albergar a la reina Juana de Borgoña, decorada con «mil trescientos veintiún loros adornados con las armas reales, y quinientas sesenta y una mariposas, cuyas alas lucían, de manera similar, las armas de la reina, todo el conjunto trabajado en oro». Catalina de Médicis se hizo preparar un lecho fúnebre de terciopelo negro tachonado de medias lunas y soles. Sus cortinas eran de damasco, adornadas con frondosas coronas y guirnaldas sobre un fondo de oro y plata, los bordes decorados con bordados de perlas, que se colocó en una estancia de cuyo techo colgaban hileras de divisas de la reina en terciopelo negro sobre paño de plata. Luis XIV tenía, en sus apartamentos, cariátides bordadas en oro de quince pies de altura. El lecho de gala de Juan III Sobieski, rey de Polonia, estaba hecho de brocado de oro de Esmirna en el que se habían escrito con turquesas versículos del Corán. Los apoyos eran de plata dorada, bellamente cincelados, y profusamente adornados con medallones esmaltados y enjoyados. Se trataba de un botín de guerra, tomado del campamento turco durante el sitio de Viena, y el estandarte de Mahoma había flotado al viento bajo los vibrantes dorados de su baldaquín.

Y así, durante todo un año, Dorian se esforzó por acumular los ejemplares más exquisitos de tejidos y bordados: delicadas muselinas de Delhi, exquisitamente trabajadas con adornos de palmas en hilo de oro y tachonadas con alas de escarabajos irisados; gasas de Dacca, a las que, dada su transparencia, se conocen en Oriente como «aire tejido» y «agua corriente», y también como «rocío nocturno»; telas de Java con extrañas figuras; tapices amarillos muy refinados procedentes de China; libros encuadernados en satén leonado o bellas sedas azules, y adornados con flores de lis, pájaros e imágenes; velos de lacis tejidos con punto de Hungría; brocados sicilianos y tiesos terciopelos españoles; telas georgianas con sus monedas doradas, y fukusas japonesas con sus dorados de tonos verdes y sus aves de maravilloso plumaje.

35
{"b":"99947","o":1}