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– Entonces, Sylvie -dijo con suavidad-, la señora Tanner salió ayer del hotel, por la mañana temprano, ¿no es así?

La chica hizo un gesto afirmativo.

– ¿Dijo que iba a volver hoy? Sólo quiero aclarar este punto.

– Oui.

– Después de eso no ha dicho nada. No ha llamado por teléfono ni nada.

Ella sacudió la cabeza.

– Bien. Ahora vamos a ver, ¿hay alguna cosa que puedas indicarnos? Por ejemplo, ¿la ha visitado alguien desde su llegada al hotel?

La chica dudó.

– Ayer por la mañana, muy temprano, vino una mujer con un mensaje.

Noubel no pudo reprimir un sobresalto.

– ¿A qué hora?

Moureau le indicó con un gesto que permaneciera callado.

– Cuando dices «temprano», ¿qué quieres decir, Sylvie?

– Mi turno empezaba a las seis. No pudo ser mucho más tarde.

– ¿La señora Tanner la conocía? ¿Era una amiga suya?

– No lo sé. Creo que no. Parecía sorprendida.

– Eso es muy útil, Sylvie -prosiguió Moureau-. ¿Podrías decirnos por qué te pareció sorprendida?

– La mujer vino a pedirle a la señora Tanner que fuera a encontrarse con alguien en el cementerio. Parecía un sitio muy raro para reunirse.

– ¿Para reunirse con quién? -preguntó Noubel-. ¿Oíste algún nombre?

Con expresión cada vez más aterrada, Sylvie negó con la cabeza.

– Ni siquiera sé si acudió a la cita.

– No importa. Lo estás haciendo muy bien. ¿Alguna otra cosa que recuerdes?

– Le había llegado una carta.

– ¿Por correo o entregada en mano?

– También hubo todo ese lío con el cambio de habitaciones… -dijo otra voz desde el fondo.

Sylvie se volvió y fulminó con la mirada a un chico que estaba medio oculto por una pila de cajas de cartón.

– ¡Te voy a…!

– ¿Qué lío con qué habitaciones? -la interrumpió Noubel.

– Yo no estaba -dijo Sylvie empecinadamente.

– Pero aun así, seguramente sabrás qué pasó.

– La señora Tanner dijo que alguien había entrado en su habitación. El miércoles por la noche. Pidió que le diéramos otra.

Noubel tensó los músculos. De inmediato, se dirigió hacia el fondo.

– Entonces todos habréis tenido que trabajar mucho más… -prosiguió en tono amable Moureau, para mantener ocupada a Sylvie.

Siguiendo el olor de la cocina, Noubel dio fácilmente con el chico.

– ¿Estabas aquí el miércoles por la noche?

El muchacho sonrió con arrogancia.

– Trabajando en el bar.

– ¿Viste algo?

– Vi a una mujer que salió por la puerta como una exhalación, persiguiendo a un tipo. Después me enteré de que era la señora Tanner.

– ¿Pudiste ver al hombre?

– No mucho. Me fijé más en ella.

Noubel sacó las fotografías que llevaba en el bolsillo de la cazadora y se las enseñó.

– ¿Reconoces a alguno de estos dos?

– A éste lo he visto antes. Bien vestido, sin aspecto de turista. Destacaba bastante. Estuvo un buen rato por aquí el martes, o quizá el miércoles. No puedo decírselo con certeza.

Cuando Noubel regresó a la recepción, Moureau había conseguido que Sylvie sonriera.

– Ha reconocido a Domingo. Dice que lo ha visto en el hotel.

– Eso no significa que fuera el que entró en la habitación -murmuró Moureau.

Noubel puso las fotos sobre el mostrador, delante de Sylvie.

– ¿Alguna de estas caras te resulta conocida?

– No -dijo, sacudiendo la cabeza-, aunque… -Dudó y finalmente señaló la fotografía de Domingo-. La mujer que preguntó por la señora Tanner se parecía bastante a éste.

Noubel cruzó una mirada con Moureau.

– ¿Una hermana?

– Mandaré que lo investiguen.

– Voy a tener que pedirte que nos dejes entrar en la habitación de la señora Tanner -dijo Noubel.

– ¡Imposible! ¡No puedo hacerlo!

Moureau venció sus objeciones.

– Sólo serán cinco minutos. Así será mucho más fácil, Sylvie. Si tenemos que esperar a que el director dé su permiso, entonces volveremos con un equipo completo de registro y será mucho más molesto para todos.

Sylvie descolgó una llave de uno de los ganchos y, con expresión retraída y nerviosa, los condujo a la habitación de Alice.

Las ventanas y cortinas estaban cerradas y el ambiente resultaba sofocante, pero la cama estaba pulcramente hecha y una rápida inspección del cuarto de baño reveló que había toallas limpias en el toallero y vasos nuevos en la repisa.

– Aquí no ha entrado nadie desde que pasó la señora de la limpieza ayer por la mañana -masculló Noubel.

En el baño no había efectos personales.

– ¿Ves algo? -preguntó Moureau.

Noubel sacudió la cabeza mientras se dirigía al armario. Allí encontró la maleta de Alice, hecha

– Por lo visto, no deshizo la maleta cuando se cambió de habitación. Obviamente, llevará encima el pasaporte, el teléfono y lo más necesario -dijo, mientras pasaba la mano por debajo del colchón. Con un pañuelo en la mano, abrió el cajón de la mesilla de noche, donde encontró un envase de píldoras para el dolor de cabeza y el libro de Audric Baillard.

– Moureau -dijo en tono neutro. Mientras le pasaba el libro, un trozo de papel que había entre las páginas cayó revoloteando al suelo.

– ¿Qué es?

Noubel lo recogió y frunció el ceño, tendiéndoselo para que lo viera.

– ¿Algún problema? -preguntó Moureau.

– Es la letra de Yves Biau -dijo-. Y el número es de Chartres.

Sacó su teléfono para llamar, pero éste sonó antes de que hubiera terminado de marcar.

– Aquí Noubel -contestó bruscamente. Los ojos de Moureau estaban fijos en él-. ¡Una noticia excelente, señor! Sí. Ahora mismo.

Colgó.

– Tenemos la orden de registro -dijo, dirigiéndose a la puerta-. Antes de lo previsto.

– ¿Qué esperabas? -dijo Moureau-. El hombre está preocupado.

CAPÍTULO 67

Nos sentamos fuera? -sugirió Audric-. Al menos mientras no haga mucho calor.

– Me encantaría -respondió Alice, saliendo tras él de la casita. Se sentía como en un sueño. Todo parecía ocurrir en cámara lenta. La vastedad de las montañas, la inmensidad del cielo, los movimientos lentos y estudiados de Baillard…

Alice sintió que la confusión y la tensión de los días anteriores la abandonaban.

– Esto le hará bien -dijo él con su voz amable, deteniéndose junto a un montículo tapizado de hierba. Baillard se sentó en él, con sus largas piernas flacas estiradas hacia adelante, como un niño.

Alice dudó un momento, pero luego se sentó a sus pies. Apoyó el mentón en las rodillas y se rodeó las piernas con los brazos; entonces vio que él volvía a sonreír.

– ¿Qué pasa? -preguntó, repentinamente incómoda por su mirada.

Audric se limitó a menear la cabeza.

– Los ressons, los ecos. Perdóneme, donaisela Tanner. Tendrá que disculpar las tonterías de un viejo.

Alice no sabía por qué sonreía tanto; sólo sabía que la hacía feliz verlo sonreír.

– No me trate de usted, por favor. Llámeme Alice. Donaisela suena demasiado formal.

Él inclinó la cabeza.

– Como quieras.

– Usted habla occitano y francés, ¿no?

– Las dos lenguas, sí.

– ¿También otras?

El anciano sonrió con humildad.

– Inglés, árabe, español, hebreo… Las historias se transfiguran, cambian de carácter y asumen diferentes colores, según la lengua empleada para contarlas. Pueden volverse más serias, más divertidas, más melodiosas… Aquí, en esta parte de lo que hoy llaman Francia, la langue d’òc era la lengua de los que poblaban estas tierras. La langue d’oïl, precursora del francés moderno, era el idioma de los invasores. Ese tipo de elecciones dividen a la gente. -Hizo un amplio gesto con las manos-. Pero no es eso lo que has venido a oír, ¿verdad? Quieres hablar de personas y no de teorías, ¿no es así?

Fue el turno de Alice de sonreír.

– He leído uno de sus libros, monsieur Baillard, uno que encontré en casa de mi tía, en Sallèles d’Aude.

El anciano hizo un gesto afirmativo.

– Un lugar bellísimo. El canal de Jonction. Limas y pinos sombrilla sobre las riberas. -Hizo una pausa-. Al cabecilla de la Cruzada, Arnald-Amalric, le fue concedida una casa en Sallèles, ¿lo sabías? También una en Carcassona y otra en Besièrs.

– No -dijo ella, sacudiendo la cabeza-. Antes ha dicho que Alaïs no había muerto antes de que le llegara su hora. Ella… ¿sobrevivió a la caída de Carcasona?

Alice se sorprendió al sentir que su corazón se aceleraba.

Baillard asintió.

– Alaïs salió de Carcassona en compañía de un niño, Sajhë, nieto de una de las personas que custodiaban la Trilogía del Laberinto.

Levantó la vista, para ver si ella lo seguía, y prosiguió cuando ella le indicó con un gesto que así era.

– Venían hacia aquí -dijo-. En la antigua lengua, Los Seres significa «las sierras», las crestas de las montañas.

– ¿Por qué aquí?

– Porque aquí los esperaba el Navigatairé, la principal autoridad de la Noublesso de los Seres, la sociedad a la cual el padre de Alaïs y la abuela de Sajhë habían jurado obediencia. Como Alaïs temía que los persiguieran, siguieron una ruta indirecta, encaminándose primero hacia Fanjeaux, después al sur, por Puivert y Lavelanet, y finalmente otra vez hacia el oeste, en dirección a los montes Sabarthès.

»Con la caída de Carcassona, había soldados por todas partes. Invadieron nuestros campos como ratas. También había bandoleros que acosaban sin piedad a los refugiados. Alaïs y Sajhë viajaban en las primeras horas de la mañana y por la noche, y durante el día buscaban reparo del sol ardiente. Fue un verano particularmente caluroso, por lo que dormían a la intemperie cuando caía la noche. Se alimentaban de nueces, bayas, frutos y todo lo que podían encontrar en el bosque. Alaïs evitaba los pueblos, excepto cuando tenía la certeza de encontrar un refugio seguro.

– ¿Cómo sabían adonde ir? -preguntó Alice, recordando su propio viaje, tan sólo unas horas antes.

– Sajhë tenía un mapa, que le había dado…

Su voz se quebró. Sin saber por qué, Alice cogió una de sus manos entre las suyas. El gesto pareció reconfortarlo.

– Avanzaron mucho -prosiguió-, y llegaron a Los Seres poco antes de la fiesta de Sant Miquel, a finales de septiembre, cuando la tierra comenzaba a teñirse de oro. Aquí, en las montañas, el aire ya olía a otoño y tierra húmeda. Sobre los campos flotaba el humo de los rastrojos quemados. Era un mundo nuevo para ellos, que habían crecido entre las sombras de los callejones y los atestados mercados de Carcassona. Tanta luz. Un vasto cielo que parecía extenderse y llegar hasta el reino celestial. -Hizo una pausa contemplando el paisaje que tenía delante-. ¿Lo entiendes?

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