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Los defensores lucharon con bravura, pero el enemigo los centuplicaba en número. Como una marea que se abatiera sobre la costa, los cruzados cayeron sobre las murallas abriendo brechas y derribando tramos enteros de fortificaciones.

Trencavel y sus chavalièrs lucharon denodadamente para conservar el control del río, pero en vano. El vizconde ordenó la retirada.

Cuando aún resonaba el eco de los gritos triunfales de los franceses, los pesados paños de la puerta de Rodez se abrieron para que los supervivientes pudieran entrar en la Cité. Mientras el vizconde Trencavel marchaba delante de la fila que formaban por las calles sus soldados derrotados, de regreso al Château Comtal, Alaïs contemplaba con horror, desde lo alto, la escena de devastación y destrucción a sus pies. Había visto la muerte muchas veces, pero nunca a tan gran escala. Se sentía contaminada por la realidad de la guerra, por la insensata pérdida que suponía.

También se sentía defraudada. Acababa de comprender que los cantares de gesta que tanto la habían entusiasmado en su infancia eran mentira. En la guerra no había nobleza. Sólo sufrimiento.

Alaïs bajó de las almenas a la plaza de armas y allí, rezando por ver a Guilhelm, se reunió con las otras mujeres que esperaban junto a la puerta.

«Haz que regrese sano y salvo.»

Por fin se oyó un ruido de cascos sobre el puente. Alaïs lo vio en seguida y su espíritu echó a volar. Traía la cara y la armadura manchadas de sangre y ceniza, y sus ojos reflejaban la ferocidad de la batalla, pero estaba indemne.

– Vuestro esposo ha luchado valerosamente, dòmna Alaïs -le dijo el vizconde Trencavel, al reconocerla entre la multitud-. Ha segado muchas vidas y ha salvado muchas más. Hemos de agradecer su habilidad y su coraje.

Alaïs se sonrojó.

– Decidme -prosiguió el vizconde-, ¿dónde está vuestro padre?

La joven señaló la esquina noroccidental de la plaza de armas.

– Vimos la batalla desde las almenas, messer.

Guilhelm acababa de desmontar y le había entregado las riendas a su escudero.

Alaïs se le acercó tímidamente, sin saber cuál sería su acogida.

– Messer.

Él cogió su pálida mano y se la llevó a los labios.

– Han herido a Tièrry -dijo con voz sombría-. Ya lo traen. Está muy mal.

– Cuánto lo siento, messer.

– Somos como hermanos -prosiguió él-. También Alzeu. Nacimos con tan sólo un mes de diferencia. Siempre nos hemos apoyado; trabajamos juntos para pagar nuestras cotas de malla y nuestras espadas. Fuimos bautizados la misma Pascua.

– Lo sé -replicó ella suavemente, bajando la cabeza de él hacia la suya-. Ven, deja que te ayude. Después haré lo que pueda por Tièrry.

Vio que en sus ojos relucían las lágrimas, y se apartó rápidamente, porque sabía que él no quería que lo viera llorar.

– Vamos, Guilhelm -dijo ella con dulzura-. Llévame a donde está Tièrry.

Habían llevado a Tièrry a la Gran Sala, con todos los otros que estaban graves. Los heridos y agonizantes yacían alineados de tres en tres, a lo largo de toda la estancia. Alaïs y las otras mujeres hacían lo que podían. Con el pelo recogido en una trenza sobre el hombro, Alaïs parecía una chiquilla.

Con el paso de las horas, el aire en el recinto cerrado se fue volviendo más corrupto y las moscas, más persistentes. La mayor parte del tiempo, Alaïs y las otras mujeres trabajaban en silencio y con firme determinación, sabiendo que la pausa antes de que se repitiera el asalto sería breve. Varios clérigos pasaban entre las filas de soldados heridos y agonizantes, oyendo sus confesiones y dándoles la extremaunción. Disimulados bajo sotanas oscuras, dos parfaits administraban el consolament a los fieles cátaros.

Las heridas de Tièrry eran graves. Había recibido varios golpes. Tenía el tobillo roto y una lanza le había penetrado en el muslo, astillándole el hueso dentro de la pierna. Alaïs sabía que había perdido demasiada sangre, pero pensando en Guilhelm hizo cuanto pudo. Calentó con cera una decocción de hojas y raíces de consuelda y la aplicó a modo de cataplasma en cuanto se hubo enfriado.

Dejando a Guilhelm con él, Alaïs concentró su atención en los que tenían más esperanzas de sanar. Disolvió raíz de angélica en polvo en agua de cardo mariano y, con la ayuda de los chicos de las cocinas, que transportaban la medicina en cubos, la fue administrando a cucharadas a todos los que estaban en condiciones de tragar. Si conseguía mantenerles pura la sangre y evitar que se les infectaran las heridas, entonces quizá se recuperaran.

Alaïs volvía junto a Tièrry siempre que podía, para cambiarle las cataplasmas, aunque era evidente que no había esperanzas. Había perdido el conocimiento y su tez había adquirido el tono pálido y azulado de la muerte. La joven apoyó una mano sobre el hombro de Guilhelm.

– Lo siento -susurró-. No le queda mucho tiempo.

Guilhelm se limitó a asentir con la cabeza.

Alaïs se encaminó hasta el otro extremo de la sala. A su paso, un joven chavalièr, sólo un poco mayor que ella, la llamó. Ella se detuvo y se arrodilló a su lado. Tenía la cara de niño desfigurada por el dolor y el desconcierto; sus labios estaban agrietados, y sus ojos, que alguna vez habían sido castaños, parecían torturados por el miedo.

– Chissst -lo hizo callar ella-. ¿No tenéis a nadie?

Él intentó sacudir la cabeza. Alaïs le acarició la frente con la mano y levantó la manta que le cubría el brazo del escudo. De inmediato, la dejó caer. El muchacho tenía el hombro aplastado. Fragmentos de hueso blanco sobresalían a través de la piel desgarrada, como un pecio que la marea hubiese abandonado en la playa. Tenía una herida como una boca abierta en un costado. La sangre manaba de ella sin cesar, formando un charco a su alrededor.

Su mano derecha estaba petrificada sobre la empuñadura de la espada. Alaïs intentó soltársela, pero los dedos, rígidos, se resistieron. La joven arrancó un trozo de tela de su propia falda, para taponar la profunda herida. De un frasco que llevaba en el bolso, sacó tintura de valeriana y echó dos gotas en los labios del muchacho para aliviarle el tránsito. No podía hacer nada más.

La muerte era desconsiderada. Llegaba lentamente. Poco a poco, sus jadeos se fueron volviendo más sonoros y su respiración, más trabajosa. A medida que sus ojos se apagaban, su terror fue en aumento y se puso a gritar. Alaïs se quedó a su lado, entonando una canción y acariciándole la frente, hasta que el alma abandonó el cuerpo.

– Que Dios acoja tu espíritu -murmuró, cerrándole los ojos. Le cubrió la cara y pasó al siguiente.

Alaïs trabajó todo el día, administrando ungüentos y vendando heridas, hasta que los ojos le dolieron y las manos le quedaron veteadas de roja sangre. Al final del día, haces de luz crepuscular penetraron por las altas ventanas de la Gran Sala. Los muertos habían sido retirados. Los vivos estaban tan confortables como lo permitían sus heridas.

La joven estaba exhausta, pero el recuerdo de la noche anterior y la esperanza de yacer una vez más en brazos de Guilhelm la sostenían. Le dolían los huesos y tenía la espalda entumecida de tanto inclinarse y agacharse, pero ya nada parecía importar.

Aprovechando el frenesí de actividad en el resto del castillo, Oriane se escabulló hacia sus aposentos para esperar a su informante.

– Ya era hora -dijo secamente-. Decidme lo que hayáis averiguado.

– El judío murió antes de que pudiéramos sacarle nada, pero mi señor cree que ya le había confiado el libro a vuestro padre.

Oriane esbozó una media sonrisa, pero no dijo nada. No le había revelado a nadie lo que había encontrado cosido en la capa de Alaïs.

– ¿Qué hay de Esclarmonda de Servian?

– Fue valiente, pero al final confesó dónde estaba el libro.

Los ojos verdes de Oriane lanzaron un destello.

– ¿Lo tenéis?

– Aún no.

– Pero ¿está aquí, en la Ciutat ? ¿Evreux lo sabe?

– Confía en que vos, dòmna, le proporcionéis esa información.

Oriane reflexionó un momento.

– ¿Están muertos la vieja y el chico? ¿No interferirá ella en nuestros planes? No podemos permitir que hable con mi padre.

El hombre sonrió, apretando los labios.

– La mujer está muerta. El chico se nos ha escapado, pero no creo que pueda hacer mucho daño. En cuanto lo encuentre, lo mataremos.

Oriane hizo un gesto de aprobación.

– ¿Le habéis hablado al señor de Evreux acerca de mi… interés?

– Así es, dòmna. Se siente honrado de que os ofrezcáis a prestar ayuda de ese modo.

– ¿Y qué hay de mis condiciones? ¿Lo dispondrá todo para que pueda salir sana y salva de la Ciutat ?

– Sí, dòmna, siempre que le entreguéis los libros.

Oriane se incorporó y se puso a ir y venir por la habitación.

– Bien, todo está muy bien. ¿Y os ocuparéis de mi marido?

– Si me indicáis dónde estará a la hora señalada, dòmna, entonces será fácil hacerlo. -Hizo una pausa-. Sin embargo, será un poco más caro que antes. Los riesgos son mucho mayores, incluso en estos tiempos agitados. El escribano del vizconde Trencavel, un hombre de buena posición…

– Lo entiendo perfectamente -replicó ella con frialdad-. ¿Cuánto?

– El triple de lo abonado por Raolf -respondió él.

– ¡Imposible! -reaccionó ella de inmediato-. ¿De dónde voy a sacar yo tanto oro?

– En cualquier caso, dòmna, ése es mi precio.

– ¿Y el libro?

Esta vez, su sonrisa fue completa.

– El libro es objeto de una negociación independiente, dòmna -contestó.

CAPÍTULO 57

El bombardeo se reanudó y siguió por la noche: un continuo retumbar de bolas de acero, rocas y peñascos, que levantaban nubes de polvo cada vez que daban en el blanco.

Desde su ventana, Alaïs pudo ver que las casas del llano habían sido reducidas a humeantes escombros. Una nube malsana flotaba sobre las copas de los árboles, como una negra neblina que hubiese quedado prendida de las ramas. Algunos de los pobladores habían atravesado los terrenos arrasados de Sant-Vicens y, desde allí, habían buscado refugio en la Cité. Pero la mayoría habían sido alcanzados y muertos mientras huían.

En la capilla, los cirios ardían sobre el altar.

Al alba del martes cuatro de agosto, el vizconde Trencavel y Bertran Pelletier subieron una vez más a las almenas.

El campamento francés estaba envuelto en la niebla matutina que subía del río. Tiendas, corrales, animales, pabellones, toda una ciudad parecía haber echado raíces. Pelletier levantó la vista. Se anunciaba otro día ferozmente caluroso. La pérdida del río en una fase tan temprana del asedio era devastadora Sin agua, no podrían resistir mucho tiempo. La sed los derrotaría, aunque no pudieran hacerlo los franceses.

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