Литмир - Электронная Библиотека

– ¿Cuándo crees que llegará el grueso del ejército?

– Es difícil decirlo con certeza -respondió el senescal-. Unas fuerzas tan numerosas viajan con lentitud, el calor las retrasa…

– Retrasarlas, sí -dijo el vizconde-, pero no las detiene.

– Estamos listos para recibir al enemigo, messer. La Ciutat está bien abastecida. Hemos abierto fosos para proteger nuestras murallas de sus zapadores; todas las brechas y puntos débiles han sido reparados y bloqueados; todas las torres están vigiladas. -Pelletier hizo un amplio gesto con la mano-. Hemos cortado las sogas que retenían en su sitio las aceñas en el río y hemos quemado las cosechas. Los franceses encontrarán muy pocas provisiones en los alrededores.

Con los ojos centelleantes, Trencavel se volvió de pronto hacia Cabaret.

– Ensillemos nuestros caballos y hagamos una incursión. Antes de que caiga la tarde y el sol se esconda, saquemos a cuatrocientos de nuestros mejores hombres, a los más hábiles con la lanza y la espada, y expulsemos a los franceses de nuestras laderas. No esperan que les presentemos batalla. ¿Qué me decís?

Pelletier compartía su deseo de ser el primero en atacar, pero sabía que habría sido un acto de suprema demencia.

– Hay batallones en las llanuras, messer. Hay routiers, pequeños contingentes de la avanzadilla…

Pierre-Roger de Cabaret era de la misma opinión.

– No sacrifiquéis a vuestros hombres, Raymond.

– Pero si pudiésemos asestar el primer golpe…

– Nos hemos preparado para un asedio, messer, no para presentar batalla en campo abierto. La guarnición es poderosa. Los chavalièrs más animosos y experimentados están aquí, esperando la ocasión de demostrar su valía…

– ¿Pero? -suspiró Trencavel.

– Pero su sacrificio sería inútil -contestó Cabaret con firmeza.

– Vuestros hombres confían en vos y os aman -dijo Pelletier-. Están dispuestos a dar su vida por vos, si es necesario. Pero debemos esperar. Que sean ellos quienes nos traigan la batalla.

– Me temo que mi orgullo nos ha empujado a esta situación -murmuró el vizconde-. No sé por qué, pero no esperaba que todo sucediera tan pronto. -Sonrió-. ¿Recuerdas, Bertran, cuando mi madre llenaba el castillo de danzas y canciones? Todos los grandes trovadores y juglares venían a actuar para ella: Aiméric de Pegulham, Arnaut de Carcassès y hasta Guilhelm Fabre y Bernat Alanham de Narbona. Siempre había banquetes y celebraciones…

– He oído que la vuestra era la mejor corte de todo el Pays d’Òc -dijo Cabaret, apoyando una mano sobre el hombro de su señor-. Y volverá a serlo.

Las campanas callaron. Todas las miradas se dirigían al vizconde Trencavel.

Cuando éste habló, Pelletier se enorgulleció al comprobar que todo rastro de vacilación había desaparecido de la voz de su señor. Ya no era un chico recordando su infancia, sino un capitán en vísperas de la batalla.

– Bertran, ordena que cierren las poternas y bloqueen las puertas, y convoca al donjon al comandante de la guarnición. Cuando vengan los franceses, los estaremos esperando.

– Quizá debiéramos enviar refuerzos a Sant-Vicens, messer -sugirió Cabaret-. Cuando la Hueste ataque, empezará por allí, y no podemos permitirnos perder el acceso al río.

Trencavel hizo un gesto de aprobación.

Cuando los otros se hubieron marchado, Pelletier se demoró un momento, contemplando el paisaje como si quisiera grabarlo en su mente.

Al norte, los muros de Sant-Vicens eran bajos y estaban defendidos por unas pocas torres dispersas. Si el invasor penetraba por esos suburbios, podría ponerse a tiro de flecha de las murallas de la Cité, a cubierto de las casas.

El suburbio meridional, el de Sant Miquel, resistiría un poco más.

Era cierto que Carcasona estaba lista para el asedio. Había comida en abundancia -pan, queso, judías- y cabras para la leche. Pero había demasiada gente entre sus murallas y a Pelletier le preocupaba el suministro de agua. Por orden suya, todas las fuentes estaban vigiladas y se había instaurado el racionamiento.

Mientras salía de la torre Pinta a la plaza de armas, se sorprendió pensando una vez más en Simeón. En dos ocasiones había enviado a François a la judería en busca de noticias suyas y las dos veces su criado había regresado sin haber averiguado nada. La angustia de Pelletier aumentaba día a día.

Tras echar un rápido vistazo a los establos, decidió que podía ausentarse un par de horas. Se dirigió a las cuadras.

Pelletier siguió la ruta más directa por la llanura y a través del bosque, perfectamente consciente de la Hueste acampada a lo lejos.

Aunque la judería estaba atestada y había gente en la calle, reinaba un silencio antinatural. Había miedo y aprensión en todas las caras, jóvenes o viejas. Todos sabían que pronto comenzaría la lucha. Mientras Pelletier cabalgaba por las estrechas callejuelas, niños y mujeres lo contemplaban con ojos llenos de angustia, buscando un indicio de esperanza en su rostro. Pero él no tenía nada que ofrecerles.

Nadie tenía noticias de Simeón. No le fue difícil encontrar su casa, pero la puerta estaba atrancada Se bajó del caballo y llamó a la puerta de la casa de enfrente

– Busco a un hombre llamado Simeón -dijo, cuando una mujer se asomó temerosa a la puerta-. ¿Sabes de quién hablo?

La mujer asintió con la cabeza

– Vino con los otros de Besièrs.

– ¿Recuerdas cuándo lo viste por última vez?

– Hace unos días, antes de recibir las malas noticias de Besièrs. Salió para Carcassona. Un hombre vino a buscarlo.

Pelletier frunció el ceño.

– ¿Cómo era ese hombre?

– Un criado de buena casa. Pelirrojo -dijo la mujer, arrugando la nariz-. Simeón parecía conocerlo.

El desconcierto de Pelletier no hizo más que aumentar. Parecía una descripción de François. Pero ¿cómo era posible? Su criado había dicho que no había encontrado a Simeón.

– Ésa fue la última vez que lo vi.

– ¿Me estás diciendo que Simeón no volvió de Carcassona?

– Si tiene algo de sentido común, se habrá quedado allí. Estará más seguro que aquí.

– ¿Es posible que Simeón haya regresado sin que tú lo vieras? -preguntó él con desesperación-. Tal vez estuvieras durmiendo, o quizá no lo hayas oído.

– Miradlo vos mismo, messer -replicó ella, señalando la casa del otro lado de la calle-. Vedlo con vuestros ojos. Vòga. Vacía.

CAPITULO 50

Oriane recorrió de puntillas el pasillo hasta la habitación de su hermana.

– ¡Alaïs!

Guiranda le había asegurado que su hermana estaba otra vez en los aposentos de su padre, pero prefería actuar con cautela.

– Seror? ¿Hermana?

Al no obtener respuesta, Oriane abrió la puerta y entró.

Con la destreza de un ladrón, comenzó a registrar rápidamente las pertenencias de Alaïs: frascos, jarras y cuencos, el arcón de la ropa y los cajones llenos de paños, perfumes y hierbas de dulce aroma. Golpeó las almohadas y encontró la bolsa de lavanda, que no le pareció interesante. Después buscó por encima y por debajo de la cama, pero sólo encontró insectos muertos y telarañas.

Al volverse hacia la habitación, reparó en la pesada capa marrón de caza, apoyada sobre el respaldo de la silla donde Alaïs solía coser. Los hilos y agujas de su hermana estaban dispersos alrededor. Oriane sintió un chispazo de emoción. ¿Por qué una capa de invierno, en esa época del año? ¿Por qué se ocupaba la propia Alaïs de remendar su ropa?

Recogió la prenda e inmediatamente notó algo extraño. Estaba torcida y caía más de un lado que del otro. Oriane levantó una esquina y vio que tenía algo cosido por dentro.

Apresuradamente, deshizo la costura, deslizó hacia dentro los dedos y extrajo un objeto pequeño y rectangular, envuelto en un lienzo.

Estaba a punto de examinarlo, cuando la sorprendió un ruido en el pasillo, fuera de la habitación. Veloz como el rayo, Oriane ocultó el paquete bajo su vestido y volvió a dejar la capa sobre el respaldo de la silla.

Una mano se posó pesadamente sobre su hombro. Oriane se sobresaltó.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -dijo una voz masculina.

– ¡Guilhelm! -jadeó ella-. ¡Me has asustado!

– ¿Qué estás haciendo en la alcoba de mi esposa, Oriane?

Oriane levantó la barbilla.

– Yo podría hacerte a ti la misma pregunta.

En la estancia cada vez más oscura, vio que la expresión de él se ensombrecía y supo que había dado en el blanco.

– Yo tengo todo el derecho a estar aquí; en cambio tú… -Miró la capa y luego una vez más su cara-. ¿Qué estás haciendo?

Ella sostuvo su mirada.

– Nada que te incumba.

Guilhelm cerró la puerta con un golpe del talón.

– ¡Estáis excediendo todos los límites, dòmna ! -exclamó él, agarrándola por la muñeca.

– No seas tonto, Guilhelm -dijo ella en voz baja-. Abre la puerta. Sería una desgracia para los dos que alguien llegase y nos encontrase juntos.

– No juegues conmigo, Oriane. No tengo ánimos para juegos. No pienso dejarte ir a menos que me digas qué has venido a hacer aquí. ¿Te ha enviado él?

Oriane lo miró, sinceramente confusa.

– No sé de qué me hablas, Guilhelm. Créeme.

Los dedos de él se hundieron en su carne.

– Creías que no iba a enterarme, ¿eh? Pues os he visto juntos.

Una sensación de alivio inundó a Oriane. Ahora comprendía el motivo de su irritación. Si Guilhelm no había reconocido a su compañero, aún podía aprovechar el malentendido en su beneficio.

– Dejadme ir -dijo ella, intentando soltarse-. Recordaréis, messer, que fuisteis vos quien dijo que ya no debíamos vernos. -Se echó atrás el pelo negro y lo miró con ojos centelleantes-. Si busco consuelo en otros brazos, no es asunto vuestro. No tenéis ningún derecho sobre mí.

– ¿Quién es él?

Oriane pensó con rapidez. Necesitaba un nombre convincente.

– Antes de decíroslo, prometedme que no haréis ninguna locura -le suplicó, intentando ganar tiempo.

– En este momento, dòmna, no estáis en situación de poner condiciones.

– Entonces vayamos al menos a otro sitio: a mis aposentos, a la plaza de armas, a cualquier parte fuera de aquí. Si vuelve Alaïs…

Por la expresión de su rostro, Oriane comprendió que había acertado. El mayor temor de Guilhelm en ese instante era que Alaïs descubriera su infidelidad.

73
{"b":"98885","o":1}