Al salir, Karen se detuvo delante de la mesa de su secretaria.
– Dominique -le dijo-, ¿puedes buscarme el número de la parcela de cementerio de madame Tanner? En el cementerio de la Cité… Gracias.
– ¿Inusual? ¿En qué sentido? -preguntó Alice.
– Madame Tanner no fue sepultada en Sallèles d Aude, sino aquí, en Carcasona, en el cementerio que hay al pie de las murallas, en el panteón familiar de una amiga.
Karen cogió la información impresa que le tendía su secretaria, y repasó los datos.
– ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo: Jeanne Giraud, de Carcasona. Pero al parecer, las dos mujeres ni siquiera se conocían. También encontrará la dirección de madame Giraud junto a los datos de la parcela.
– Gracias. Ya la llamaré.
– Dominique le enseñará el camino -sonrió la notaría-. Manténgame al corriente.
Ariège
Paul Authié esperaba que Marie-Cécile aprovechara el viaje al Ariège para continuar la conversación de la noche anterior o para interrogarlo acerca del informe. Pero al margen de algún comentario ocasional, no dijo nada.
En el reducido espacio del coche, era físicamente consciente de ella. Su perfume, el aroma de su piel, le invadía la nariz. Ese día llevaba una blusa tostada sin mangas y pantalones a juego. Unas gafas de sol ocultaban sus ojos, y sus labios y uñas lucían el mismo color rojo quemado.
Authié se arregló los puños de la camisa, lanzando una mirada discreta al reloj. Calculando un par de horas en el yacimiento y el tiempo del viaje de vuelta, era poco probable que estuvieran de regreso en Carcasona mucho antes del crepúsculo. Resultaba irritante.
– ¿Alguna novedad de O’Donnell? -preguntó ella.
Authié se sorprendió al oír sus pensamientos enunciados en voz alta.
– De momento, nada.
– ¿Y el policía? -dijo ella, volviéndose para mirarlo.
– Ha dejado de ser un problema.
– ¿Desde cuándo?
– Desde esta mañana a primera hora
– ¿Le sonsacaron algo más?
Authié sacudió la cabeza.
– Con tal de que no lo relacionen con usted, Paul…
– No lo harán.
Tras unos instantes de silencio, Marie-Cécile preguntó:
– ¿Y la inglesa?
– Llegó a Carcasona ayer por la noche. Tengo a alguien siguiéndola.
– ¿No cree que quizá haya pasado por Toulouse para dejar el anillo o el libro?
– No, a menos que se lo haya dado a alguien dentro del hotel. No recibió ninguna visita. No habló con nadie, ni en la calle ni en la biblioteca.
Llegaron al pico de Soularac poco después de la una. Alrededor del aparcamiento habían levantado una valla de madera y la verja de entrada estaba cerrada a cal y canto. Conforme a lo estipulado, no había nadie trabajando que pudiera presenciar su llegada
Authié abrió la verja y entró con el coche. El yacimiento estaba inusualmente tranquilo después de la agitación del lunes por la tarde. Un aire de soledad parecía haberse adueñado del lugar. Las tiendas estaban recogidas, y los cazos, cacharros y herramientas se alineaban en pulcras filas, cuidadosamente etiquetados.
– ¿Dónde está la entrada?
Authié señaló hacia arriba, donde la cinta del cordón policial aún ondulaba con la brisa.
Sacó una linterna de la guantera. Ascendieron la ladera en silencio, sintiendo el peso del opresivo calor de la tarde. Authié le indicó a Marie-Cécile el peñasco, que todavía yacía derribado, como la cabeza de un ídolo caído, y después la guió en los últimos metros hasta la entrada de la cueva.
– Me gustaría entrar sola -dijo ella, cuando llegaron a la cima.
Authié no dejó traslucir su irritación. Confiaba en que no hubiera nada allí que ella pudiera encontrar. Él mismo había registrado cada centímetro de la cueva. Le entregó la linterna.
– Como quiera -replicó
La siguió con la mirada por el interior del túnel, mientras el haz de luz se volvía cada vez más débil y distante, hasta desvanecerse del todo.
Se apartó de la entrada hasta una distancia donde ella no pudiera oírlo.
Con sólo estar cerca de la cámara, sentía que se encendía su ira Se llevó la mano al crucifijo que llevaba al cuello, como un talismán capaz de protegerlo del mal que anidaba en aquel lugar.
– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo -se persignó. Después esperó a recuperar el ritmo normal de la respiración, antes de llamar a la oficina.
– ¿Tienen algo para mí?
Una mirada de satisfacción iluminó su rostro mientras escuchaba.
– ¿En el hotel? ¿Se hablaron? -Escuchó la respuesta-. Bien. No dejes de seguirla y observa todo lo que haga.
Sonrió y puso fin a la llamada. Algo más que añadir al interrogatorio de O’Donnell.
Su secretaria había averiguado muy poco acerca de Baillard, asombrosamente poco. No tenía coche, ni pasaporte. No figuraba en el censo electoral ni tenía teléfono. No había nada registrado en el sistema. Ni siquiera tenía número de la Seguridad Social. Oficialmente, no existía. Era un hombre sin pasado.
Authié pensó que tal vez era un antiguo miembro de la Noublesso Véritable , que había abandonado sus filas. Su edad, sus antecedentes, su interés por la historia de los cátaros y su conocimiento de los jeroglíficos lo relacionaban con la Trilogía del Laberinto.
Tenía que haber alguna conexión, solamente había que descubrirla. Authié habría destruido la cueva en ese mismo momento, sin un instante de vacilación, de no haber sido porque aún no estaba en posesión de los libros. Era un instrumento de Dios, mediante el cual una herejía cuatro veces milenaria sería barrida por fin de la faz de la Tierra. Actuaría solamente cuando los pergaminos profanos fueran devueltos a la cámara. Entonces entregaría al fuego todo y a todos.
El pensamiento de que sólo le quedaban dos días para encontrar el libro lo espoleó para volver a la acción. Con una expresión de convicción en sus agudos ojos grises, Authié hizo una llamada más.
– Mañana por la mañana -dijo-. Que esté lista.
Audric Baillard era consciente del taconeo de los zapatos marrones de Jeanne sobre el linóleo gris mientras recorrían en silencio los pasillos del hospital de Foix.
Todo lo demás era blanco. La ropa de él, color tiza, los uniformes de los técnicos, su calzado de suela de goma, las paredes, los gráficos, las carpetas… El inspector Noubel, despeinado y con la ropa arrugada, destacaba en medio del ambiente aséptico. Se hubiese dicho que llevaba días sin cambiarse.
Un carrito avanzaba hacia ellos por el pasillo, con las ruedas chirriando penosamente en medio del silencio. Se apartaron para dejarlo pasar. La enfermera que lo empujaba les agradeció la amabilidad con una leve inclinación de la cabeza.
Baillard advirtió que todos trataban a Jeanne con especial deferencia. Su compasión, indudablemente genuina, se mezclaba con la inquietud por los efectos que pudieran tener en ella las malas noticias. Esbozó una sonrisa sombría. Los jóvenes siempre olvidaban que la generación de Jeanne había visto y vivido mucho más que la suya. La guerra, la ocupación, la Resistencia… Los viejos habían luchado y matado, habían visto caer a sus amigos. Estaban endurecidos. Nada los sorprendía, excepto quizá la empecinada capacidad de resistencia del espíritu humano.
Noubel se detuvo delante de una gran puerta blanca. La empujó para abrirla y se apartó para que los otros pasaran primero. Una ráfaga de aire frío y un olor acre a desinfectante salieron a su encuentro. Baillard se quitó el sombrero y se lo apoyó en el pecho.
Para entonces, los aparatos estaban en silencio. En el centro de la habitación estaba la cama, bajo la ventana, con una forma cubierta por una sábana que colgaba torcida a los lados.
– Hicieron todo lo posible -murmuró Noubel.
– ¿A mi nieto lo mataron, inspector? -preguntó Jeanne. Era la primera vez que hablaba desde su llegada al hospital, cuando se enteró de que habían llegado tarde.
Baillard vio el nervioso temblor de las manos del inspector, a su lado.
– Es demasiado pronto para decirlo, madame Giraud, pero…
– ¿Considera sospechosa su muerte, inspector, sí o no?
– Sí.
– Gracias -dijo ella con el mismo tono de voz-. Es todo lo que quería saber.
– Si no hay nada más que pueda hacer por ustedes -dijo Noubel, acercándose a la puerta-, los dejaré a solas con el cuerpo. Estaré con madame Claudette en la sala de los familiares, por si me necesitan.
La puerta se cerró con un chasquido. Jeanne dio un paso hacia la cama. Tenía la cara gris y los labios apretados, pero su espalda y sus hombros estaban tan erguidos como siempre.
Levantó la sábana. La inmovilidad de la muerte se difundió por la habitación. Baillard pudo ver el aspecto que presentaba el joven Yves. La piel blanca y lisa, sin una sola arruga, el cuero cabelludo cubierto de vendajes, con mechones de pelo negro asomando por los bordes. Tenía las manos, con los nudillos rojos y rasguñados, plegadas sobre el pecho, como las de un faraón niño.
Baillard vio cómo Jeanne se inclinaba y besaba a su nieto en la frente. Después, con mano firme, el hombre le cubrió la cara y se dio la vuelta.
– ¿Nos vamos? -preguntó ella, cogiéndose del brazo a Baillard.
Recorrieron otra vez el pasillo vacío. Baillard miró a izquierda y derecha, y después condujo a Jeanne hasta una fila de ministeriales sillas de plástico, fijadas a la pared. El silencio era opresivo. Automáticamente bajaron la voz, aunque no había nadie cerca que pudiera oírlos.
– Llevaba cierto tiempo preocupada por él, Audric -dijo ella-. Había notado un cambio. Se había vuelto nervioso, reservado.
– ¿Le preguntaste qué le pasaba?
Ella asintió con la cabeza.
– Dijo que no era nada. Solamente estrés y exceso de trabajo.
Audric apoyó una mano en su brazo.
– Te quería mucho, Jeanne. Quizá no era nada. O quizá era algo. -Hizo una pausa-. Si estuvo implicado en algo malo, lo hizo violentando su propia naturaleza. Lo atormentaría su conciencia. Pero al final, en lo que más importaba, hizo lo que tenía que hacer. Te envió el anillo, sin importarle las consecuencias.
– El inspector Noubel me preguntó por el anillo. Quería saber si yo había hablado con Yves el lunes.
– ¿Qué le respondiste?
– La verdad. Que no había hablado con él.
Audric lanzó un suspiro de alivio.
– Pero tú crees que a Yves le estaban pagando para que pasara información, ¿no es así, Audric? -dijo ella con voz vacilante, pero firme-. Dímelo. Prefiero oír la verdad.