Impulsivo y reservado, inspiraba en sus hombres una lealtad desmesurada, pero suscitaba desconfianza entre muchos de los barones, que lo consideraban retorcido y más ambicioso de lo que correspondía a su rango. Evreux lo despreciaba, lo mismo que a todos los que pretendían que sus acciones eran obra de Dios.
Evreux se había unido a la cruzada por una única razón. En cuanto cumpliera su propósito, regresaría a Chartres con los libros que llevaba media vida buscando. No tenía intención de morir en aras de las creencias de otros hombres.
– ¿Qué hay? -gruñó al criado que había aparecido junto a su hombro.
– Ha llegado un mensajero para vos, señor.
Evreux levantó la vista.
– ¿Dónde está? -preguntó secamente.
– Aguardando a la entrada del campamento. No ha querido decir su nombre.
– ¿De Carcassonne?
– No ha querido decirlo, señor.
Haciendo una breve reverencia a la cabecera de la mesa, Evreux se excusó y salió discretamente, con la pálida tez encendida. A paso rápido, sorteando tiendas y animales, llegó al claro que se extendía en el límite oriental del campamento.
Al principio no vio más que sombras indefinidas en la penumbra entre los árboles. Cuando estuvo un poco más cerca, reconoció al criado de uno de sus informantes en Béziers.
– ¿Y bien? -dijo, con la voz endurecida por la decepción.
– Hemos encontrado sus cadáveres en el bosque, en las afueras de Coursan.
Sus ojos grises se entrecerraron.
– ¿Coursan? ¿No se suponía que debían seguir a Trencavel y a sus hombres? ¿Qué habían ido a hacer a Coursan?
– No lo sé, señor -tartamudeó el mensajero.
A una mirada suya, dos de sus soldados salieron de detrás de los árboles, con las manos levemente apoyadas en la empuñadura de sus espadas.
– ¿Qué más habéis hallado?
– Nada, señor. La ropa, las armas, los caballos y hasta las flechas que los mataron… se habían esfumado. Los cuerpos habían sido despojados de todo. No les dejaron nada.
– ¿Se sabe entonces quiénes eran?
El criado retrocedió un paso.
– En el castillo no se habla más que del coraje de Amiel de Coursan, señor. A nadie parece importarle la identidad de los dos hombres. Había una chica, la hija del senescal del vizconde Trencavel. Alaïs.
– ¿Viajaba sola?
– No lo sé, señor, pero el señor de Coursan la escoltó personalmente hasta Béziers. Allí se reunió con su padre en la judería, donde permanecieron un buen rato. En casa de un judío.
Evreux hizo una pausa.
– ¿Ah, sí? -murmuró, mientras se formaba una sonrisa en sus labios finos-. ¿Y cómo dices que se llama ese judío?
– No he podido averiguar su nombre, señor.
– ¿Forma parte del éxodo hacia Carcassonne?
– Sí, señor.
Evreux se sintió aliviado, pero no lo demostró. Se llevó la mano a la daga que tenía en el cinturón.
– ¿Quién más sabe lo que acabas de contarme?
– Nadie, señor, lo juro. No se lo he dicho a nadie.
Evreux atacó sin previo aviso, hundiéndole limpiamente el cuchillo en la garganta. Con los ojos inflamados por la sorpresa y la conmoción, el hombre empezó a sofocarse, mientras sus agónicos jadeos sibilaban a través de la herida y la sangre manaba a chorros, salpicando la tierra a su alrededor.
El mensajero se desplomó de rodillas, manoteándose desesperadamente la garganta para arrancarse el puñal, que le hirió las manos. Después cayó de bruces al suelo.
Durante unos instantes, su cuerpo siguió sacudiéndose violentamente sobre la tierra manchada, a continuación tuvo un estremecimiento, y se quedó inmóvil
El rostro de Evreux no expresaba ninguna emoción. Extendió la mano, con la palma hacia arriba, a la espera de que uno de los soldados le devolviera la daga. Limpió la hoja en una esquina de la capa del moribundo y la volvió a envainar.
– Deshaceos de él -dijo Evreux, empujando el cuerpo con la punta de la bota-. Necesito encontrar al judío. Quiero saber si aún está aquí o si ya ha llegado a Carcassonne. ¿Lo conocéis físicamente?
Un soldado asintió.
– Bien. A menos que haya noticias al respecto, no quiero que nadie vuelva a importunarme esta noche.
Carcassona
Miércoles 6 de julio de 2005
Alice nadó veinte largos en la piscina del hotel y después tomó el desayuno en la terraza, contemplando los rayos del sol que avanzaban poco a poco sobre los árboles. A las nueve y media se había puesto a la cola de la taquilla del Château Comtal, esperando a que abrieran. Pagó la entrada y recibió un folleto escrito en un extravagante inglés, con la historia del castillo.
Habían construido plataformas de madera sobre dos tramos de las murallas, a la derecha de la puerta, y otra que parecía la cofa de un buque, en torno a la torre de las Casernas, en forma de herradura.
La plaza de armas quedaba casi completamente en la sombra. Ya eran muchos los visitantes que al igual que ella paseaban, leían y curioseaban. En la época de los Trencavel, había crecido un olmo en el centro de la plaza, bajo cuyas ramas habían dispensado justicia tres generaciones de vizcondes, pero ya no quedaba ni rastro de ese árbol. En su lugar, había dos plataneros perfectamente proporcionados, cuyas hojas proyectaban su sombra en el muro occidental de la plaza a medida que el sol iba asomando su rostro por encima de las fortificaciones del lado opuesto
En el rincón más apartado, al norte de la plaza de armas, el sol ya daba de lleno. Varias palomas anidaban en las puertas vacías, en las grietas de las paredes y en los arcos abandonados de la torre del Mayor y la torre del Trono. De pronto, el destello de un recuerdo: la sensación de una escalera de madera basta, con cuerdas que aseguraban las riostras, trepando de un piso a otro como un niño travieso.
Alice levantó la vista, tratando de distinguir mentalmente entre lo que tenía delante de los ojos y la sensación física en las yemas de los dedos.
Había poco que ver.
Después, una devastadora sensación de pérdida se adueñó de ella. La congoja le dejó el corazón como un puño.
«Allí yacía él. Allí lo lloró ella.»
Alice miró al suelo. Dos líneas sobresalientes de bronce marcaban el lugar donde antaño se había levantado un edificio. Había una fila de letras grabadas en el suelo. Se agachó y leyó que allí había estado la capilla del Château Comtal, consagrada a la Virgen.
No quedaba nada de ella.
Alice sacudió la cabeza, agobiada por la intensidad de sus emociones. El mundo que había existido ochocientos años antes, bajo aquellos anchurosos cielos meridionales, seguía existiendo, debajo de la superficie. La sensación de que algo la contemplaba por encima de su hombro era muy poderosa, como si la frontera entre su presente y el pasado de otra se estuviera desintegrando.
Cerró los ojos, para bloquear los colores, las formas y los sonidos de la edad moderna, e imaginó a la gente que había vivido allí, dejando que sus voces le hablaran.
Había sido un buen lugar para vivir. Cirios rojos con llamas tremolantes sobre un altar, flores de espino, manos unidas en matrimonio…
Las voces de otros visitantes la devolvieron al presente; el pasado se desvaneció, y ella reanudó su recorrido. Desde el interior del castillo, vio que las galerías de madera construidas sobre las murallas estaban completamente abiertas por detrás. En los muros pudo ver gran cantidad de los mismos orificios cuadrados que había observado la tarde anterior en su paseo por las Lizas. Según el folleto, marcaban el lugar donde habían estado las vigas de los pisos superiores.
Echando un vistazo a la hora, Alice comprobó con satisfacción que aún le quedaba tiempo para visitar el museo, antes de su cita. Las salas de los siglos xii y xiii, lo único que se conservaba del edificio original, albergaban una colección de presbiterios, columnas, ménsulas, fuentes y sarcófagos de piedra, desde la época romana hasta el siglo xv.
Recorrió el museo sin demasiado interés. Las poderosas sensaciones que la habían invadido en la plaza se habían esfumado, dejándole un sentimiento de vaga inquietud. Siguió el sentido de las flechas por las salas hasta llegar a la Sala Redonda, que, pese a su nombre, era rectangular.
Allí se le erizó el vello de la nuca. El techo era de bóvedas de cañón y en las dos paredes más largas se conservaban restos de un mural que representaba escenas de combate. Según el cartel explicativo, Bernard Antón Trencavel, que había participado en la Primera Cruzada y había batallado contra los moros en España, había encargado el mural a finales del siglo xi. Entre las fabulosas criaturas que decoraban el friso, había un leopardo, un cebú, un cisne, un toro y algo semejante a un camello.
Alice contempló con admiración el techo azul celeste, agrietado y desvaído, pero hermoso aún. En el panel de la izquierda, luchaban dos chavalièrs. El que vestía de negro y empuñaba un escudo redondo estaba destinado a seguir cayendo para siempre bajo la lanza del otro. En el muro de enfrente se libraba un combate entre sarracenos y caballeros cristianos. Estaba mejor conservado y era más completo que el otro, y Alice se acercó para verlo mejor. En el centro luchaban dos chavalièrs, uno de ellos montado en un caballo alazán, y el otro, que empuñaba un escudo ovalado, en un corcel blanco. Sin pararse a pensar, Alice tendió la mano para tocar la pintura, pero la vigilante sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación.
El último lugar que visitó antes de abandonar el castillo fue un pequeño jardín junto a la plaza de armas, el patio del Mediodía. Totalmente en ruinas, sólo conservaba el recuerdo de las altas ventanas arqueadas que aún se mantenían en pie. Verdes zarcillos de hiedra y otras plantas se extendían entre las columnas solitarias y las grietas de las paredes. Había un ambiente de mortecina majestuosidad.
Recorriendo el lugar, antes de volver a salir a pleno sol, Alice se sintió invadida por una sensación que no era de dolor, como antes, sino de nostalgia.
Las calles de la Cité estaban aún más animadas cuando Alice salió del Château Comtal.
Todavía tenía que hacer algo de tiempo antes de reunirse con la notaría, por lo que giró en sentido opuesto al de la tarde anterior y fue andando hasta la Place Saint-Nazaire, dominada por la basílica. La fachada finisecular del hotel de la Cité, grandiosa en su sobriedad, acaparó su atención. Cubierta de hiedra, con rejas de hierro forjado, vidrieras en las ventanas y toldos del color de las cerezas maduras; todo en ella hablaba de opulencia.