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– Nada de eso -sonrió él-. Lo he hecho miles de veces. También puedo entrar y salir del Château Comtal saltando por los tejados.

– Pues a mí me estás dando vértigo. Baja.

Alaïs contuvo la respiración mientras Sajhë se balanceaba colgado del borde y caía al suelo frente a ella.

– ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Esclarmonda?

– La menina está a salvo. Me dijo que me quedara a esperaros hasta que vinierais. Sabía que vendríais.

Mirando por encima del hombro, Alaïs lo empujó hasta el reparo de un portal.

– ¿Qué ha pasado? -repitió con apremio.

Sajhë se miró los pies con gesto abrumado.

– Volvieron los soldados. La primera vez lo escuché casi todo a través de la ventana. Desde que vuestra hermana se os llevó al castillo, la menina temía que regresaran, de modo que en cuanto os fuisteis, reunimos todas las cosas importantes y las escondimos en el sótano. -El chico hizo una profunda inspiración-. Fueron muy rápidos. Los oímos mientras iban de puerta en puerta, haciendo preguntas sobre nosotros, interrogando a los vecinos. Podía oír sus pasos retumbando y sacudiendo el suelo sobre nuestras cabezas, pero no encontraron la trampilla. Pasé mucho miedo -confesó, con una voz que había perdido su habitual tono travieso-. Rompieron los frascos de la menina. Todas sus medicinas.

– Ya lo sé -dijo ella suavemente-. Lo he visto.

– No paraban de gritar. Decían que estaban buscando herejes, pero creo que mentían, porque no hacían las preguntas que suelen hacer.

Alaïs puso los dedos bajo la barbilla del chico y le hizo levantar la vista.

– Esto es muy importante, Sajhë. ¿Eran los mismos soldados que vinieron antes? ¿Los viste?

– No los vi.

– No importa -repuso ella rápidamente, viendo que el muchacho estaba a punto de echarse a llorar-. Veo que has sido muy valiente. Esclarmonda se habrá alegrado mucho de que estuvieras con ella. -Dudó un momento-. ¿Había alguien más con ellos?

– No lo creo -dijo el chico tristemente-. No pude detenerlos.

Alaïs lo rodeó con sus brazos, cuando la primera lágrima rodó por su mejilla.

– Tranquilo, todo saldrá bien. No temas. Has hecho todo cuanto podías, Sajhë. Nadie podría haber hecho más.

Él asintió con la cabeza.

– ¿Dónde está ahora Esclarmonda?

– Hay una casa en Sant Miquel -dijo él, tragando saliva-. Me ha dicho que esperaremos allí, hasta que nos anunciéis la visita del senescal Pelletier.

Alaïs sintió que se ponía en guardia.

– ¿Eso ha dicho Esclarmonda, Sajhë? -preguntó rápidamente-. ¿Que está esperando un mensaje de mi padre?

Sajhë pareció desconcertado.

– ¿Se equivoca, entonces?

– No, no, es sólo que no veo cómo… -Alaïs se interrumpió-. Déjalo, no importa -añadió, enjugándose la cara con un pañuelo-. Ya está, ya me siento mejor. Es cierto que mi padre desea hablar con Esclarmonda, pero está esperando la llegada de otro… de un amigo que viene desde Besièrs.

Sajhë hizo un gesto afirmativo.

– Simeón.

Alaïs lo miró asombrada.

– Sí -dijo la joven, que para entonces estaba sonriendo-. Simeón. Dime, Sajhë, ¿hay algo que tú no sepas?

El chico consiguió esbozar una sonrisa.

– No mucho.

– Ve y dile a Esclarmonda que le contaré a mi padre lo sucedido, pero que de momento debe permanecer en Sant Miquel, y tú también.

Sajhë la sorprendió cogiéndola de una mano.

– Decídselo vos misma -sugirió-. Se alegrará de veros y podréis hablar un poco más con ella. La menina dijo que tuvisteis que marcharos antes de terminar de hablar.

Alaïs miró sus ojos color ámbar, brillantes de entusiasmo.

– ¿Vendréis?

Se echó a reír.

– ¿Por ti, Sajhë? ¡Claro que sí! Pero ahora no. Es demasiado peligroso. La casa podría estar vigilada. Os enviaré un recado.

Sajhë asintió con la cabeza y desapareció tan rápidamente como había aparecido.

– Deman ser -gritó.

CAPÍTULO 37

Jehan Congost había visto muy poco a su esposa desde su regreso de Montpellier. Oriane no lo había recibido como hubiese sido menester, ni había mostrado el menor respeto por las penurias y humillaciones padecidas por él. Tampoco olvidaba Congost su impúdica conducta en la alcoba, poco antes de su partida.

Recorrió rápidamente la plaza, mascullando para sus adentros, hasta llegar a la zona de las viviendas. Se cruzó con François, el criado de Pelletier. Congost no le tenía confianza. Le parecía que se preocupaba demasiado de sí mismo, y estaba siempre merodeando y corriendo a informar de todo a su amo. A esa hora del día, no tenía nada que hacer en esa parte del castillo.

– Escribano -lo saludó François, con una inclinación de la cabeza.

Congost no le devolvió el saludo.

Cuando finalmente llegó a sus aposentos, sus cavilaciones habían inducido en él un frenesí de virtuosa indignación. Ya era hora de darle una lección a Oriane. No podía permitir que sus provocaciones y su deliberada desobediencia quedaran impunes. Abrió la puerta de par en par, sin detenerse a llamar.

– ¡Oriane! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí!

La habitación estaba vacía. En su frustración al comprobar la ausencia de su esposa, barrió con una mano todo cuanto había sobre la mesa; varios cuencos se rompieron, y un candelabro rodó traqueteando por el suelo. Avanzó a grandes zancadas hasta el arcón de la ropa, lo vació y después arrancó las mantas de la cama, escenario de su lascivia.

Furioso, Congost se dejó caer en una silla y contempló su obra. Telas desgarradas, cacharros rotos, cirios desperdigados. La culpa era de Oriane. Su mal comportamiento era la causa de todo.

Salió a buscar a Guiranda, para que ordenara la habitación, mientras pensaba en la forma de meter en vereda a su rebelde esposa.

El aire estaba húmedo y pesado cuando Guilhelm emergió de la casa de baños y se encontró con Guiranda, que lo estaba esperando con una leve sonrisa dibujada en la ancha boca.

Su ánimo se ensombreció.

La doncella se echó a reír, mientras lo contemplaba a través de una espesa orla de pestañas oscuras.

– ¿Y bien? -dijo él secamente-. Si tienes algo que decir, dilo ya, o márchate y déjame en paz.

Guiranda se adelantó y le susurró algo al oído.

El hombre enderezó la espalda.

– ¿Qué quiere?

– No lo sé, messer. Mi señora no me confía sus deseos.

– Mientes muy mal, Guiranda.

– ¿Algún mensaje para ella?

Guilhelm dudó un momento.

– Dile a tu señora que iré en cuanto pueda. -Puso una moneda en la mano de la doncella-. Y mantén la boca cerrada.

La observó marcharse; después caminó hasta el centro del patio y se sentó bajo el olmo. No tenía por qué ir. ¿Para qué exponerse a la tentación? Era demasiado peligroso. Ella era demasiado peligrosa.

Nunca se había propuesto llegar tan lejos. Una noche de invierno, pieles de animales envolviendo la piel desnuda, su sangre templada por el vino caliente y la exaltación de la persecución… Una especie de locura se había adueñado de él. Estaba hechizado.

A la mañana siguiente había despertado lleno de remordimientos y había jurado que nunca volvería a suceder. Los primeros meses después de la boda había mantenido la promesa. Pero después había habido otra noche como aquélla, y una tercera, y una cuarta. Ella lo abrumaba y cautivaba sus sentidos.

En ese momento, dadas las circunstancias, estaba más desesperado que nunca por evitar cualquier filtración que pudiera provocar un escándalo. Pero debía actuar con cautela. Era importante poner fin a la aventura con destreza. Acudiría a la cita solamente para decirle a Oriane que debían dejar de verse.

Se puso de pie y se encaminó hacia el huerto antes de que desfalleciera su valor. Una vez en la cancela, se detuvo, con la mano en el pasador, sin decidirse a continuar. Entonces la vio, de pie bajo el sauce: una sombría figura a la tenue luz del atardecer. El corazón le dio un vuelco. Parecía un ángel de las tinieblas, con el cabello brillando como el azabache en la penumbra, en una caudalosa cascada de rizos que se derramaban por su espalda.

Guilhelm hizo una inspiración profunda. Tenía que marcharse. Pero en ese momento, como si hubiese percibido su indecisión, Oriane se dio la vuelta, y entonces él sintió el poder de su mirada, que lo atraía hacia sí. Tras pedirle a su escudero que se quedara vigilando en la cancela, atravesó la valla hasta la suave hierba y se dirigió hacia la mujer.

– Temía que no vinieras -dijo ella, en cuanto él estuvo a su lado.

– No puedo quedarme.

Sintió el roce de las yemas de sus dedos y el tacto de sus manos sobre sus muñecas.

– Entonces te pido perdón por importunarte -murmuró ella, apretándose contra él.

– Podrían vernos -repuso él en un susurro, intentando apartarse.

Oriane inclinó el rostro y él percibió su perfume, pero hizo cuanto pudo por ignorar los aguijonazos del deseo.

– ¿Por qué me hablas con tanta dureza? -prosiguió ella en tono suplicante-. Aquí no hay nadie que pueda vernos. He puesto un guardia en la cancela. Además, esta noche todos están demasiado ocupados como para prestarnos atención.

– Nadie está tan absorto en sus cosas como para no darse cuenta -dijo él-. Todo el mundo está escuchando, vigilando. Todos esperan descubrir algo que puedan usar en su beneficio.

– ¡Qué pensamientos tan desagradables! -murmuró ella, acariciándole el pelo-. Olvida a los demás y piensa sólo en mí.

Para entonces, Oriane estaba tan cerca que Guilhelm podía sentir su corazón palpitando a través de la fina tela del vestido.

– ¿Por qué estáis tan frío, messer? ¿Acaso he dicho algo que pudiera ofenderos? -insistió ella.

La determinación de Guilhelm empezó a flaquear, a medida que la sangre se le calentaba.

– Oriane, esto es un pecado y tú lo sabes. Ofendemos a tu marido y a mi esposa con nuestro reprobo…

– ¿…amor? -sugirió ella, echándose a reír con una hermosa risa cantarina que turbó el corazón de Guilhelm-. El amor no es un pecado, sino «una virtud que vuelve buenos a los malos y hace mejores a los buenos». ¿No has oído a los trovadores?

Sin proponérselo, se encontró sosteniendo el precioso rostro de Oriane entre sus manos.

– Eso no es más que una canción. La realidad de los votos que hemos hecho es muy diferente. ¿O acaso estás empeñada en no entenderme? -Hizo una profunda inspiración-. Lo que quiero decirte es que no debemos vernos nunca más.

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