Junto a las puerta-ventanas estaba la pequeña ventana de la cocina, que había quedado abierta por la parte superior. Authié se puso los guantes de goma, deslizó el brazo a través del hueco y manipuló el anticuado sistema de cierre hasta liberarlo. Estaba rígido y los goznes chirriaron como quejándose al abrirse. Cuando el hueco fue lo suficientemente grande, metió un dedo y liberó la parte inferior de la ventana.
Un agradable aroma a pan y aceitunas lo recibió cuando se encaramó y entró en la fresca cocina con despensa. Una rejilla de alambre protegía la tabla de quesos. En las repisas se alineaban botellas y frascos de conservas en vinagre, mermeladas y mostaza. Sobre la mesa había una tabla de picar y un paño blanco de cocina que cubría unos pocos mendrugos de una baguette del día anterior. En un colador, dentro de la pila, unos albaricoques que esperaban a ser lavados, y en el escurridor, dos vasos boca abajo.
Authié prosiguió hacia el salón, en uno de cuyos rincones había un buró con una vieja máquina de escribir eléctrica. Movió el interruptor y el aparato cobró vida. Introdujo un folio y pulsó un par de teclas. Las letras aparecieron en una nítida fila negra sobre el papel. Apartó la máquina de escribir y se puso a revisar los archivadores que había detrás. Jeanne Giraud era una mujer ordenada y todo estaba claramente etiquetado y clasificado: las facturas, en la primera sección; la correspondencia personal, en la segunda; los recibos de la pensión y las pólizas de seguros, en la tercera, y los documentos varios, en la cuarta.
Nada de eso suscitó el interés de Authié, que concentró su atención en los cajones. En los dos primeros encontró el material habitual de papelería: bolígrafos, clips, sobres, sellos y paquetes de folios blancos de formato A4. El último cajón estaba cerrado con llave. Deslizó con cuidado y habilidad la hoja de un abrecartas por el espacio entre el cajón y el marco del buró e hizo ceder el cerrojo.
Dentro había una sola cosa: un pequeño sobre almohadillado, lo suficientemente grande como para contener un anillo, pero no el libro. Estaba franqueado en Ariège, a las dieciocho veinte del 4 de julio de 2005.
Authié introdujo los dedos. Estaba vacío, a excepción de una copia del recibo firmado, que confirmaba que madame Giraud había recibido el paquete a las ocho y veinte. Coincidía con el resguardo que le había dado Domingo.
Authié se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
No era una prueba incontrovertible de que Biau hubiera cogido el anillo y se lo hubiese enviado a su abuela, pero apuntaba en ese sentido. Authié siguió buscando el objeto. Tras completar el registro de la planta baja, siguió en el piso de arriba. La puerta del dormitorio que daba al fondo estaba justo delante de la escalera. Era a todas luces la habitación de madame Giraud: luminosa, limpia y femenina. Authié revisó el armario y los cajones de la cómoda, recorriendo con dedos expertos la ropa interior y las prendas de calle, que eran pocas pero de buena calidad. Todo estaba pulcramente doblado y ordenado, y olía vagamente a agua de rosas.
En el tocador, delante del espejo, había un cofre joyero, en cuyo interior convivían dos o tres broches, un collar de perlas amarilleadas y una pulsera de oro, mezclados con varios pares de pendientes y un crucifijo de plata. Los anillos de boda y de pedida estaban rígidamente insertos en el raído terciopelo rojo, como si rara vez hubiesen salido de allí.
El dormitorio que daba al frente, por contraste, le pareció sobrio y despojado, casi vacío, a excepción de una cama individual y un escritorio junto a la ventana, con una lámpara encima. Le gustó. Le recordaba las austeras celdas de la abadía.
Había signos de ocupación reciente. En la mesilla de noche había un vaso de agua a medio beber junto a un libro de poesía occitana de Rene Nelli, con los bordes desgastados. Authié se acercó al escritorio, donde encontró un portaplumas con plumín, un frasco de tinta y una pila de hojas de papel grueso. También había un trozo de papel secante, casi sin usar.
Le costó dar crédito a lo que estaba viendo. Alguien había estado en esa mesa escribiéndole una carta a Alice Tanner. El nombre resultaba perfectamente legible en el papel secante.
Authié dio la vuelta a éste e intentó descifrar la firma, apenas visible, al pie del texto. La escritura era anticuada y algunas letras se confundían con otras, pero al final consiguió formar el esqueleto de un nombre.
Dobló el áspero papel y se lo guardó en el bolsillo delantero de la chaqueta. Cuando se volvió para abandonar la habitación, su mirada se vio atraída por algo tirado en el suelo, atrapado entre el panel y el marco de la puerta. Lo recogió. Era el fragmento de un billete de tren, sólo de ida, con fecha de ese mismo día. El destino, Carcasona, se leía con claridad, pero faltaba el nombre de la estación de origen.
El sonido de las campanas de Saint-Gimer dando la hora le recordó que no le quedaba mucho tiempo para marcharse. Tras un último vistazo para comprobar que todo estaba tal como lo había encontrado, se fue por donde había entrado.
Veinte minutos después, estaba sentado en el balcón de su apartamento en el muelle de Paicherou, contemplando la fortaleza medieval al otro lado del río. En la mesa, delante de él, había una botella de Château Villerambert Moureau y dos copas. Sobre sus rodillas, una carpeta con la información que su secretaria había logrado reunir en la última hora sobre Jeanne Giraud. La otra carpeta contenía el informe preliminar del forense acerca de los cuerpos hallados en la cueva.
Tras reflexionar unos instantes, Authié sacó varias hojas del informe sobre madame Giraud. Después volvió a cerrar el sobre, se sirvió una copa de vino y se dispuso a esperar a la persona que iba a visitarlo.
A lo largo del alto Quai de Paicherou, hombres y mujeres sentados en bancos metálicos contemplaban el Aude. Multicolores macizos de flores y cuidados senderos animaban las extensiones de césped del enjardinado público. Los amarillos, violeta y anaranjados encendidos del parque infantil rivalizaban con los tonos luminosos de los parterres, desbordantes de trítomos rojos, lirios enormes, geranios y espuelas de caballero.
Marie-Cécile dedicó una mirada apreciativa al edificio donde vivía Paul Authié. Era tal como había esperado, situado en una zona sobria y discreta que no llamaba la atención, en medio de una mezcla de edificios de apartamentos y viviendas unifamiliares. Mientras miraba, pasó una mujer en bicicleta, con un pañuelo de seda violeta anudado al cuello y una blusa de color rojo brillante.
Entonces notó que alguien la estaba mirando. Sin mover la cabeza, levantó la vista y vio a un hombre de pie en el balcón del último piso, con las dos manos apoyadas en la baranda de hierro forjado, observando su coche desde arriba. Marie-Cécile sonrió. Reconoció a Paul Authié por sus fotografías. A esa distancia, no parecía que le hicieran justicia.
Ella había escogido cuidadosamente su ropa: vestido de hilo tostado sin mangas y chaqueta a juego, formal, pero sin exageraciones. Simple y con estilo.
De cerca, su primera impresión se vio reforzada. Authié era alto y parecía en forma, enfundado en traje informal pero bien cortado y camisa blanca. El pelo peinado hacia atrás dejaba la frente al descubierto y acentuaba la fina estructura ósea de su cara de tez pálida. Su mirada era fría, pero por debajo de la refinada imagen exterior, Marie-Cécile intuía la determinación de un luchador capaz de batirse en la calle a puñetazos.
Diez minutos más tarde, después de aceptar una copa de vino, sintió que ya era capaz de situar al hombre con quien estaba tratando. Marie-Cécile sonrió, mientras se inclinaba hacia delante para apagar el cigarrillo en el pesado cenicero de cristal.
– Bon , aux affaires . Creo que estaremos mejor dentro.
Authié se apartó para dejarla pasar por la doble puerta acristalada que conducía al cuarto de estar, pulcro pero impersonal: alfombras y lámparas de colores claros y sillones en torno a una mesa de cristal.
– ¿Un poco más de vino? ¿O prefiere beber otra cosa?
– Pastis , si tiene.
– ¿Con hielo? ¿Con agua?
– Con hielo.
Marie-Cécile se sentó en una de las butacas de piel color crema dispuestas en ángulo junto a la mesa baja de cristal y lo observó mientras preparaba las copas. El suave olor del anís llenó la habitación.
Authié le dio la copa antes de sentarse en la otra butaca, frente a la suya.
– Gracias -sonrió ella-. Entonces, Paul, si no le importa, me gustaría que repasara una vez más la secuencia exacta de los acontecimientos.
Si él se irritó, al menos no lo aparentó. Ella siguió con atención su discurso, pero su relación de los hechos fue clara y precisa, idéntica en todos los aspectos a cuanto le había dicho antes.
– ¿Y los esqueletos? ¿Se los han llevado a Toulouse?
– Al departamento de anatomía forense de la universidad, sí.
– ¿Cuándo cree que tendremos noticias?
En lugar de responderle, él le entregó el sobre de formato A4 que aguardaba encima de la mesa. «Un pequeño golpe de efecto», pensó ella.
– ¿Ya? Ha sido un trabajo muy rápido.
– Llamé para pedir el favor.
Marie-Cécile apoyó el informe sobre sus rodillas.
– Gracias, lo leeré después -dijo en tono monocorde-. De momento, ¿qué le parece si me lo resume? Imagino que lo habrá leído…
– Es sólo un informe preliminar, pendiente del resultado de otros análisis más detallados -le advirtió.
– Entiendo -le aseguró ella, reclinándose en la butaca.
– Los huesos corresponden a un hombre y a una mujer. La antigüedad estimada es de setecientos a novecientos años. El esqueleto masculino presenta indicios de lesiones sin cicatrizar en la pelvis y la parte superior del fémur, que pudieron ser causadas poco antes de la muerte. Hay señales de fracturas más antiguas, ya cicatrizadas, en el brazo derecho y la clavícula.
– ¿Edad?
– Adulto, ni muy joven ni muy viejo: entre veinte y sesenta años. Probablemente podrán concretarnos un poco más estos datos cuando hayan efectuado más análisis. La mujer está en el mismo tramo de edad. Su bóveda craneal presenta una depresión en un costado, que pudo haber sido causada por un golpe o una caída. Tuvo por lo menos un hijo. Hay indicios de una fractura cicatrizada en el pie derecho y de otra sin cicatrizar en el cubito izquierdo, entre el codo y la muñeca.