– Murieron juntos, protegiendo el libro. Alaïs quería que tú vivieras, Sajhë. Que vivieras y cuidaras de Bertranda, que era tu hija en todos los aspectos, menos en uno.
Él sonrió.
– Sabía que lo entenderías -dijo. Sus palabras se deslizaron de sus labios como un suspiro-. He vivido demasiado tiempo sin ella. Cada día he sentido su ausencia. Cada día he deseado no haber recibido esa maldición, no verme obligado a seguir viviendo, mientras todos los que amaba envejecían y morían. Alaïs, Bertranda…
Se interrumpió. Ella sentía como propio su dolor.
– Debes dejar de culparte, Sajhë. Ahora que sabes lo que sucedió, debes perdonarte.
Alice sentía que lo estaba perdiendo.
«Haz que siga hablando. No dejes que pierda el sentido.»
– Había una profecía -dijo-: que en el Pays d’Òc, en el segundo milenio, nacería alguien destinado a ser testigo de la tragedia sobrevenida en estas tierras. Como los que me precedieron (Abraham, Matusalén, Harif…), yo no lo deseaba. Pero lo acepté.
Sajhë jadeaba. Alice lo atrajo hacia sí, acunando su cabeza en sus brazos.
– ¿Cuándo? -le preguntó-. Cuéntame.
– Alaïs convocó el Grial. Aquí. En esta misma cámara. Yo tenía veinticinco años. Había regresado a Los Seres convencido de que mi vida estaba a punto de cambiar. Confiaba en poder cortejar a Alaïs y ser amado por ella.
– ¡Ella te quería! -dijo Alice desafiante.
– Harif le enseñó a entender la antigua lengua de los egipcios -prosiguió él, con una sonrisa-. Por lo visto, tú aún conservas una huella de ese conocimiento. Utilizando las habilidades que Harif le había transmitido y su conocimiento de los pergaminos, vinimos hasta aquí. Lo mismo que tú, cuando llegó el momento, Alaïs supo qué decir. El Grial actuó a través de ella.
– Cómo… -dijo Alice, vacilante-. ¿Qué ocurrió?
– Recuerdo el suave tacto del aire sobre mi piel, el parpadeo de las velas, las hermosas voces que describían espirales en la oscuridad. Las palabras parecían fluir de sus labios, casi como si no las pronunciara. Alaïs estaba ante el altar, con Harif a su lado.
– Seguramente había otros.
– Los había, pero… Te parecerá extraño, pero apenas recuerdo nada. Yo sólo veía a Alaïs: su rostro, en un rapto de concentración, con una fina línea marcándole el entrecejo. El pelo le caía por la espalda como una cortina de agua. Yo sólo la veía a ella, no era consciente más que de ella. Levantó el cáliz entre sus manos y pronunció las palabras. Sus ojos se abrieron en un único momento de iluminación. Me dio la copa y bebí.
Los párpados del anciano se abrían y cerraban rápidamente, como el aleteo de una mariposa.
– Si tu vida ha sido una carga tan pesada para ti, ¿por qué has seguido adelante?
– Perqué? -preguntó él sorprendido-. ¿Por qué? Porque era lo que Alaïs quería. Tenía que vivir para contar la historia de lo sucedido a la gente de estas tierras, aquí, en estas montañas y estas llanuras. Para asegurarme de que la historia no muriera. Para eso sirve el Grial. Para ayudar a los que debemos dar testimonio. La historia la escriben los vencedores, los mentirosos, los más fuertes, los más resueltos. La verdad suele encontrarse en el silencio, en los lugares silenciosos.
Alice asintió.
– Lo has hecho, Sajhë. Has cambiado las cosas.
– Guilhelm de Tudela compuso una falsa historia de la cruzada que los franceses lanzaron contra nosotros. La chanson de la croisade , la llamó. Cuando murió, un poeta anónimo, más cercano en sus simpatías al Pays d’Òc, la completó. La Cansó. Nuestra historia.
A su pesar, Alice estaba sonriendo.
– Les mots vivants -susurró el anciano. Palabras vivas-. Fue el comienzo. Le prometí a Alaïs que contaría la verdad, que escribiría la verdad, para que las generaciones futuras conocieran el horror de lo que en un tiempo se hizo en estas tierras, en su nombre. Para ser recordados.
Alice hizo un gesto afirmativo.
– Harif lo comprendió. Había recorrido antes que yo este camino solitario. Había viajado por el mundo y había visto cómo las palabras se retuercen, se quiebran y se transforman en mentiras. Él también vivió para dar testimonio. -Sajhë inhaló un poco más de aire-. Vivió muy poco tiempo más que Alaïs -añadió-, pero tenía más de ochocientos años cuando murió. Aquí, en Los Seres, con Bertranda y conmigo a su lado.
– Pero ¿dónde has vivido todos estos años? ¿Cómo has vivido?
– He visto el verde de cada primavera ceder al dorado del verano, y he visto el castaño cobrizo del otoño dejar paso al blanco del invierno, esperando que la luz se extinguiera.
»Mil veces me he preguntado por qué. Si hubiese sabido cómo iba ser vivir con tanta soledad, soportar como único testigo el ciclo interminable del nacimiento, la vida y la muerte, ¿qué habría hecho? He sobrevivido esta larga vida con un vacío en el corazón, un vacío que con el tiempo se ha ido extendiendo hasta volverse más grande que mi corazón mismo.
– Ella te amaba, Sajhë -dijo Alice suavemente-. No de la manera que la amabas tú a ella, pero con todas sus fuerzas y todo su corazón.
Una expresión de paz inundó su rostro.
– Es vertat. Ahora lo sé.
– Si fuera…
Le sobrevino un acceso de tos. Esta vez, salpicaduras de sangre mancharon las comisuras de su boca. Alice las enjugó con el borde de su túnica.
Él hizo un esfuerzo para incorporarse.
– Lo he escrito todo para ti, Alice. Mi testamento. Te está esperando en Los Seres. En casa de Alaïs, donde vivimos, que ahora te dejo a ti.
A lo lejos, Alaïs distinguió el ruido de unas sirenas desgarrando el silencio de la montaña.
– Ya casi están aquí -dijo, intentando controlar su dolor-. ¿Ves? Te dije que vendrían. Quédate conmigo. Por favor, no te des por vencido.
Sajhë sacudió la cabeza.
– Ya está hecho. Mi viaje ha terminado El tuyo no ha hecho más que comenzar.
Alice le retiró el pelo blanco de la cara.
– Yo no soy ella -dijo en voz baja-. No soy Alaïs.
El anciano dejó escapar un largo y suave suspiro.
– Lo sé. Pero ella vive en ti… y tú en ella.
Hizo una pausa. Alice veía que le costaba mucho hablar.
– Ojalá hubiésemos tenido más tiempo, Alice. Pero haberte conocido, haber compartido contigo estas horas, es más de lo que nunca hubiese podido desear.
Sajhë se quedó en silencio. Los últimos vestigios de color fueron desapareciendo de su rostro y de sus manos, hasta que no quedó nada.
A Alice le vino a la mente una oración, una plegaria pronunciada mucho tiempo atrás.
– Paire Sant, Dieu dreiturier dels bons sperits…
Las palabras antaño familiares brotaron sin esfuerzo de sus labios.
– Padre santo, Dios legítimo de los espíritus buenos, permítenos conocer lo que Tú conoces y amar lo que Tú amas.
Reprimiendo las lágrimas, Alice lo sostuvo entre sus brazos, mientras la respiración de él se volvía cada vez más superficial y ligera. Finalmente, se detuvo del todo.