Prosiguieron el ascenso, girando hacia la izquierda, hasta llegar al peñasco que Alice había desplazado. Yacía tumbado de lado, bajo la entrada de la cámara, exactamente en el lugar donde había caído. A la luz fantasmagórica de la luna, parecía la cabeza de un ídolo abatido.
«¿De verdad que eso fue solamente el lunes pasado?»
Baillard se detuvo y se recostó en el peñasco, para recuperar el aliento
– Falta muy poco para llegar -dijo ella, para darle ánimos-. Lo siento. Debí advertirle que la cuesta era muy empinada.
Audric sonrió.
– Ya lo recordaba -dijo.
La cogió de la mano. Su piel tenía el tacto de un papel finísimo.
– Cuando lleguemos a la cueva -prosiguió él-, esperarás hasta que te diga que puedes seguirme sin temor. Debes prometerme que te quedarás escondida.
– Sigo pensando que no es buena idea que entre solo -dijo ella empecinadamente-. Aunque esté en lo cierto y no vengan hasta que haya caído la noche, puede quedarse atrapado. Ojalá aceptara mi oferta, Audric. Si voy con usted, podré ayudarlo a buscar el libro. Será más rápido y más fácil si somos dos. Podremos entrar y salir en cuestión de minutos. Entonces nos esconderíamos los dos aquí fuera, para ver lo que ocurre.
– Perdona, pero será mejor para los dos que nos separemos.
– Realmente, no veo por qué, Audric. Nadie sabe que estamos aquí. No creo que corramos un gran peligro -insistió ella, aunque intuía que no era así.
– Eres muy valiente, donaisela -dijo él suavemente-. Como lo era Alaïs. Siempre anteponía la seguridad de los demás a la suya propia. Sacrificó mucho por las personas que amaba.
– Aquí nadie está sacrificando nada -replicó secamente Alice, a quien el miedo empezaba a poner nerviosa-. Y todavía no comprendo por qué no me permitió que viniera antes. Habríamos podido entrar en la cámara cuando todavía era de día, sin correr el riesgo de ser sorprendidos.
Baillard se comportó como si ella no hubiese hablado.
– ¿Ha telefoneado al inspector Noubel? -preguntó.
«No sirve de nada discutir. Al menos de momento.»
– Sí -dijo ella con un sonoro suspiro-. Le he dicho lo que usted me pidió que le dijera.
– Ben -replicó él suavemente-. Comprendo que pienses que no estoy siendo razonable, Alice, pero ya verás. Todo tiene que ocurrir en el momento justo y en el orden adecuado. De lo contrario, no brillará la verdad.
– ¿La verdad? -repitió ella-. Me ha dicho todo lo que hay que saber, Audric. Todo. Ahora mi única preocupación es sacar de aquí a Shelagh, y también a Will, sanos y salvos.
– ¿Todo? -dijo él con delicadeza-. ¿Es posible tal cosa?
Audric se dio la vuelta y miró la entrada de la cueva, un pequeño hueco negro en la extensión rocosa.
– Una verdad puede contradecir a otra -murmuró-. Ahora no es lo mismo que entonces. -La cogió por el brazo-. ¿Te parece que concluyamos la última fase de nuestro trayecto? -preguntó.
Alice lo miró perpleja, desconcertada por su actitud. Se lo veía sereno y confiado. Una especie de pasiva aceptación había descendido sobre él, mientras que ella estaba muy nerviosa, asustada por todo lo que podía salir mal, aterrada ante la perspectiva de que Noubel llegara tarde y temerosa de que Audric se equivocara.
«¿Y si ya están muertos?»
Alice apartó la idea. No podía permitirse pensar de ese modo. Tenía que seguir creyendo que todo iba a salir bien.
En la entrada, Audric se volvió hacia ella y le sonrió, con sus moteados ojos color ámbar resplandecientes de expectación.
– ¿Qué pasa, Audric? -dijo ella rápidamente-. Hay algo. -Se interrumpió, incapaz de encontrar la palabra que buscaba-. Algo…
– ¡Llevo tanto tiempo esperando! -dijo él en voz baja.
– ¿Esperando? ¿Encontrar el libro?
Él sacudió la cabeza.
– La redención -dijo él.
– ¿La redención? ¿De qué?
Alice advirtió con asombro que el anciano tenía lágrimas en los ojos, y se mordió los labios para no romper a llorar.
– No lo entiendo, Audric -susurró, con la voz quebrada.
– Pas a pas se va luènh -dijo él-. ¿Viste estas palabras en la cámara, labradas en los peldaños?
Alice lo miró asombrada.
– Sí, ¿pero cómo…?
Él le tendió la mano, para que le pasara la linterna.
– Tengo que entrar.
Luchando con sus emociones contradictorias, Alice se la dio sin añadir palabra. Lo observó internándose en el túnel y esperó hasta ver desaparecer el último atisbo de luz. Entonces se volvió y se alejó.
El grito de un búho cercano la sobresaltó. Hasta el sonido más leve parecía multiplicarse por cien. Había algo maligno en la oscuridad, en los árboles que se cernían sobre ella, en la ominosa sombra de la montaña misma, en la forma en que las rocas parecían asumir formas poco familiares y amenazadoras. A lo lejos, creyó distinguir el ruido de un coche pasando por una carretera, abajo, en el valle.
Después, volvió a reinar el silencio.
Alice miró el reloj. Eran las nueve y cuarenta.
A las diez menos cuarto, dos potentes faros delanteros barrieron el aparcamiento, al pie del pico de Soularac.
Paul Authié apagó el motor y salió. Le sorprendió que François-Baptiste no estuviera allí, esperándolo. Levantó la vista en dirección a la cueva, con un repentino destello de alarma en la mirada, pensando que quizá ya hubieran entrado en la cámara.
Descartó la idea. Estaba empezando a ponerse nervioso. Braissart y Domingo habían estado allí hasta una hora antes. Si Marie-Cécile o su hijo se hubieran presentado, lo habrían llamado para decírselo.
Su mano se dirigió al dispositivo de control que llevaba en el bolsillo, preparado para hacer detonar las cargas explosivas y con la cuenta atrás ya iniciada. No tenía que hacer nada. Sólo esperar. Y mirar.
Authié se tocó el crucifijo que llevaba al cuello y se puso a rezar.
Un leve sonido en el bosque que rodeaba el aparcamiento llamó su atención. Aguzó la vista, pero no vio nada. Volvió al coche y encendió las luces largas. Los árboles parecieron saltar hacia él desde la oscuridad, despojados de color.
Protegiéndose los ojos del resplandor, volvió a mirar. Esta vez, distinguió movimientos en el denso sotobosque.
– ¿François-Baptiste?
No hubo respuesta. Authié sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
– ¡No tenemos tiempo para esto! -gritó a la oscuridad, imprimiendo un tono de irritación a su voz-. Si quieres el libro y el anillo, ven aquí, donde pueda verte.
Authié empezó a preguntarse si no habría juzgado mal la situación.
– ¡Estoy esperando! -gritó.
Tuvo que reprimir una sonrisa, cuando vio una figura que cobraba forma entre los árboles.
– ¿Dónde está O’Donnell?
Authié estuvo a punto de echarse a reír al ver a François-Baptiste ir hacia él con una cazadora de una talla varias veces más grande de lo que le habría convenido. Tenía un aspecto patético.
– ¿Estás solo? -le preguntó.
– ¿Y a usted qué mierda le importa? -respondió el muchacho, deteniéndose en el límite del bosque-. ¿Dónde está Shelagh O’Donnell?
Con un movimiento de la cabeza, Authié señaló la entrada de la cueva.
– Ya está arriba, esperándote, François-Baptiste. Pensé que así te ahorraría la molestia de subirla. -Dejó escapar una risita breve-. No creo que te ocasione ningún problema.
– ¿Y el libro?
– También arriba -contestó Authié, estirándose los puños de la camisa-. Lo mismo que el anillo. Todo entregado según lo prometido. A tiempo.
François-Baptiste soltó una carcajada.
– Y envuelto para regalo, supongo -dijo el joven en tono sarcástico-. ¿No esperará que me crea que lo ha dejado todo ahí, simplemente?
Authié lo miró con desprecio.
– Mi tarea consistía en conseguir el libro y el anillo, y es lo que he hecho. Al mismo tiempo, os he devuelto también a vuestra…, ¿cómo llamarla?…, a vuestra espía. Considéralo filantropía de mi parte. -Estrechó los ojos-. Lo que madame De l’Oradore decida hacer con ella ya no es asunto mío.
La sombra de la duda atravesó el rostro del muchacho.
– ¿Y todo por vuestro bondadoso corazón?
– Por la Noublesso Véritable -dijo Authié con suavidad-. ¿O es que aún no te han propuesto ingresar? Supongo que el mero hecho de ser su hijo no supone ningún privilegio. Ve y echa un vistazo. ¿O tu madre ya está dentro, preparándose?
François-Baptiste lo fulminó con la mirada.
– ¿Creías que no me había contado nada? -Authié dio un paso hacia él-. ¿Creías que no sé lo que hace? -Podía sentir el odio del muchacho creciendo en su interior-. ¿La has visto, François-Baptiste? ¿Has visto el éxtasis en su cara cuando pronuncia esas palabras obscenas, esas blasfemias? ¡Es una ofensa contra Dios!
– ¡No se atreva a hablar así de ella! -exclamó el muchacho, llevándose la mano al bolsillo.
Authié se echó a reír.
– ¡Muy bien! ¡Coge el teléfono y llámala! Te dirá lo que tienes que hacer y lo que tienes que pensar. No hagas nada sin preguntárselo primero a ella.
Se dio la vuelta para dirigirse hacia el coche. Oyó el chasquido del seguro del arma y tardó una fracción de segundo en comprender lo que era. Incrédulo, se giró. Fue demasiado lento. El otro ya había apretado el gatillo, primero una vez y después otra, en rápida sucesión.
El primer tiro falló por un amplio margen. El segundo le dio de lleno en el muslo. La bala le atravesó la pierna, astillándole el hueso y saliendo por el otro lado. Authié cayó al suelo, gritando, mientras una oleada de dolor le recorría el cuerpo.
François-Baptiste caminaba hacia él, sosteniendo la pistola con los dos brazos extendidos. Authié intentó ponerse a salvo arrastrándose, dejando tras de sí una estela de sangre sobre la grava, pero ya tenía al muchacho encima.
Por un instante, sus miradas se encontraron Entonces François-Baptiste volvió a disparar.
Alice se sobresaltó.
El estallido de los disparos desgarró el aire quieto de la montaña y reverberó hacia ella, reflejado por la roca.
Su corazón se desbocó. No podía determinar la procedencia de los balazos. Si hubiese estado en su casa, habría pensado que era un granjero disparando a los conejos o los cuervos.
«No ha sonado como una escopeta de caza.»
Se puso de pie tan sigilosamente como pudo e intentó mirar a través de la oscuridad, en dirección a donde pensaba que debía de estar el aparcamiento. Oyó una puerta de coche que se cerraba y, poco después, el sonido de unas voces humanas y de palabras transportadas por el viento.