Литмир - Электронная Библиотека

–  Assis . ¡Sentado! -le gruñó un guardia, golpeándolo en el hombro con la pica. Estaba a punto de obedecer cuando notó un movimiento en la ladera de la montaña, un poco más arriba. Era una brigada de registro avanzando hacia el promontorio rocoso donde Alaïs, Harif y sus guías permanecían escondidos. Las llamas de sus antorchas fluctuaban, proyectando sombras sobre los arbustos agitados por el viento.

A Sajhë se le heló la sangre.

Antes habían registrado la fortaleza y no habían encontrado nada. Sajhë había pensado entonces que lo peor había pasado. Pero era evidente que tenían intención de registrar también los matorrales y la maraña de senderos que se entrecruzaban al pie de la ciudadela. Si seguían avanzando mucho más en la dirección que llevaban, llegarían exactamente al punto por donde saldría Alaïs. Y ya era casi de noche.

Así pues, Sajhë echó a correr hacia el perímetro del recinto.

– ¡Eh! -gritó el guardia-. ¿No me has oído? Arrete !

Sajhë no le hizo caso. Sin pensar en las consecuencias, salvó de un salto la valla de madera y echó a correr cuesta arriba, hacia el grupo de exploradores. Pudo oír que el guardia pedía refuerzos. Su único pensamiento era desviar la atención, para que no descubrieran a Alaïs.

La brigada de registro se detuvo para ver lo que estaba sucediendo.

Sajhë gritó, pues necesitaba hacerlos pasar de espectadores a participantes. Uno por uno, los exploradores se fueron dando la vuelta. En sus rostros vio desconcierto, que no tardó en convertirse en hostilidad. Estaban aburridos, tenían frío y les apetecía una pelea.

Sajhë tuvo el tiempo justo de comprobar que su plan había tenido éxito, cuando un puño se hundió en su vientre. Boqueando para respirar, se dobló en dos. Un par de soldados le sujetaron los brazos detrás de la espalda, mientras le llovían puñetazos desde todas direcciones. Lo golpearon con la empuñadura de sus armas, con las botas y con los puños, sin piedad. Sintió que la piel le estallaba bajo los ojos y percibió el sabor de la sangre en la boca y al fondo de la garganta, mientras le seguían lloviendo los golpes.

Sólo entonces comprendió el grave error cometido. Había pensado únicamente en desviar la atención de Alaïs. Una imagen del pálido rostro de Bertranda esperando su llegada se coló en su mente, justo cuando un puñetazo en la mandíbula hizo que todo se sumiera en la negrura.

CAPÍTULO 76

Oriane había consagrado su vida a la búsqueda del Libro de las palabras.

Bastante pronto, a su regreso en Chartres tras la derrota de Carcasona, su marido perdió la paciencia ante su fracaso para conseguir la mercancía por la que él había pagado. Nunca había habido amor entre ambos, y cuando el deseo que ella le inspiraba se desvaneció, su puño y su cinto reemplazaron a la conversación.

Ella soportó los golpes, planeando todo el tiempo diferentes maneras de vengarse de él. A medida que las tierras y las riquezas de su marido se incrementaban y su influencia sobre el rey de Francia crecía, la atención del señor de Evreux se volvió hacia otros trofeos y la dejó en paz. Libre para reanudar sus pesquisas, Oriane pagó a informadores, contrató a una red de espías en el Mediodía y los puso tras la pista de la información.

Una sola vez había estado a punto de capturar a Alaïs. En mayo de 1234, Oriane partió al sur desde Chartres, en dirección a Toulouse, pero cuando llegó a la catedral de Saint-Étienne, descubrió que los guardias habían sido sobornados y que su hermana había vuelto a desaparecer, como si nunca hubiese existido.

Oriane había resuelto no cometer de nuevo el mismo error. Esta vez, cuando le llegó el rumor de una mujer que coincidía con su hermana en su edad y descripción, viajó al sur, utilizando como excusa la participación de uno de sus hijos en la cruzada.

Esa misma mañana había creído ver el libro ardiendo a la luz violácea del alba. Fallar después de haber estado tan cerca encendió tal ira en ella que ni su hijo Louis ni sus criados fueron capaces de aplacarla. Pero en el transcurso de la tarde, Oriane empezó a revisar su interpretación de los sucesos de la mañana. Si en efecto era Alaïs la persona que había visto (e incluso de eso comenzaba a dudar), ¿habría permitido ella que el Libro de las palabras ardiera en una hoguera de la Inquisición?

Oriane decidió que no. Ordenó a sus sirvientes que salieran del campamento en busca de información y se enteró de que Alaïs tenía una hija, una niña de nueve o diez años, cuyo padre era soldado a las órdenes de Pierre-Roger de Mirepoix. Pero, según razonó Oriane, su hermana jamás confiaría un objeto tan valioso como el libro a un militar de la guarnición sabiendo que los soldados iban a ser registrados. ¿Se lo habría confiado a una niña?

Esperó a que cayera la noche y se dirigió al lugar donde habían encerrado a las mujeres y los niños. Sobornando a los guardias, entró en el recinto. Nadie le hizo ninguna pregunta, ni le puso objeción alguna. Podía sentir las miradas de desaprobación de los frailes negros a su paso, pero su mala opinión no le preocupaba.

Su hijo Louis se presentó ante ella con las mejillas encendidas en su rostro de expresión arrogante. Parecía demasiado ansioso por conseguir su aprobación, demasiado afanoso por complacerla.

– Oui? -lo interpeló ella en tono cortante-. Que est ce que tu veux?

– Il y a une fille que vos devez voire, mère.

Oriane lo siguió hasta el lado opuesto del recinto, donde una niña dormía apartada de las otras.

El parecido físico con Alaïs era asombroso. De no haber sido por el paso de los años, Oriane habría podido estar viendo a una gemela de su hermana. Tenía la misma expresión de valerosa determinación y los mismos tonos de tez y de cabello que ella a la misma edad.

– Vete -dijo-. No confiará en mí si te ve aquí conmigo.

Louis hizo una mueca de disgusto que la irritó aún más.

– Vete -repitió, volviéndole la espalda-. Ve a preparar los caballos. Aquí no te necesito.

Cuando se hubo marchado, Oriane se agachó y dio unos golpecitos en el brazo de la niña.

La pequeña se despertó de inmediato, con los ojos brillantes de miedo.

– ¿Quién eres?

– Una amiga -respondió Oriane, hablando una vez más en la lengua que había abandonado treinta años antes.

Bertranda no se movió.

– Tú eres francesa -dijo obstinadamente, mirando con fijeza la ropa y el pelo de Oriane-. No estabas en la ciudadela.

– No -replicó ella, tratando de parecer paciente-, pero nací en Carcassona, como tu madre. Pasamos la infancia juntas en el Château Cornial. También conocí a tu abuelo, el senescal Pelletier. Seguramente Alaïs te habrá hablado a menudo de él.

– Llevo su nombre -replicó en seguida la niña.

Oriane disimuló una sonrisa.

– Muy bien, Bertranda. He venido para sacarte de aquí.

La niña frunció el ceño.

– Pero Sajhë me ha dicho que me quede aquí hasta que él venga a buscarme -dijo ella, con algo menos de cautela-. Me ha dicho que no me vaya con ninguna otra persona.

– Sí, desde luego, eso te ha dicho Sajhë -repuso Oriane, con una sonrisa-. Y a mí me ha dicho que sabes cuidar muy bien de ti misma y que te enseñe una cosa para convencerte de que puedes confiar en mí.

Oriane le mostró el anillo que había robado de la mano fría de su padre difunto. Tal como esperaba, Bertranda lo reconoció y tendió la mano para cogerlo.

– ¿Te lo ha dado Sajhë?

– Cógelo. Compruébalo tú misma.

Bertranda le dio unas vueltas al anillo, examinándolo a fondo, y después se incorporó.

– ¿Dónde está él?

– No lo sé -replicó Oriane, pensando a toda velocidad-, a menos que…

– ¿Qué?

Bertranda levantó la vista para mirarla.

– ¿Crees que querrá que te lleve a tu pueblo?

Bertranda reflexionó un momento.

– Puede ser -respondió titubeando.

– ¿Está lejos? -preguntó Oriane, en tono casual.

– Una jornada a caballo, tal vez más en esta época del año.

– ¿Y tiene nombre ese pueblo vuestro? -siguió ella, como sin darle importancia.

– Los Seres -repuso Bertranda-, aunque Sajhë me pidió que no se lo dijera a los inquisidores.

La Noublesso de los Seres. No sólo era el nombre de los guardianes del Grial, sino el lugar donde encontraría el Grial. Oriane tuvo que morderse la lengua para no prorrumpir en carcajadas.

– Para empezar, vamos a deshacernos de esto -dijo, inclinándose para quitarle a Bertranda la cruz amarilla de la espalda-. No queremos que nadie se entere de que somos fugitivas. Y ahora, veamos, ¿tienes algo que debas llevar contigo?

Si hubiese tenido consigo el libro, no habría sido preciso continuar. La búsqueda habría terminado.

Bertranda sacudió la cabeza.

– No, nada.

– Muy bien. A partir de ahora, mucha tranquilidad. No queremos llamar la atención.

Al principio, la niña aún conservaba cierta cautela; pero mientras atravesaban el recinto donde todos dormían, Oriane le habló de Alaïs y del Château Comtal. Fue encantadora, persuasiva y atenta, y poco a poco se fue ganando la confianza de la pequeña.

Oriane deslizó otra moneda en la mano del guardia, en la puerta, y condujo a Bertranda a donde estaba su hijo, en las afueras del campamento, esperándolas con seis soldados a caballo y un carruaje cerrado.

– ¿Vendrán ellos con nosotras? -preguntó Bertranda, que repentinamente volvía a desconfiar.

Oriane sonrió, mientras levantaba a la niña para que entrara en el carruaje.

– Necesitamos que nos protejan de los bandoleros durante el viaje, ¿verdad? Sajhë jamás me lo perdonará si dejo que te pase algo.

Una vez que Bertranda estuvo acomodada en su sitio, se volvió hacia su hijo.

– ¿Y yo? -dijo él-. Quiero acompañarte.

– Necesito que te quedes aquí -replicó ella, ansiosa por partir-. No sé si recuerdas que formas parte del ejército. No puedes desaparecer así, como si nada. Será más sencillo y rápido para todos que vaya yo sola.

– Pero…

– Obedece -insistió ella en voz baja, para que Bertranda no la oyera-. Vigila aquí nuestros intereses. Haz lo que hemos dicho con el padre de la niña. El resto déjamelo a mí.

Guilhelm sólo podía pensar en encontrar a Oriane. Su propósito al acudir a Montségur había sido ayudar a Alaïs y evitar que Oriane le hiciera daño. Durante casi treinta años, había velado por ella de lejos.

Ahora Alaïs había muerto y él ya no tenía nada que perder. Su deseo de venganza había ido creciendo año tras año. Hubiese debido matar a Oriane cuando tuvo la ocasión de hacerlo. Esta vez no iba a dejar pasar la oportunidad.

106
{"b":"98885","o":1}