– Será un placer. -Peabody se acercó al panel de mandos-. Me ha parecido ver a Nadine Furst en una de ellas. Por el modo en que se asomaba, ha hecho bien en sujetarse con correas. Podría haber acabado como la protagonista de su informativo.
– Al menos lo cubrirá bien -dijo Eve y asintió cuando las persianas bajaron sobre el cristal-. Luces -ordenó, y la sala volvió a iluminarse.
Echó un vistazo al interior de una caja refrigerada y encontró refrescos, fruta y vino. Una botella había sido abierta y cerrada con film transparente, pero no había ningún vaso que indicara que Cerise había empezado a beber a esa hora tan temprana. Y no habían sido un par de tragos lo que había provocado esa mirada, se dijo Eve.
En el cuarto de baño contiguo, que constaba de bañera de hidromasaje, sauna personal y bañera alteradora del ánimo, descubrió un armario lleno de calmantes, tranquilizantes y estimulantes legalizados.
– Nuestra Cerise era devota de los fármacos -comentó Eve-. Llévatelos para analizar.
– Cielos, tenía una farmacia. La bañera alteradora del ánimo está en posición de concentración, y la última vez que se utilizó fue ayer por la mañana. Esta mañana no.
– Entonces ¿qué hizo para relajarse? -Eve entró en la habitación de al lado, que era una pequeña sala de estar equipada con toda clase de aparatos de recreo, una tumbona y un androide sirviente.
En una pequeña mesa había un encantador traje verde salvia pulcramente doblado. Los zapatos a juego estaban debajo en el suelo, y las joyas -una gruesa cadena de oro, unos sofisticados pendientes y un elegante reloj-grabadora de muñeca habían sido guardados en un bol de cristal.
– Se desvistió aquí. ¿Por qué? ¿Con qué objeto?
– Algunas personas se relajan mejor sin la constricción de la ropa -explicó Peabody, y se ruborizó cuando Eve la miró pensativa por encima del hombro-. Eso dicen.
– Sí. Es posible, pero en ella no me cuadra. Era una mujer muy serena. Su ayudante dijo que nunca la había visto descalza siquiera, y de pronto resulta que es nudista de tapadillo. No lo creo.
Reparó en las gafas de realidad virtual colocadas en el brazo de la tumbona.
– Tal vez hizo un viaje -murmuró-. Está hecha polvo y quiere tranquilizarse, así que entra aquí, se tiende, programa algo y se da un garbeo.
Eve se sentó y cogió las gafas. Fitzhugh y Mathias también habían hecho viajes antes de morir, recordó.
– Voy a ver adónde fue y cuándo. Si después me descubres una tendencia suicida, o decido que me relajo mejor sin la constricción de la ropa, túmbame de un puñetazo.
– Lo haré, teniente.
Eve arqueó una ceja.
– Pero no espero que disfrutes con ello.
– Odiaré cada instante -prometió Peabody.
Eve se puso las gafas con una carcajada.
– Visualizar horas de los últimos viajes realizados -ordenó-. ¡Diana! Hizo uno a las 8.17 de esta mañana.
– En ese caso tal vez no deberías hacerlo, Dallas. Podemos probarlo en circunstancias más controladas.
– Tú eres mi control, Peabody. Si te parezco demasiado contenta con la idea de vivir poco, túmbame. Volver a ejecutar el último programa -ordenó recostándose-. ¡Cielos! -Silbó al ver acercarse a ella a dos jóvenes sementales. Vestidos sólo con unas tiras de brillante cuero negro incrustadas de plata, tenían los músculos cubiertos de aceite y el miembro totalmente erecto.
Se encontraba en una habitación blanca ocupada en su mayor parte por una cama, debajo de su cuerpo desnudo había sábanas de raso, y unos velos colgaban por encima de la cama para filtrar la luz de las velas que ardían en un candelabro de cristal.
Sonaba una música, algo suave y pagano. Ella estaba tendida sobre una pila de almohadas de plumas, y se disponía a volverse cuando el primer joven dios se sentó a horcajadas sobre ella.
– Oye, tío…
– Sólo es para que goce, señora -canturreó él untándole los senos con aceite aromático.
No ha sido buena idea, se dijo Eve en el instante en que experimentaba un ligero e involuntario estremecimiento de placer en la entrepierna. Le untaban aceite en el estómago, los muslos, las piernas, los pies…
Comprendía que esa situación te hiciera sonreír, pero no que te llevara al suicidio.
Manténte al margen, se ordenó, y se concentró en otra cosa. Pensó en el informe que tenía que dar al comandante. En aquellas sombras inexplicables en el cerebro.
Unos dientes le mordisquearon con delicadeza uno de los pezones, una lengua se deslizó húmeda en su punto álgido. Arqueó las caderas en respuesta, y la mano que alargó en protesta resbaló por el tenso hombro untado de aceite.
Entonces el segundo semental se arrodilló y hundió la cabeza entre sus piernas.
Se corrió sin poder evitarlo. Jadeando, se quitó las gafas y encontró a Peabody mirándola boquiabierta.
– No era un paseo en una tranquila playa -balbució.
– Eso ya lo he visto. ¿Qué era exactamente?
– Un par de tipos casi desnudos y una gran cama de sábanas de raso. -Respiró hondo y dejó a un lado las gafas-. ¿Quién habría dicho que se relajaba con fantasías sexuales?
– Teniente, en calidad de tu ayudante creo que es mi deber probar ese programa. Control de pruebas, ya sabes.
– No puedo permitir que corras esa clase de riesgo, Peabody.
– Soy policía, teniente. El riesgo es una constante en mi vida.
Eve se levantó y entregó las gafas a Peabody, y al ver que a ésta se le iluminaba la cara, se apresuró a ordenar:
– Guárdalas, oficial.
Decepcionada, Peabody las metió en una bolsa.
– Mierda. ¿Estaban buenos?
– Eran dioses. -Eve retrocedió hasta la oficina propiamente dicha y echó un último vistazo-. Voy a llamar al equipo de recogida de pruebas, pero no creo que encuentren nada. Me llevaré el disco que cargaste en la central y me pondré en contacto con los parientes más próximos… aunque los medios de comunicación ya deben de tenerlo todo en sus malditas ondas hertzianas. -Recogió su equipo y añadió-: No siento ningún deseo de suicidarme.
– Me alegro, teniente.
Eve miró las gafas con el entrecejo fruncido.
– ¿Cuánto tiempo he estado viajando? ¿Cinco minutos?
– Cerca de veinte. -Peabody sonrió con amargura-. El tiempo vuela cuando se trata de sexo.
– No era exactamente eso -replicó Eve, dando vueltas al anillo de boda con remordimientos-. Si hubiera habido algo en ese programa lo habría notado, así que no es más que otro callejón sin salida. De todos modos hazlo analizar.
– Descuida.
– Y espera a Feeney. Tal vez encuentre algo interesante en los telenexos. Yo iré a implorar al comandante. Cuando termines aquí, lleva las bolsas al laboratorio y el informe a mi oficina. -Se encaminó a la puerta y le lanzó una mirada por encima del hombro-. Y no vale jugar con las pruebas, Peabody.
– Aguafiestas -murmuró la oficial cuando Eve ya no podía oírla.