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– Teniente, estoy haciendo ciertos progresos con la paciente.

– Sigue en el borde, ¿no? -Eve señaló hacia el tejado y lo apartó para asomarse ella-. ¿Cerise?

– ¿Más compañía?

Atractiva, con la piel como los pétalos de una rosa y balanceando alegremente sus piernas bien bronceadas, Cerise levantó la vista. Su cabello negro azabache ondeaba al viento, en sus ojos verdes de mirada profunda había una expresión vivaz y astuta.

– Caramba, ¿estoy viendo a Eve? Eve Dallas, la recién casada. Una boda encantadora, por cierto. El gran acontecimiento del año. Movilizamos miles de unidades para cubrirlo.

– Me alegro por ti.

– Hice perder el culo a los de documentación y búsqueda de datos para intentar averiguar el itinerario de la luna de miel. Creo que sólo Roarke es capaz de esconderse de todos los medios de comunicación. -Agitó una mano juguetona y sus generosos senos temblaron-. Podrías haber compartido el secreto, sólo un poco. El público se muere por saber. Nos morimos por saber. -Soltó una risita y cambió de postura, y casi perdió el equilibrio-. Cielos. Aún no. Esto es muy divertido y no quiero precipitarme. -Se irguió y saludó a los aerofurgones-. Normalmente detesto los medios de comunicación visuales. Pero ahora no consigo recordar el motivo. ¡Quiero a todo el mundo! -gritó al último, abriendo los brazos.

– Eso está muy bien, Cerise. ¿Por qué no vuelves aquí un momento? Te daré los detalles de la luna de miel. Una exclusiva.

Cerise sonrió con astucia.

– No, no. -La negativa volvía a ser juguetona, casi una risita-. ¿Por qué no vienes tú aquí? Podemos saltar juntas. Es sensacional, te lo aseguro.

– Vamos, señorita Devane -empezó el psicólogo-, todos tenemos momentos de desesperación. La comprendo y estoy con usted. Siento su dolor.

– Oh, cállate. -Cerise lo rechazó con un ademán-. Estoy hablando con Eve. Ven aquí, encanto. Pero no demasiado cerca. -Agitó el espray y rió-. Ven aquí y únete a la fiesta.

– Teniente, no le recomiendo que…

– Calle y espere a mi ayudante -ordenó Eve al psicólogo mientras pasaba una pierna por encima del parapeto de acero y se descolgaba hasta el borde.

El viento no resultaba tan agradable cuando te hallabas a setenta pisos de altura, sentada en un saliente de acero de apenas medio metro de ancho. Sacudía la ropa y azotaba la piel. Eve trató de contener los latidos de su corazón y apretó la espalda contra la pared del edificio.

– ¿No es precioso? -suspiró Cerise-. Me encantaría tomarme una copa de vino aquí. ¿A ti no? No, mejor una larga copa de champán. La reserva del cuarenta y siete de Roarke sabría a gloria en estos momentos.

– Creo que tenemos una en casa. Vamos a abrirla.

Cerise se echó a reír y le dedicó una amplia sonrisa. Fue la sonrisa, Eve lo comprendió con el corazón palpitándole de nuevo con fuerza. La había visto en el rostro del joven que colgaba de una soga improvisada.

– Ya estoy borracha de felicidad.

– Si eres tan feliz, ¿por qué estás aquí desnuda, pensando en dar el último salto?

– Eso es lo que me hace feliz. ¿Cómo es posible que no lo entiendas? -levantó el rostro hacia el cielo y cerró los ojos. Eve se arriesgó a acercarse unos centímetros-. No sé por qué no lo entienden. Es tan bonito… y emocionante. ¡Es todo!

– Si saltas de este saliente, ya no habrá nada. Todo habrá acabado.

– No, no y no. -Cerise volvió a abrir los ojos, y esta vez los tenía vidriosos-. Es sólo el comienzo, ¿no lo entiendes? ¡Oh, somos todos tan ciegos!

– No hay nada que no tenga solución. Lo que sea que esté torcido puede enderezarse, ya lo sabes. -Con cuidado, Eve apoyó una mano sobre la de Cerise. Pero no se la cogió, no quiso arriesgarse a hacerlo-. Lo importante es sobrevivir. Es posible cambiar las cosas, incluso mejorarlas, pero para ello tienes que sobrevivir.

– ¿Sabes cuánto cuesta hacer eso? ¿Y qué sentido tiene cuando resulta tan placentero esperar? Me siento muy bien, no lo estropees. -Riéndose, Cerise apuntó el espray a los ojos de Eve-. Estoy tratando de disfrutar estos momentos.

– Hay gente preocupada por ti. Tienes una familia que te quiere, Cerise. -Eve trató de hacer memoria. ¿Tenía hijos, un cónyuge, padres?-. Si te tiras les causarás un gran dolor.

– Sólo hasta que comprendan. Se acerca el momento en que todo el mundo comprenderá. Entonces todo será mejor. Más hermoso. -Miró a los ojos de Eve con expresión soñadora y una radiante y aterrorizante sonrisa-. Ven conmigo. -Le cogió la mano con fuerza-. Va a ser maravilloso. Sólo tienes que dejarte caer.

Eve sintió un hilo de sudor por la espalda. La mano de la mujer la aferraba como una tenaza, y forcejear para liberarse las condenaría a las dos. Se obligó a no oponer resistencia, a hacer caso omiso del azote del viento y del zumbido de las aerofurgonetas que filmaban todos los movimientos.

– No quiero morir, Cerise -respondió con calma-. Y tú tampoco. El suicidio es para cobardes.

– Te equivocas, es para exploradores. Pero como tú quieras. -Cerise le dio una palmadita en la mano y se la soltó, luego emitió una larga y ruidosa carcajada al viento-. ¡Oh, Dios, soy tan feliz! -Y abriendo los brazos de par en par, se arrojó al vacío.

Eve trató de aferrarla y casi perdió el equilibrio al rozar con los dedos las delgadas caderas de Cerise. Cayó de costado y Eve contempló su risueño rostro hasta que se volvió borroso.

– ¡Oh, Dios mío!

Mareada, se irguió y cerró los ojos. Le llegaban gritos, y sintió en las mejillas el azote del aire desplazado por la aerofurgoneta al acercarse a ella para tomar un primer plano.

– Teniente Dallas.

La voz era como una abeja zumbándole al oído y Eve se limitó a negar con la cabeza.

De pie en el tejado, Peabody bajó la vista y trató de contener las náuseas. Todo lo que veía en esos momentos era que Eve estaba recostada contra el saliente, blanca como el papel, y que el menor movimiento la enviaría detrás de la mujer que había tratado de salvar. Respiró hondo y adoptó un tono áspero y profesional.

– Teniente Dallas, te necesitamos aquí. Necesito tu grabadora para hacer un informe completo.

– Te oigo -respondió Eve con tono cansado. Con la mirada al frente, alargó la mano hacia atrás. Al sentir que alguien se la cogía, se puso de pie. Se dio la vuelta y al mirar a Peabody vio miedo en sus ojos-. La última vez que pensé en saltar tenía ocho años. -Aunque le temblaban ligeramente las piernas, consiguió pasarlas por encima del parapeto-. No pienso seguirla.

– ¡Cielos, Dallas! -Peabody la abrazó fuertemente-. Me has dado un susto de muerte. Pensé que iba a arrastrarte con ella.

– Yo también, pero no lo hizo. Pon un poco de orden, Peabody. La prensa se está poniendo las botas.

– Lo siento.

– No te preocupes. -Eve miró al psicólogo, que posaba para las cámaras con una mano en el corazón y murmuró-: Gilipollas. -Luego se metió las manos en los bolsillos. Necesitaba un minuto, sólo un minuto, para recuperarse-. No he podido detenerla, Peabody. No he conseguido pronunciar las palabras adecuadas.

– A veces no existen.

– Alguien la incitó a hacerlo -repuso Eve en un susurro-. Debía de haber un modo de hacerle cambiar de idea.

– Lo siento, Dallas. La conocías, ¿verdad?

– Muy poco. Era una de esas personas que pasan incidentalmente por tu vida. -La apartó de su mente. Tenía que hacerlo. La muerte, llegara cuando llegara, siempre dejaba asuntos que resolver-. Veamos qué podemos hacer aquí. ¿Has hablado con Feeney?

– Afirmativo. Ha bloqueado los telenexos desde su oficina y dice que vendrá personalmente. He introducido los datos del individuo, pero no he tenido tiempo de estudiarlos.

Se encaminaron al despacho de Cerise. Por el cristal vieron a Rabbit sentado, cabizbajo.

– Hazme un favor, Peabody. Ocúpate de que un agente le tome una declaración formal. No quiero vermelas aún con él. Y que prohíban la entrada a este despacho. Veamos si podemos averiguar qué demonios estaba haciendo para que decidiera matarse.

Peabody entró y en cuestión de segundos se ocupó de que Rabbit saliera con un agente. Con igual eficacia, hizo desalojar el despacho y cerró las puertas.

– Ya es todo nuestro, teniente.

– ¿No te he dicho que no me llames así?

– Sí, teniente -respondió Peabody con una sonrisa que esperaba le levantara el ánimo.

– Hay una listilla debajo de ese uniforme -resopló Eve-. Enciende la grabadora, Peabody.

– Ya está.

– Muy bien, aquí la tenemos. Llega temprano, cabreada. Rabbit ha dicho que estaba preocupada por un pleito. Busca información sobre eso.

Mientras hablaba, Eve se paseaba por la habitación, reparando en todos los detalles: las esculturas, en su mayoría figuras mitológicas de bronce, muy estilizadas; la alfombra azul a juego con el cielo; el escritorio en tonos rosados y superficie brillante como un espejo; el equipo de oficina, reluciente y moderno, y del mismo tono; un enorme recipiente de cobre lleno de exóticas flores; y un par de arbolillos en macetas.

Se acercó al ordenador, sacó de su maletín la tarjeta maestra y pidió el último informe utilizado.

ÚLTIMO uso, 8.10. LLAMADA AL ARCHIVO NÚMERO 3732-L LEGAL, CLUSTLER CONTRA TATTLER ENTERPRISES.

– Éste debe de ser el pleito que la tenía cabreada -concluyó Eve-. Cuadra con la declaración anterior de Rabbit. -Echó un vistazo al cenicero de mármol con media docena de colillas. Recogió una con las pinzas y la examinó-. Tabaco caribeño con filtro de fibra. Son caros. Guárdalas como prueba.

– ¿Crees que podrían estar rociadas de algo?

– Ella había tomado algo. Tenía una mirada muy extraña. -Eve no olvidaría esos ojos durante mucho tiempo, lo sabía-. Esperemos que baste para un informe de toxicología. Llévate también una muestra de ese poso de café.

Pero Eve no creía que fueran a encontrar nada en el tabaco o el café, pues no había indicio de sustancias químicas en ninguno de los demás suicidios.

– Tenía una mirada muy extraña -repitió-. Y esa sonrisa. He visto antes esa sonrisa, Peabody.

Peabody guardó las bolsas de pruebas y levantó la mirada.

– ¿Crees que está relacionado con los demás casos?

– Creo que Cerise Devane era una mujer con éxito y ambiciosa. Y vamos a seguir todos los trámites, pero apuesto a que no descubriremos el motivo del suicidio. Hizo salir a Rabbit -continuó Eve, paseándose por la habitación. Enojada por el zumbido de las aerofurgonetas que seguían en el aire, levantó la vista y gruñó-. Mira a ver si encuentras el mando de las persianas. Estoy harta de esos gilipollas.

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