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Eve se puso a trabajar tarareando. Sentía el cuerpo ágil y vigoroso, y la mente descansada. Le pareció un buen augurio el hecho de que su vehículo se pusiera en marcha al primer intento y que el control de la temperatura permaneciera estable a unos agradables veintidós grados.

Se sentía preparada para enfrentarse al comandante y convencerlo de que tenía un caso por resolver.

Entonces llegó a la Quinta Avenida con la Cuaren ta y siete, y se encontró con el atasco. El tráfico estaba parado y nadie prestaba atención a las leyes contra la contaminación acústica. En cuanto se detuvo, la temperatura del interior del vehículo ascendió alegremente a los 34 grados.

Eve bajó del coche y se unió al tumulto.

Los vendedores de los carros deslizantes se estaban aprovechando de la ocasión, colándose entre la gente y haciendo el agosto con sus palillos de fruta helada y tazas de café. Eve no se molestó en mostrar su placa y recordarles que no tenían permiso para vender en la cuneta. En lugar de ello llamó a un vendedor, le compró un tubo de Pepsi y le preguntó qué demonios pasaba.

– Los de la Free Age. -Buscando con la mirada nuevos compradores, el hombre dejó caer en la ranura de su caja fuerte los créditos que ella le dio-. Una manifestación contra el consumo ostentoso. Hay cientos de ellos desparramados por la Quinta. ¿Quiere un bollo de trigo para acompañar? Está recién hecho.

– No.

– Le queda para rato -le advirtió él, y se subió a su carro para deslizarse entre los vehículos parados.

Eve contempló la escena. Le bloqueaban el paso por todas partes los furiosos trabajadores que acudían a su empleo. El calor era insoportable.

Volvió a subirse al coche, golpeó con un puño el tablero de mandos y logró hacer bajar bruscamente la temperatura a unos quince grados. Por encima de su cabeza un zepelín pasó lleno de turistas boquiabiertos.

Sin ninguna fe en su vehículo, Eve lo hizo ascender al tiempo que ponía en marcha la sirena, pero ésta no podía competir con semejante cacofonía. Eve logró un tembloroso ascenso y las ruedas pasaron rozando el techo del coche que tenía delante mientras su vehículo se elevaba tosiendo y atragantándose.

– Siguiente parada, el cementerio de coches para reciclar. Lo juro -murmuró mientras cogía el comunicador-. Peabody, ¿qué cojones está pasando aquí?

Peabody apareció en la pantalla con una expresión serena.

– Teniente, creo que te has topado con el atasco provocado por la manifestación de la Quinta.

– No estaba prevista. Sé muy bien que no estaba anunciada para esta mañana. No pueden tener permiso.

– Los de la Free Age no creen en los permisos, teniente. -Peabody se aclaró la garganta cuando Eve gruñó-. Creo que si te diriges al oeste tendrás más suerte en la Setenta. También hay mucho tráfico, pero se mueve. Si compruebas el monitor del salpicadero…

– ¡Como si fuera a funcionar en este trozo de chatarra! Llama a mantenimiento y diles que son hombres muertos. Luego ponte en contacto con el comandante y explícale que puede que llegue unos minutos tarde. -Mientras hablaba, luchaba con la tendencia del vehículo a perder altura y a hacer que tanto los peatones como los demás conductores levantaran la vista horrorizados-. Si no caigo antes sobre alguien, estaré allí en veinte minutos.

Esquivó por los pelos el borde del holograma de una valla publicitaria que pregonaba las delicias de volar en un vehículo privado. Ella y el jet Star habían tomado direcciones contrarias con distintos grados de éxito. Rozó el bordillo de la acera al adentrarse en la Setenta y no pudo culpar al tipo trajeado que circulaba con aeropatines por levantarle el dedo medio.

Pero lo había esquivado, ¿no?

Se permitió un suspiro de alivio cuando sonó su comunicador.

– Todas las unidades, todas las unidades. Doce diecisiete. Tejado del Tattler Building. Setenta con Cuarenta y dos. Acudir de inmediato. Mujer no identificada, al parecer armada.

Doce diecisiete, pensó Eve. Amenaza de suicidio. ¿Qué demonios era eso?

– Mensaje recibido, teniente Dallas, Eve. Hora de llegada prevista en cinco minutos.

Volvió a poner en marcha la sirena.

El Tattler Building, sede del periódico sensacionalista más popular del país, resplandecía de puro nuevo. Los edificios de su antigua sede habían sido arrasados en los años treinta a causa del programa de embellecimiento de la ciudad, lo que era un eufemismo de la decadencia de infraestructura y construcción que había infestado Nueva York en ese período.

Se alzaba en forma de bala de acero plateado, y estaba rodeado de pasillos aéreos y aerodeslizantes con restaurante al aire libre que sobresalían de la base.

Eve aparcó en doble fila, recogió su equipo y se abrió paso a empujones entre la gente apiñada en la acera. Mostró la placa al guardia jurado y vio alivio en su rostro.

– Gracias a Dios. Está allá arriba, manteniendo a todo el mundo alejado con un espray antiatracos. Bill se quedó ciego al intentar llegar a ella.

– ¿Quién es ella? -preguntó Eve mientras se encaminaban al ascensor del interior.

– Cerise Devane. Es la dueña de este maldito lugar.

– ¿Devane?

Eve la conocía de vista. Cerise Devane, la presidenta de Tattler Enterprises, era una de las personas privilegiadas e influyentes que frecuentaban los círculos de Roarke.

– ¿Cerise Devane está en el tejado amenazando con saltar? ¿Qué es esto, un ardid publicitario para aumentar las tiradas?

– A mí me parece que va en serio. -El guardia infló las mejillas-. También está en cueros. Eso es todo lo que sé -afirmó cuando el ascensor salió disparado hacia arriba-. Llamó su ayudante, Frank Rabbit. Puede obtener más información de él si ya ha vuelto en sí. Cayó redondo al verla salir por la ventana. Eso es lo que he oído decir.

– ¿Ha llamado a un psicólogo?

– Alguien lo ha hecho y ya tenemos aquí al de la compañía, y está en camino un experto en suicidios. Así como los bomberos y la brigada de rescate aéreo. Todo está controlado. Hay un terrible atasco en la Quinta.

– ¡A quién se lo dice!

Las puertas se abrieron al tejado, y al salir de la cabina Eve sintió una ráfaga de aire frío que no se abría paso a través de los altos edificios en dirección al valle que formaban las calles. Echó un vistazo.

La oficina de Cerise estaba construida sobre el tejado, o más exactamente, dentro de él. Las paredes inclinadas de cristal terminaban en punta y ofrecían a la presidenta una vista de trescientos sesenta grados de la ciudad.

A través del cristal, Eve vio el material gráfico, la decoración y el equipo diseñados para una oficina de primera clase. Y en el sofá en forma de U había un hombre tendido con una compresa en la frente.

– Si ése es Rabbit, dígale que se recupere y venga aquí a prestar declaración. Luego eche de aquí a toda la gente que no sea imprescindible y evacue la calle. Si salta, no queremos que aplaste a los mirones.

– No tengo hombres suficientes -repuso el guardia.

– Traiga aquí a Rabbit -repitió ella, y llamó a la central-. Peabody, estoy en un apuro.

– ¿Qué necesitas?

– Ven aquí con hombres para dispersar la multitud de la calle. Tráeme todos los datos disponibles sobre Cerise Devane, y pide a Feeney que compruebe las llamadas de sus telenexos de casa, personal y portátil, de las últimas veinticuatro horas. ¡Date prisa!

– Hecho -respondió Peabody cortando la transmisión.

Eve se volvió cuando el guardia se acercó a ella con un hombre joven. Rabbit tenía la corbata de la compañía mal anudada y el cabello de corte elegante enmarañado, y le temblaban las manos pulcramente manicuradas.

– Explíqueme exactamente qué ha ocurrido -pidió ella-. Y hágalo deprisa y claro. Luego podrá derrumbarse.

– Simplemente salió al tejado. -La voz le falló mientras se apoyaba débilmente contra el brazo del guardia que lo sostenía-. Parecía tan contenta. Casi bailaba de contento. Se… había quitado toda la ropa. Toda.

Eve se encogió de hombros. Rabbit parecía más asombrado del repentino gusto de su jefa por el exhibicionismo que de la posibilidad de su muerte.

– ¿Qué la movió a hacerlo?

– No lo sé. Se lo juro, no tengo ni idea. Me había pedido que llegara temprano, a eso de las ocho. Estaba preocupada por uno de los pleitos. Siempre nos están demandando. La encontré fumando, tomando café y paseándose por la habitación. Me dijo que iba a tomarse unos minutos para recuperarse. -El hombre se cubrió el rostro con las manos-. Quince minutos más tarde salió sonriendo y… desnuda. Me quedé tan perplejo que seguí aquí sentado, sin hacer nada. -Empezaron a castañetearle los dientes-. Nunca la había visto descalza siquiera.

– Que esté desnuda no es el problema más grave -señaló Eve-. ¿Habló con usted, le dijo algo?

– Bueno, yo estaba perplejo… ya sabe. Le dije algo, algo como «Señorita Devane, ¿qué está haciendo? ¿Le ocurre algo?». Y ella se limitó a reír. Dijo que era perfecto. Que ya lo tenía todo previsto y que todo era maravilloso. Que iba a sentarse un rato en el borde del tejado antes de saltar. Pensé que bromeaba, y me puse tan nervioso que también reí. -Se le ensombreció la mirada-. Y de pronto la vi en el borde del tejado. Se asomó y creí que iba a saltar, así que me acerqué corriendo. Allí estaba, sentada en el borde, balanceando las piernas y tarareando una canción. Le pedí por favor que entrara. Ella se rió rociándome de espray, y dijo que me marchara como un buen chico.

– ¿Recibió o hizo alguna llamada?

– No. Cualquier transmisión hubiera pasado por mi terminal. Va a saltar, se lo digo. Se inclinó mientras yo la observaba y estuvo a punto de hacerlo. Y dijo que iba a ser un viaje agradable. Va a saltar.

– Eso ya lo veremos. No se vaya muy lejos.

Eve se volvió. El psicólogo de la compañía era fácil de reconocer. Iba vestido con una bata blanca a la altura de la rodilla y unos estrechos pantalones negros. Llevaba su melena gris recogida en una pulcra cola, y estaba inclinado sobre el alféizar de la ventana en una postura que revelaba ansiedad.

Al acercarse a él Eve musitó una maldición. Oyó el zumbido del desfile aéreo y volvió a maldecir a los medios de comunicación al ver la primera aerofurgoneta. El canal 75, por supuesto, se dijo. Nadine Furst siempre era la primera en llegar.

El psicólogo se irguió y se alisó la bata para las cámaras. Eve pensó que iba a aborrecerlo.

– ¿Doctor? -Le mostró la placa y advirtió un fugaz brillo en sus ojos. Lo único que le vino a la cabeza era que una compañía de la categoría y poderío de Tattler podía haberse permitido algo mejor.

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