El callejón estaba oscuro y apestaba a orina y vómito, infestado de ratas escurridizas y de huesudos felinos que les daban caza. En la oscuridad brillaban ojos rojos, algunos humanos, todos feroces.
Eve sintió que se le aceleraba el pulso al adentrarse en la hedionda y húmeda oscuridad. Lo había visto meterse en el callejón, estaba segura. Su deber era detenerlo y llevarlo a comisaría. Sostenía el arma con firmeza.
– Eh, encanto, ¿quieres hacértelo conmigo?
De la oscuridad llegaban voces, ásperas a causa de las drogas y los brebajes baratos. Gemidos de malvivientes, risotadas de los locos. Las ratas y los gatos no vivían solos en el callejón. La compañía de la basura humana alineada junto a las húmedas paredes de ladrillo no resultaba grata.
La joven empuñó el arma y se agachó al rodear una destartalada unidad de reciclaje que, a juzgar por el olor, llevaba décadas sin funcionar. El hedor de la comida putrefacta impregnó el húmedo aire. Se oyó un gemido, y la joven vio a un niño de unos trece años totalmente desnudo. Tenía el rostro cubierto de llagas, y los ojos entrecerrados de miedo e impotencia mientras se apretujaba contra la mugrienta pared.
La joven se compadeció de él. De niña, ella también se había escondido herida y aterrorizada en un callejón.
– No voy a hacerte daño -dijo en un susurro, mirándolo a los ojos, mientras bajaba el arma.
Fue entonces cuando él la atacó.
Lo hizo por detrás, moviéndose ágilmente. Le descargó un trozo de tubería que hendió el aire con un silbido amenazador. Ella se volvió y la esquivó. Apenas tuvo tiempo de lamentar haberse distraído y olvidado su objetivo principal, cuando ciento doce kilos de músculos y maldad la arrojaron contra la pared de ladrillo.
El arma se le cayó y repiqueteó en la oscuridad. Entonces vio los ojos del hombre, el brillo de la violencia intensificado por la química de Zeus. Entonces, con un rápido movimiento, la joven arremetió contra el estómago del hombre, que se tambaleó con un gruñido y trató de agarrarla por el cuello. Pero ella le propinó un puñetazo en la barbilla, y la fuerza del golpe le dejó el brazo dolorido.
La gente gritaba, peleándose entre sí por sobrevivir en un mundo donde nada ni nadie estaba a salvo. La joven giró sobre los talones y aprovechó el impulso para propinar a su adversario una patada en la nariz. La sangre le brotó a borbotones, sumándose a la nauseabunda miasma de olores.
El hombre la miró con ojos desorbitados, pero apenas reaccionó ante el golpe. El dolor no podía competir con el dios de la química. Sonriendo mientras la sangre le corría por el rostro, se dio golpecitos en la mano libre con la tubería.
– Voy a matarte, jodida polizonte. -Avanzó agitando la tubería en el aire como si se tratara de un látigo. Sin dejar de sonreír, añadió-: Voy a abrirte la cabeza y comerte los sesos.
Aquello le subió la adrenalina. Era cuestión de vida o muerte. La joven jadeaba y el sudor le corría como si se tratara de aceite. Esquivó el siguiente golpe y cayó de rodillas. Se llevó la mano a la bota y se levantó con una sonrisa.
– Cómete esto, bastardo. -Sostenía en una mano su arma de repuesto.
No se molestó en intentar dejarlo inconsciente, convencida de que sólo conseguiría hacer cosquillas a un hombre de ciento doce kilos bajo el efecto alucinatorio de Zeus. Tenía que darle muerte.
Cuando el hombre se abalanzó sobre ella, le disparó. Los ojos del hombre fueron lo primero en apagarse. Lo había visto otras veces. Los ojos se volvieron vidriosos como los de una muñeca, aun mientras su cuerpo arremetía. La joven lo esquivó, resuelta a volver a disparar, pero el hombre inició una temblorosa danza a medida que se le sobrecargaba el sistema nervioso.
Cayó a los pies de la joven, una mole de humanidad destruida que había jugado a ser dios.
– Ya no te cargarás a más vírgenes, cabrón -murmuró ella.
Y al sentir que las fuerzas la abandonaban, se frotó el rostro con una mano y dejó caer el brazo con que sostenía el arma.
Un débil ruido la sobresaltó. Empezó a volverse y a levantar el arma, cuando unos brazos la sujetaron y la pusieron de puntillas.
– Guárdate siempre las espaldas, teniente -susurró una voz justo antes de que unos dientes le mordisquearan el lóbulo de la oreja.
– ¡Maldita sea, Roarke! Por poco te liquido.
– Ya te gustaría. -Con una carcajada, él la volvió y la besó con avidez-. Me encanta verte en acción -murmuró mientras le recorría con una diestra mano el cuerpo hasta cubrirle los senos-. Es… estimulante.
– Basta. -Pero a Eve se le aceleró el pulso-. Éste no es lugar para seducciones.
– Al contrario. La luna de miel es el típico lugar para ello. -La apartó de sí, pero sujetándola por los hombros-. Me preguntaba dónde te habías metido. Debí imaginarlo. -Echó un vistazo al cadáver que yacía a sus pies-. ¿Qué había hecho éste?
– Tenía predilección por abrir la cabeza a las jovencitas y comerles los sesos.
– Oh. -Roarke hizo una mueca de asco y meneó la cabeza-. La verdad, Eve, ¿no podrías haberte conseguido algo menos truculento?
– Hace un par de años había un tipo en Terra Colony que encajaba con el perfil y me pregunté… -Se interrumpió con el ceño fruncido. Estaban en medio de un hediondo callejón, con un cadáver a los pies. Y Roarke, el maravilloso y bronceado ángel, lucía un esmoquin y un alfiler de corbata con un diamante-. ¿Qué haces tan elegante?
– Habíamos quedado para cenar, ¿recuerdas?
– Lo había olvidado. No pensé que esto me llevaría tanto tiempo. -Guardó el arma con un suspiro-. Supongo que tendría que arreglarme.
– Me gustas tal como estás. -Roarke la tomó entre sus brazos-. Olvídate de la cena… por el momento. -Le dedicó una sonrisa cautivadora-. Pero insisto en buscar un entorno un poco más estético. Fin de programa -ordenó.
El callejón, los olores y el montón de cuerpos apiñados se desvanecieron. De pronto se hallaban de pie en una enorme sala llena de máquinas y luces parpadeantes empotradas en las paredes. Tanto el suelo como el techo eran de espejo negro a fin de proteger las escenas holográficas disponibles en el programa. Se trataba de uno de los juguetes más sofisticados y novedosos de Roarke.
– Escenario tropical 4-B. Posición de doble mando.
En respuesta llegó el rugido de las olas y el reflejo
de las estrellas en el agua. La arena bajo sus pies era tan blanca como el azúcar y las palmeras ondeaban al viento como bailarines exóticos.
– Así está mejor -decidió Roarke, y empezó a desabrocharle la camisa-. O lo estará cuando te tenga desnuda.
– Has estado desnudándome a cada momento durante casi tres semanas.
Él arqueó una ceja.
– Privilegio del marido. ¿Alguna queja?
Marido. A Eve todavía le sorprendía esa palabra. Ese hombre con la melena negra de un guerrero, el rostro de un poeta, los ojos azules y rebeldes de un irlandés, era su marido. Nunca lograría acostumbrarse a ello.
– No, sólo… -Le falló la respiración cuando las esbeltas manos de Roarke le cubrieron los senos.
– Polizontes. -Él sonrió y le desabrochó los tejanos-. No estás de servicio, teniente Dallas.
– Sólo quería comprobar mis reflejos. Después de tres semanas sin trabajar te desentrenas.
Él le deslizó una mano entre los muslos desnudos y la oyó gemir.
– Tus reflejos funcionan perfectamente -murmuró mientras la tendía en la suave arena blanca.
Su esposa. A Roarke le gustaba repetírselo mientras ella lo montaba, se movía debajo de él o yacía exhausta a su lado. Esa mujer fascinante, esa policía consagrada, esa alma atormentada le pertenecía.
La había observado, a través del programa, en acción en aquel callejón, haciendo frente al asesino enloquecido por las drogas. Y sabía que en la vida real se enfrentaba a su trabajo con la misma determinación y coraje que había exhibido en la ilusión.
La admiraba por ello, por muchos quebraderos de cabeza que le causara. Pronto estarían de nuevo en Nueva York y él tendría que compartir con ella sus obligaciones. Pero de momento no quería compartirla con nada ni nadie.
A él tampoco le eran desconocidos los callejones que apestaban a basura y a miseria humana. Había crecido en ellos y finalmente había escapado, hasta convertirse en quien era, y entonces Eve había irrumpido en su vida, penetrante y letal como una flecha, y había vuelto a cambiarla.
Los policías habían sido en otro tiempo el enemigo, luego un divertimento, y ahora estaba unido a uno.
Apenas hacía dos semanas la había visto acercarse a él con un vestido largo y suelto de color bronce, y un ramo de flores. Los cardenales que unas horas atrás le había dejado en el rostro un asesino habían quedado disimulados bajo el maquillaje. Y en sus grandes ojos castaños que revelaban tantas cosas, había visto coraje y risa.
Allá vamos, Roarke. Casi se lo había oído decir mientras colocaba una mano sobre la de él. En la fortuna como en la adversidad, te acepto. Dios nos ampare.
Ahora ella llevaba su anillo y él el de ella. Roarke había insistido en ese punto, aunque esas tradiciones no estaban precisamente de moda a mediados del siglo XXI. Había querido tener un recordatorio tangible de lo que significaban el uno para el otro, un símbolo.
Ahora él le cogió la mano y le besó el dedo por encima de la alianza de oro grabada que había encargado para ella. Ella mantuvo los ojos cerrados mientras él estudiaba los marcados ángulos de su rostro, la boca grande, el cabello corto y castaño despeinado.
– Te quiero.
A Eve se le subieron los colores. Se conmovía tan fácilmente, pensó él. Se preguntó si tenía alguna idea de lo grande que era su corazón.
– Lo sé. -Abrió los ojos-. Empiezo a acostumbrarme.
– Estupendo.
Mientras oía el ruido de las olas lamiendo la orilla y la balsámica brisa susurrando entre las palmeras, la joven se apartó el cabello del rostro. Un hombre como él, poderoso, rico e impulsivo, podía hacer realidad tales escenas con un chasquido de los dedos. Y lo había hecho por ella.
– Me haces tan feliz.
Él le sonrió, haciendo que el estómago se le encogiera de placer.
– Lo sé.
Sin esfuerzo, la levantó del suelo y la colocó a horcajadas sobre él. Entonces le recorrió despacio el largo, delgado y musculoso cuerpo.
– ¿Estás dispuesta a admitir que te alegras de que te haya sacado a la fuerza del planeta para la última parte de nuestra luna de miel?