– Estamos orgullosos de él. Por aquí, teniente.
Después de meter los bolsos en un armario a prueba de bombas, las condujo a un ascensor y lo programó para la sección tres, nivel A. Las puertas se cerraron sin hacer ruido y la cabina se movió sin apenas un indicio de movimiento. Eve sintió ganas de preguntar cuánto habían tenido que pagar los contribuyentes por aquel lujo, pero decidió que el cabo no apreciaría la ironía.
Estaba convencida de ello cuando salieron a un espacioso vestíbulo decorado con tumbonas y árboles en macetas. La alfombra era gruesa y tenía un sistema de cables para detectar el movimiento. La consola frente a la cual trabajaban ajetreadas tres recepcionistas estaba equipada con todo clase de ordenadores, monitores y sistemas de comunicación. La música de fondo, más que tranquilizar, embotaba el cerebro.
Las recepcionistas no eran androides, pero eran tan rígidas y pulcras, y tan radicalmente conservadoras en su forma de vestir, que ella pensó que les habría ido mejor como autómatas. Mavis se habría quedado horrorizada de su falta de estilo, pensó Eve con profundo afecto.
– Reconfirmación de las palmas de las manos, por favor -anunció el cabo y, obedientes, Eve y Peabody colocaron la mano derecha plana sobre el lector-. La sargento Hobbs las acompañará a partir de ahora.
La sargento, en su pulcro uniforme, salió de detrás de la consola. Abrió otra puerta reforzada y las condujo por un silencioso corredor.
En el último control había una última pantalla detectora de armas, y finalmente las codificaron para que pudieran acceder a la oficina del jefe de policía. En ésta había una vista panorámica de la ciudad. A Eve le bastó con echar un vistazo a Dudley para saber que se consideraba su dueño. Su escritorio era tan grande como un lago, y en una pared había pantallas que mostraban varias partes del edificio y los jardines. En otra había fotos y hologramas de Dudley con jefes de Estado, miembros de la familia real y embajadores. Su centro de comunicaciones rivalizaba con la sala de control de NASA Dos.
Pero el hombre en sí dejaba todo lo demás en la sombra.
Era enorme, de dos metros de estatura y ciento veinte kilos de peso. Su rostro amplio y huesudo estaba curtido y bronceado, con el cabello plateado cortado a rape. En sus manazas llevaba dos anillos. Uno era el símbolo de rango militar; el otro, una gruesa alianza de oro.
Permaneció erguido con cara de póker estudiando a Eve con sus ojos del color y textura de ónice. En cuanto a Peabody, no se molestó en mirarla siquiera.
– Teniente, está usted investigando la muerte del senador Pearly.
Para que luego hablen de fórmulas de cortesía, pensó Eve, y le respondió con la misma moneda.
– Así es, señor. Estoy investigando la posible relación de la muerte del senador con otra muerte. Valoramos y le agradecemos su colaboración en este asunto.
– Creo que esa posibilidad es muy remota. Sin embargo, después de revisar su hoja de servicios en el departamento de homicidios de Nueva York, no tengo motivos para impedirle que consulte el expediente del senador.
– Hasta la más remota posibilidad merece ser investigada, señor.
– Estoy de acuerdo y admiro la meticulosidad.
– ¿Entonces puedo preguntarle si conocía al senador personalmente?
– Así es, y aunque no teníamos las mismas ideas políticas, lo consideraba un funcionario público consagrado y un hombre de firmes principios morales.
– ¿De los que obligan a quitarse la vida?
Dudley parpadeó unos segundos.
– No, teniente, diría que no. Y ésta es la razón por la que está usted aquí. El senador ha dejado una familia. En el ámbito familiar el senador y yo coincidíamos. Por lo tanto, su aparente suicidio no encaja con él.
Dudley pulsó un botón del escritorio y volvió la cabeza hacia la pared cubierta de pantallas.
– En la pantalla uno, su ficha personal. En la dos, sus datos financieros. En la tres, su carrera política. Tiene una hora para revisar los datos. Esta oficina permanecerá bajo estricta vigilancia electrónica. Limítese a llamar a la sargento Hobb cuando haya finalizado la hora.
Eve expresó la opinión que le merecía Dudley en cuanto éste abandonó la oficina.
– Nos ha puesto las cosas fáciles. Si no le gustaba particularmente Pearly, diría que al menos lo respetaba. En fin, Peabody, manos a la obra.
Estudió las pantallas del mismo modo que había recorrido la habitación con su mirada de policía. Estaba casi segura de haber localizado todas las cámaras y micrófonos de seguridad, y cambió de postura para que su cuerpo quedara parcialmente tapado por el de Peabody.
A continuación se sacó de la camisa el anillo de diamante que Roarke le había regalado y jugueteó distraída con él mientras con otra mano sacaba la pequeña grabadora y la mantenía pegada al cuello enfocando las pantallas.
– Una ficha limpia -comentó-. Sin antecedentes penales. Padres casados, todavía vivos, residentes en Carmel. Su padre prestó el servicio militar con el rango de coronel y sirvió en las Rebeliones Urbanas. Su madre era técnico médico con tiempo libre para ejercer de madre profesional. Se crió en un hogar muy unido.
Peabody clavó la mirada en la pantalla, ajena a la grabadora.
– Y tuvo una buena educación. Licenciado en Princeton, realizó trabajos de posgraduado en el centro de estudios universales de la estación espacial Libertad. Eso fue justo cuando la fundaron, y sólo los mejores estudiantes lograban matricularse. Casado a los treinta años, poco antes de que se presentara por primera vez para el cargo. Defensor del control demográfico. Y con el típico hijo único, varón. -Desplazó la mirada hacia otra pantalla-. Sus ideas políticas están justo en el centro del partido liberal. Se dio cabezazos con tu viejo amigo DeBlass a raíz de la prohibición de armas y el programa de moralidad presentados por éste.
– Tengo el presentimiento de que el senador me habría caído bien. -Eve se volvió ligeramente-. Pasar al historial médico.
Los términos técnicos que fueron desfilando por la pantalla la hicieron bizquear. Se encargaría de que se los tradujeran más tarde, pensó. Si es que lograba salir del edificio con la grabadora.
– Parece un espécimen sano. Los datos físicos y mentales no muestran nada anormal. Amígdalas tratadas de niño, y una tibia fracturada a los veintitantos, haciendo deporte. Corrección de la vista, habitual, a los cuarenta y cinco años. Esterilización permanente en ese mismo período.
– Esto es interesante. -Peabody había pasado a examinar la pantalla sobre la carrera política-. Se proponía presentar un proyecto de ley según la cual todos los representantes legales y técnicos debían someterse cada cinco años a una investigación de antecedentes, corriendo cada uno con los gastos. Eso no debió de sentar muy bien a sus colegas.
– O al mismo Fitzhugh -murmuró Eve-. Parece como que él también andaba tras el imperio electrónico. Pidiendo requisitos más estrictos para los nuevos dispositivos y nuevas leyes para conceder licencias. Esto tampoco debió de convertirle en Mr. Popularidad. Informe de la autopsia -solicitó.
Entornó los ojos cuando éste apareció en la pantalla. Leyó por encima de la jerga y meneó la cabeza.
– Caramba, debía de estar destrozado cuando lo rasparon. No ha quedado mucho que analizar. Escáner y disección del cerebro. Nada -añadió-. No hay constancia de ninguna lesión o tara. Visualizar sección transversal. Vista lateral ampliada -ordenó, y se acercó más a la pantalla para estudiar la imagen-. ¿Qué ves, PeabodY?
– Una poco atractiva materia gris, demasiado destrozada para ser trasplantada.
– Ampliar hemisferio derecho, lóbulo frontal… Cielos, qué desastre le hicieron. No se ve nada. Es imposible estar segura.
Miró la pantalla hasta que le escocieron los ojos. ¿Era una sombra o simplemente parte del trauma resultante de estrellar un cráneo humano contra el cemento?
– No lo sé, Peabody. -Ya tenía lo que necesitaba, así que volvió a guardar la grabadora bajo la camisa-. Sólo sé que en estos datos no se refleja un móvil o una predisposición al suicidio. Y con éste ya son tres. Salgamos de este maldito lugar. Me pone los pelos de punta.
– Coincido plenamente contigo.
Compraron tubos de Pepsi y lo que pasaba por ser un bocadillo de carne y verduras picadas en un carrito aerodeslizante de la esquina de Pennsylvania con Security Row. Eve se disponía a parar a gritos un taxi para regresar al aeropuerto cuando una brillante limusina negra se detuvo en la cuneta. La ventanilla trasera se bajó y Roarke les sonrió.
– ¿Desean las señoras que las lleve?
– ¡Caray! -fue todo lo que Peabody pudo decir al examinar el coche de punta a punta.
Se trataba de una reluciente pieza de anticuario, de un lujo de otra era, y tan romántico y tentador como pecar.
– No lo animes, Peabody. -Eve empezaba a subirse al vehículo, cuando Roarke le cogió la mano y la sentó en su regazo.
– ¡Eh! -exclamó Eve avergonzada, tratando de clavarle el codo.
– Me encanta hacerla ruborizar cuando está de servicio -comentó él forcejeando con ella para volver a sentarla en su regazo-. ¿Qué tal la jornada, Peabody?
La oficial sonrió, encantada al ver a la teniente ruborizada y soltando maldiciones.
– Empieza a mejorar. Si hay algún tipo de mampara, puedo dejaros a solas.
– Te he dicho que no lo animes, ¿vale? -Esta vez Eve logró clavarle el codo y consiguió sentarse en el asiento-. Estúpido -murmuró.
– Es demasiado cariñosa. -Roarke suspiró y se recostó en el asiento-. Si habéis terminado con vuestro asunto policial puedo proponeros un paseo por la ciudad.
Antes de que Peabody pudiera abrir la boca, Eve respondió:
– No. Tenemos que volver a Nueva York. Sin rodeos.
– También es una auténtica juerguista -comentó Peabody con seriedad. Entrelazó las manos y se dedicó a observar la ciudad a través de la ventanilla.