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Confundida, Eve bajó la mirada y puso los ojos en blanco.

– Mierda. Ya me has visto las tetas otras veces. -Pero dejó a un lado el comunicador y trató de colocar el corpiño en su sitio.

– ¿Y puedo decir que las tienes muy bien puestas, teniente?

– ¿Lamiéndome el culo, Peabody?

– Ya lo creo.

Eve contuvo la risa y se sentó en el borde de la butaca del vestidor.

– ¿Un informe?

– Sí, teniente. Yo… esto…

Al ver a Peabody levantar la mirada, Eve miró por encima del hombro. Roarke acababa de entrar en la habitación recién salido de la ducha, con el pecho mojado y una toalla blanca anudada en las caderas.

– Quítate de allí antes de que mi ayudante acabe muerta clínicamente.

Roarke miró la pantalla del comunicador y sonrió.

– Hola, Peabody.

– Hola. -Se oyó a Peabody tragar saliva aun a través del aparato-. Me alegro de verte… Quiero decir, ¿cómo estás?

– Muy bien. ¿Y tú?

– ¿Qué?

– Roarke, dale un respiro, ¿quieres? O tendré que apagar el vídeo.

– No es necesario, teniente. -Peabody se desinfló cuando Roarke desapareció de la vista-. Cielos -exclamó sonriendo tontamente a Eve.

– Asienta tus hormonas e informa.

– A la orden, teniente. -La ayudante carraspeó-. He sorteado la mayor parte de los trámites burocráticos, teniente. Sólo quedan un par de problemas. Dada la coyuntura, tendremos los datos requeridos a las nueve. Pero hay que ir a East Washington para consultarlos.

– Me lo temía. Está bien, Peabody. Cogeremos la lanzadera de las ocho.

– No seas tonta. Puedes usar la mía -repuso Roarke detrás de ella mientras examinaba con mirada crítica las arrugas del esmoquin que sostenía en las manos.

– Es un asunto policial.

– No es motivo para que os apretujéis como sardinas en lata. Viajar con comodidad no lo hace menos oficial. De todos modos tengo un asunto que atender en East Washington. Os llevaré. -Se inclinó por encima de Eve y sonrió a Peabody-. Enviaré un coche a buscarte. ¿Ocho menos cuarto te va bien?

– Estupendo. -Peabody no pareció decepcionarse al verlo con camisa.

– Escucha, Roarke… -empezó Eve. Pero él la interrumpió con delicadeza:

– Lo siento, Peabody, se nos está haciendo tarde. Hasta mañana. -Y alargó una mano para desconectar el comunicador.

– Sabes que me molesta que hagas esta clase de cosas.

– Lo sé -se apresuró a responder él-. Por eso no puedo evitarlo.

– Me paso la vida en un tipo de transporte u otro desde que te conozco -gruñó Eve mientras tomaba asiento en el Jet Star privado de Roarke.

– Todavía de mal humor -observó él, e hizo señas a la azafata de vuelo para que se acercara-. Mi esposa necesita otra dosis de café, y yo la acompañaré.

– Enseguida, señor. -La azafata se internó en la cocina con silenciosa eficiencia.

– Disfrutas llamándome esposa, ¿verdad?

– Sí. -Roarke le acarició la cara y le besó la hendidura en la barbilla-. No has dormido bastante -murmuró, pasándole el pulgar por debajo de los ojos-. Te cuesta tanto desconectar ese cerebro tuyo. -Levantó la vista hacia la azafata cuando ésta dejó dos tazas humeantes de café delante de ellos-. Gracias, Karen. Despegaremos en cuanto llegue la oficial Peabody.

– Informaré al piloto, señor. Buen viaje.

– No tienes que ir a East Washington, ¿verdad?

– Podría haberlo resuelto desde Nueva York. -Se encogió de hombros y cogió una taza-. Pero siempre es más eficaz atender los asuntos personalmente. Y tengo una oportunidad más de verte trabajar.

– No quiero involucrarte en esto.

– Nunca lo haces. -Cogió la otra taza y se la ofreció con una sonrisa-. Pero estoy unido a ti y no puedes dejarme fuera, teniente.

– Quieres decir que no vas a permitir que lo haga.

– Exacto. Ah, aquí tenemos a la temible Peabody.

La ayudante subió a bordo recién planchada y arre glada, pero lo estropeó todo al dejar que la mandíbula le colgara mientras meneaba la cabeza en un intento de asimilarlo todo a la vez.

La cabina era tan suntuosa como una habitación de un hotel de cinco estrellas, con asientos cómodos, mesas brillantes y jarrones de cristales conteniendo flores tan frescas que seguían cubiertas de rocío.

– Cierra la boca, Peabody. Pareces una trucha.

– Ya casi he terminado, teniente.

– No te preocupes, Peabody, se ha despertado de mal humor. -Roarke se levantó, desconcertando a Peabody hasta que ésta se dio cuenta de que le estaba ofreciendo un asiento-. ¿Te apetece un café?

– Esto… sí, gracias.

– Iré a buscarlo y os dejaré a solas para que habléis de trabajo.

– Dallas, esto es… súper.

– Es cosa de Roarke.

– Lo que te digo. Súper.

Eve levantó la vista cuando él entró con más café. Moreno, atractivo y un poco perverso. Sí, súper debía de ser la palabra, pensó.

– Vamos, abróchate el cinturón y disfruta del viaje, Peabody.

El despegue fue suave y el trayecto breve, dando a Peabody el tiempo justo para ofrecer a Eve los detalles. Debían presentarse en la oficina del jefe de seguridad de los miembros del gobierno. Todos los datos serían consultados dentro del edificio, y no podían transferir ni llevarse nada.

– Malditos políticos -se quejó Eve subiéndose a un taxi-. ¿De quién se protegen, por el amor de Dios? Ese hombre está muerto.

– Es el procedimiento clásico de cubrirse el trasero. Y en East Washington siempre hay un montón de traseros que cubrir.

Eve miró a Peabody pensativa.

– ¿Has estado alguna vez en East Washington?

– Una vez cuando era niña -respondió encogiéndose de hombros-. Con mi familia. Los de la Free Age propusieron un minuto de silencio para protestar contra la inseminación artificial del ganado.

Eve resopló.

– Eres una caja de sorpresas, Peabody. Como hace tiempo que no has estado por aquí, tal vez quieras disfrutar del paisaje. Contempla los monumentos. -Señaló el Lincoln Memorial y la multitud de turistas y vendedores ambulantes.

– He visto un montón de vídeos -dijo Peabody.

Pero Eve arqueó las cejas.

– Disfruta del paisaje, Peabody. Considéralo una orden.

– Sí, teniente. -Con lo que en otro rostro se habría considerado un mohín, Peabody volvió la cabeza.

Eve sacó de su bolso una grabadora-tarjeta y se la metió debajo de la camisa. Dudaba que el sistema de seguridad implicara rayos X o un registro exhaustivo en el que tuviera que desnudarse. Si así era, se limitaría a alegar que siempre llevaba una de refuerzo. Eve miró de reojo al conductor, pero el androide tenía la mirada clavada en la carretera.

– Hay mucho que ver en la ciudad -comentó Eve cuando giraron para tomar la carretera de circunvalación que conducía a la Casa Blanca, y desde donde podía verse la vieja mansión a través de rejas reforzadas y búnqueres de acero.

Peabody volvió la cabeza y miró a Eve.

– Puedes confiar en mí, teniente. Pensaba que eso hacías.

– No es cuestión de confianza. -Al oír el tono dolido de Peabody, Eve añadió con delicadeza-: Es cuestión de que no quiero poner en peligro otro trasero aparte del mío.

– Si somos compañeras…

– No lo somos. -Eve inclinó la cabeza y esta vez puso autoridad en la voz-. Todavía no. Eres mi ayudante y estás entrenándote. Como tu superior, yo decido hasta dónde debes exponer tu trasero.

– Sí, teniente -respondió con rigidez.

Eve suspiró.

– No te lo tomes a mal, Peabody. Llegará el día en que dejaré que te lleves tú los palos del comandante. Y créeme, tiene un buen puño.

El taxista se detuvo ante las puertas del edificio gubernamental. Eve deslizó los créditos a través de la ranura de seguridad, se apeó y se acercó a la pantalla. Apoyó la mano en el lector de palmas, deslizó la placa en la ranura de identificación y esperó a que Peabody la imitara.

– Teniente Dallas, Eve, y ayudante. Cita con Dudley.

«Un momento para la verificación. Autorización confirmada. Por favor, dejen las armas en el contenedor. Les advertimos que es un delito federal introducir armas en el edificio. Todo individuo que entre con un arma en su poder será detenido.»

Eve desenfundó su arma. Luego, con cierto pesar, se agachó para sacarse de la bota unas tenazas especiales. Al ver la mirada inexpresiva de Peabody, se encogió de hombros.

– Empecé a llevarla tras mi experiencia con Casto. Podría haberme ahorrado algún disgusto.

– Sí. -Peabody dejó caer en el contenedor el arma habitual de la policía, el llamado paralizador-. Ojalá te hubieras cargado a ese cabrón.

Eve abrió la boca y volvió a cerrarla. Peabody había tenido cuidado de no mencionar al detective de Ilegales que la había seducido, se había acostado con ella y la había utilizado mientras mataba por lucro.

– Siento que las cosas fueran así -dijo Eve al cabo de un momento-. Si quieres desahogarte alguna vez…

– No me gusta desahogarme. -Se aclaró la voz-. Gracias de todos modos.

– Bueno, estará entre rejas hasta el próximo siglo.

Peabody esbozó una sombría sonrisa.

– Ya está.

«Tienen autorización para entrar. Por favor, crucen la verja y suban al autotranvía de la línea verde que las conducirá al centro de información del segundo nivel.»

– Cielos, cualquiera diría que vamos a ver al presidente en lugar de a un poli encorbatado.

Eve cruzó la verja que se cerró eficientemente a sus espaldas. Luego se acomodó junto con Peabody en los rígidos asientos del tranvía. Con un zumbido, éste las llevó a toda velocidad a través de los búnqueres y a lo largo de un túnel de paredes de acero que descendía en ángulo, hasta que les ordenaron bajar en una antesala iluminada por luz artificial y con las paredes cubiertas de pantallas.

– Teniente Dallas, oficial.

El hombre que acudió a su encuentro llevaba el uniforme gris de Seguridad del Gobierno con el rango de cabo. Tenía el cabello rubio y tan corto que dejaba entrever el blanco cuero cabelludo. Su rostro delgado estaba igual de pálido, el color de piel de un hombre que se pasaba la vida en interiores y subterráneos.

La camisa del uniforme se hinchó bajo sus abultados bíceps.

– Dejen aquí sus bolsos, por favor. A partir de este punto están prohibidos los dispositivos electrónicos y de grabación. Están bajo vigilancia y así permanecerán hasta que abandonen el edificio. ¿Entendido?

– Entendido, cabo. -Eve le entregó su bolso y el de Peabody, y se guardó el comprobante que él le entregó-. Es asombroso este lugar.

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