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Mira meneó la cabeza.

– No estoy de acuerdo. Un niño que nace en la miseria en Budapest, que es separado de su madre al nacer y criado en un ambiente privilegiado en París, rodeado de amor y atenciones, reflejaría esos cuidados, esa educación. El entorno afectivo y el instinto humano básico de mejorar no pueden dejarse de lado.

– De acuerdo hasta cierto punto -repuso Reeanna-. Pero la impronta del código genético, lo que nos predispone al éxito o al fracaso, al bien o al mal, anula todo lo demás. Aun en los hogares donde hay más amor y mejores atenciones crecen monstruos; y en los rincones más sórdidos del universo, la bondad, incluso la grandeza, sobrevive. Somos lo que somos, y lo demás son apariencias.

– Si suscribo tu teoría -dijo Eve despacio-, el sujeto en cuestión estaba destinado a quitarse la vida. Ninguna circunstancia ni cambio en el entorno podría haberlo impedido.

– Exacto. La predisposición estaba allí, oculta. Seguramente lo desencadenó un hecho en concreto, pero podría tratarse de una nimiedad, algo que pasaría fácilmente por alto en otro patrón de ondas cerebrales. La investigación que está llevando a cabo el Instituto Bowers ha aportado pruebas consistentes del patrón genético del cerebro y su indiscutible influencia en la conducta. Puedo conseguirle discos sobre el tema, si lo desea.

– Os dejo con vuestros estudios sobre el cerebro -dijo Eve-. Tengo que volver a comisaría. Te agradezco tu tiempo, Mira. -Se puso en pie-. Y tus teorías, Reeanna.

– Me encantaría discutirlas con más tiempo. En otra ocasión. -Reeanna le estrechó la mano-. Dale recuerdos a Roarke.

– Lo haré. -Eve se volvió ligeramente cuando Mira se levantó para besarla en la mejilla-. Ya te llamaré.

– Eso espero, y no sólo cuando tengas un caso que discutir. Saluda a Mavis de mi parte.

– Claro.

Se echó el bolso al hombro y se encaminó a la salida, deteniéndose brevemente para sonreír con desdén al maitre.

– Una mujer fascinante -comentó Reeanna lamiendo despacio la parte posterior de la cuchara-. Con un gran autodominio, algo irritable, y poco acostumbrada y algo reacia a las demostraciones espontáneas de afecto. -Rió al ver a Mira arquear una ceja-. Lo siento, son gajes del oficio. Saca de quicio a William. No era mi intención ser desagradable.

– Estoy segura. -Mira sonrió y la miró con afecto y comprensión-. A menudo me sorprendo haciendo lo mismo. Y tiene razón, Eve es una mujer fascinante. Se ha hecho a sí misma, lo que me temo que puede hacer tambalear su teoría de la impronta genética.

– ¿De veras? -Intrigada, Reeana se inclinó hacia ella-. ¿La conoce bien?

– Tanto como es posible. Eve es muy reservada.

– Veo que le tiene mucho afecto -observó Reeanna asintiendo con la cabeza-. Espero que no me interprete mal si le digo que no era lo que me esperaba cuando me enteré que Roarke se iba a casar. Que se casara me pilló por sorpresa, pero imaginé que su esposa sería el colmo del refinamiento y la sofisticación. Una policía que lleva un arma como cualquier otra mujer lleva un collar de familia no era la idea que tenía del gusto de Roarke. Sin embargo armonizan. -Y añadió con una sonrisa-: Podría decirse que estaban hechos el uno para el otro.

– En eso estoy de acuerdo.

– Y dígame, doctora Mira, ¿qué opina de los cultivos de ADN?

– Oh, verá… -Mira se acomodó para entregarse a una animada discusión.

Sentada ante el ordenador de su escritorio, Eve reorganizaba los datos reunidos sobre Fitzhugh, Mathias y Pearly. No lograba encontrar un nexo, un terreno común. La única correlación real entre los tres era el hecho de que ninguno había presentado tendencias suicidas con anterioridad.

– Probabilidades de que los casos estén relacionados -pidió Eve.

TRABAJANDO. PROBABILIDAD DEL 5,2 POR CIENTO.

– En otras palabras, nada. -Eve resopló y frunció el entrecejo cuando un aerobús pasó con gran estruendo, haciendo vibrar la pequeña ventana-. Probabilidades de homicidio en el caso de Fitzhugh partiendo de los datos conocidos hasta el momento. SEGÚN LOS DATOS CONOCIDOS HASTA EL MOMENTO, LA PROBABILIDAD DE HOMICIDIO ES DE 8,3 POR CIENTO.

– Ríndete, Dallas -se dijo en un murmullo-. Déjalo estar.

Se volvió con parsimonia en su silla y observó el denso tráfico aéreo al otro lado de la ventana. Predestinación. Destino. Impronta genética. Si creyera en algo de todo eso, ¿qué sentido tendría su trabajo… o su vida? Si no había alternativa ni posibilidad de cambiar las cosas, ¿para qué luchar por salvar vidas o hacer justicia a los muertos cuando la lucha fracasaba?

Si todo estaba fisiológicamente codificado, ¿se había limitado a seguir siempre unas pautas al venir a Nueva York, al luchar por salir de la oscuridad y convertirse en alguien? Y si en ese código había habido realmente una mancha que había borrado esos primeros años de su vida, ¿seguía incluso ahora borrando pequeños trozos?

¿Y podía ese código reaparecer en cualquier momento y convertirla en un reflejo del monstruo que había sido su padre?

No sabía nada de su familia. Su madre era un espacio en blanco. Si tenía parientes, tíos o abuelos, todos estaban perdidos en el oscuro vacío de su memoria. No tenía a nadie en quien basar su código genético, salvo el hombre que la había maltratado y violado siendo niña hasta que, deshecha de terror y dolor, le había plantado cara.

Y lo había matado.

Las manos manchadas de sangre a los ocho años. ¿Por eso se había convertido en policía? ¿Intentaba lavar esa sangre con leyes y lo que algunos seguían llamando justicia?

– ¿Teniente? -Peabody apoyó una mano en el hombro de Eve, sobresaltándola-. Lo siento. ¿Estás bien?

– No. -Eve se apretó los ojos. La discusión durante el postre le había perturbado más de lo que había supuesto-. Me duele la cabeza.

– Tengo los calmantes del departamento.

– No, gracias. -A Eve le asustaban los fármacos, incluso en las dosis oficialmente admitidos-. Ya me pasará. Se me están agotando las ideas sobre el caso Fitzhugh. Feeney me ha transmitido todos los datos conocidos sobre el joven del Olympus. No logro encontrar ninguna conexión entre él, Fitzhugh y el senador. No tengo nada más que estupideces que echar en cara a Leanore y Arthur. Podría pedir un detector de mentiras, pero es inútil. No conseguiré mantener el caso abierto veinticuatro horas más.

– ¿Sigues creyendo que están relacionados?

– Quiero que lo estén, y eso es otra historia. No estoy siendo muy eficiente en tu primera misión como mi ayudante.

– Ser tu ayudante es lo mejor que me ha podido ocurrir. -Peabody se sonrojó un poco-. Aunque nos quedáramos atascadas en los mismos casos los próximos seis meses, todavía estarías enseñándome.

Eve se recostó en la silla.

– Te contentas fácilmente.

Peabody desplazó la mirada hasta encontrarse con los ojos de Eve.

– De eso nada. Cuando no consigo lo mejor me vuelvo insoportable.

Eve se echó a reír y agitó una mano en el aire.

– ¿Lamiéndome el trasero, oficial?

– No, teniente. Si así fuera, haría una observación personal, como que salta a la vista que el matrimonio te sienta bien. O que nunca has tenido mejor aspecto. -Peabody sonrió cuando Eve resopló-. Así sabrías que te estoy lamiendo el trasero.

– No suelen salir policías de la Free Age. Artistas, granjeros, de vez en cuando un científico, y montones de artesanos, pero no policías.

– No me gustaba tejer esteras.

– ¿Sabes hacerlo?

– Sólo si me amenazas con un láser.

– ¿Qué pasó entonces? ¿Tu familia te cabreaba y decidiste romper el molde y meterte en un terreno alejado del pacifismo?

– No, teniente. -Confundida ante esa clase de interrogatorio, Peabody se encogió de hombros-. Mi familia es estupenda. Todavía estamos muy unidos. No comprenden qué hago o qué quiero hacer, pero nunca han intentado ponerme trabas. Simplemente decidí ser policía, del mismo modo que mi hermano quiso ser carpintero y mi hermana granjera. Uno de los principios más firmes del movimiento es la expresión personal.

– Pero tu no encajas con el código genético -murmuró Eve y tamborileó en el escritorio-. No encajas. La herencia, el entorno, las pautas genéticas… todo eso debió influenciarte de distinto modo.

– Ya les gustaría eso a los criminales -repuso Peabody con seriedad-. Pero aquí me tiene, manteniendo la ciudad sin peligros.

– Si de pronto sientes una necesidad imperiosa de tejer esteras…

– Descuida, tú serás la primera en saberlo…

El ordenador de Eve emitió dos pitidos anunciando la entrada de datos.

– El informe adicional sobre la autopsia del joven. -Eve le hizo señas de que se acercara y ordenó-: Enumerar cualquier anomalía en el cerebro.

ANOMALÍA MICROSCCSPICA, HEMISFERIO DERECHO DE LA CORTEZA CEREBRAL, LÓBULO FRONTAL, CUADRANTE IZQUIERDO. INEXPLICABLE. CONTINÚA INVESTIGÁNDOSE Y ANALIZÁNDOSE.

– Bien, creo que acabamos de hacer un descubrimiento. Visualizar el lóbulo frontal y la anomalía. -En la pantalla apareció el corte transversal del cerebro-. Aquí está. -Se le hizo un nudo en el estómago mientras señalaba la pantalla-. Esta sombra, ¿la ves?

– Muy mal. -Peabody se inclinó hasta quedar mejilla con mejilla con Eve-. Parece un defecto de la pantalla.

– No; es un defecto del cerebro. Incrementar cuadrante seis al veinte por ciento.

La imagen cambió, y la sección con la anomalía llenó la pantalla.

– Parece más bien una quemadura que un agujero, ¿no crees? Apenas se ve, pero ¿qué clase de influencia podría tener en el comportamiento, la personalidad y la toma de decisiones?

– Solían suspenderme en fisiología anormal en la academia. -Peabody encogió sus fornidos hombros-. Salí mejor parada en psico, y mejor aún en tácticas. Pero esto me supera.

– A mí también -admitió Eve-. Pero hay una conexión, la primera que tenemos. Visualizar la sección transversal de la anomalía cerebral de Fitzhugh, archivo 12871. Dividir pantalla con la imagen.

La pantalla se volvió borrosa. Eve soltó una maldición y le dio una palmada con el dorso de la mano haciendo aparecer en el centro una imagen temblorosa.

– Hijo de perra. El trasto que tenemos que utilizar aquí… Me pregunto cómo logramos cerrar un caso. Trasvasa todos los datos al disco, cabrón.

– Tal vez si lo enviases a mantenimiento -sugirió Peabody y recibió un gruñido por toda respuesta.

– Se suponía que iban a revisarlo en mi ausencia. Esos cabrones no rascan bola en todo el día. Voy a utilizar uno de los ordenadores de Roarke. -Sorprendió a Peabody arqueando una ceja y golpeó el suelo con el pie mientras esperaba que la máquina trasvasara los datos-. ¿Algún problema, oficial?

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