Hudson había pasado más de una hora explicando a los hombres del presidente la historia de la Jersey Colony. Al principio, éstos se quedaron pasmados y guardaron silencio. Después se excitaron mucho y lanzaron una andanada de preguntas a las que respondió Hudson, hasta que el presidente ordenó que les sirviesen el almuerzo en aquella misma habitación.
El indecible asombro fue seguido de entusiastas loanzas a Hudson y su «círculo privado», pero poco a poco se impuso la triste realidad al conocerse el conflicto con los cosmonautas soviéticos.
– Cuando los colonos de Jersey hayan regresado sanos y salvos a Cabo Cañaveral -dijo el presidente-, tal vez podré apaciguar a Antonov ofreciéndole compartir algunos de los numerosos datos obtenidos por Steinmetz y su equipo.
– ¿Por qué hemos de regalarles algo? -preguntó Simons-. Ya nos han robado bastante tecnología.
– No niego su latrocinio -replicó el presidente-, pero si nuestras posiciones estuviesen invertidas, no permitiría que se saliesen de rositas después de matar a catorce de nuestros astronautas.
– Yo estoy con usted, señor presidente -dijo el secretario de Estado, Oates-. Pero si ustedes estuviesen realmente en su lugar, ¿qué clase de represalia tomarían?
– Muy sencillo -dijo el general Post-. Si yo fuese Antonov, ordenaría que Columbas fuese borrado del cielo.
– Una idea abominable, pero que hemos de tomar en serio -dijo Brogan-. Los líderes soviéticos deben pensar que tienen derecho a destruir la estación y a todos los que están a bordo.
– O la lanzadera y su tripulación -añadió Post.
El presidente miró fijamente al general.
– ¿Pueden ser defendidos el Columbus y el Gettysburg?
Post sacudió ligeramente la cabeza.
– Nuestro sistema de defensa láser rayos X no será eficaz hasta dentro de catorce meses. Mientras estén en el espacio, tanto la estación como la lanzadera serán vulnerables a los satélites asesinos Cosmos 1400 de la Unión Soviética. Sólo podremos proteger con eficacia al Gettysburg después de que entre en la atmósfera terrestre.
El presidente se volvió a Brogan.
– ¿Qué dice usted, Martin?
– No creo que ataquen el Columbus. Se expondrían demasiado a que nosotros tomásemos represalias contra la estación Salyut 10. Yo digo que tratarán de destruir la lanzadera.
Se hizo un silencio helado en el Salón Roosevelt, mientras cada uno de los presentes debatía sus propios pensamientos. Entonces, la cara de Hudson adquirió una expresión inspirada, y golpeó la mesa con su pluma.
– Creo que hemos pasado algo por alto -dijo, en tono flemático.
– ¿Qué? -preguntó Fawcett.
– El verdadero objetivo de su ataque contra la Jersey Colony.
Brogan tomó la palabra.
– Salvar su prestigio destruyendo todo rastro de nuestra hazaña en el espacio -dijo.
– No destruir, sino robar -dijo enérgicamente Hudson-. Asesinar a los colonos no era un castigo de ojo por ojo, diente por diente. Jess Simmons dio en el clavo. Según la manera de pensar del Kremlin, lo vital era apoderarse de la base intacta con el fin de aprovecharse de la tecnología, los datos y los resultados de una inversión de miles de millones de dólares y de veinticinco años de trabajo. Éste era su objetivo. La venganza era algo secundario.
– Es una buena teoría -dijo Oates-. Salvo que, con los colonos volviendo a la Tierra, Jersey Colony está a su alcance.
– Empleando nuestro vehículo de transporte lunar, podemos tener otro equipo en el lugar dentro de dos semanas -dijo Hudson.
– Pero tengamos en cuenta a los dos cosmonautas que están todavía en Selenos 8 -dijo Simmons-. ¿Qué va a impedirles bajar y apoderarse de la colonia abandonada?
– Disculpe -respondió Hudson-. Olvidé decirles que Steinmetz transportó a los cinco rusos muertos a la cápsula lunar y los introdujo en ella. Después obligó a los tripulantes supervivientes a elevarse y volver a la Tierra, amenazándoles con hacerles pedazos en la superficie de la Luna con el último cohete de su lanzador.
– El sheriff limpiando la población -dijo Brogan con admiración-. Ardo en deseos de conocer a ese hombre.
– Pero fue a costa de algo -dijo Hudson, a media voz-. Steinmetz trae dos heridos graves y un cadáver.
– ¿Cuál es el nombre del muerto? -preguntó el presidente.
– Doctor Kurt Perry. Un brillante bioquímico.
El presidente se dirigió a Fawcett.
– Tenemos que hacer que reciba los honores debidos.
Hubo una breve pausa y, después, Post llevó de nuevo la discusión a su cauce.
– Está bien; si los soviéticos no pueden apoderarse de la Jersey Colony, ¿qué les queda?
– El Gettysburg -respondió Hudson-. Los rusos tienen todavía una posibilidad de apoderarse de un verdadero tesoro en datos científicos.
– ¿Secuestrar la lanzadera en el aire? -preguntó sarcásticamente Simmons-. No sabía que tuviesen a Buck Rogers de su parte.
– No le necesitan -replicó Hudson-. Técnicamente, es posible programar una desviación en los sistemas de dirección de vuelo. Se puede engañar a los ordenadores y hacer que envíen una señal equivocada a los aparatos de dirección, a los impulsores y a otros elementos, para controlar el Gettysburg. Hay mil maneras diferentes de desviar la lanzadera unos pocos grados de su rumbo. Dependiendo de la distancia a que se encuentre del lugar de aterrizaje, podría ser desviado hasta mil millas del aeródromo espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral.
– Pero los pilotos pueden prescindir del sistema automático y aterrizar con control manual -protestó Post.
– No si les engañan y les hacen creer que el Control de Houston está dirigiendo su vuelo de regreso.
– ¿Es esto posible? -preguntó el presidente, con incredulidad.
Alan Mercier asintió con la cabeza.
– Es posible, si los soviéticos tienen transmisores locales con capacidad para dominar los aparatos electrónicos internos de la lanzadera e interferir todas las señales del Control de Houston.
El presidente intercambió una mirada lúgubre con Brogan.
– Cayo Santa María -murmuró tristemente Brogan.
– Una isla situada al norte de Cuba y en la que hay una poderosa instalación de transmisiones y de escucha, con los hombres necesarios para hacer el trabajo -explicó el presidente a los demás.
– Tal vez no se habrán enterado de que nuestros colonos han abandonado la colonia -dijo, esperanzado, Fawcett.
– Lo saben -respondió Hudson-. Desde que sus satélites de escucha fueron dirigidos hacia la Jersey Colony, han registrado todas nuestras transmisiones.
– Tendremos que concebir un plan para neutralizar el equipo de la isla -sugirió Post.
Brogan sonrió.
– Sólo que ocurre que hay una operación en marcha.
Post sonrió a su vez.
– Si está proyectando lo que me imagino, me gustaría saber cuándo.
– Se dice…, es solamente un rumor, compréndalo, que las fuerzas militares cubanas van a lanzar una misión de ataque y destrucción después de la medianoche de hoy, aunque no se sabe exactamente cuándo.
– ¿Y cuál es la hora de la partida de la lanzadera para casa? -preguntó Slan Mercier.
– Las cinco de la madrugada de mañana -respondió Post.
– Esto resuelve la cuestión -dijo el presidente-. Informa al comandante del Columbus que retenga al Gettysburg en la plataforma de amarre hasta que podamos estar seguros de su regreso a salvo.
Todos los que se hallaban sentados alrededor de la mesa parecieron satisfechos de momento, salvo Hudson. Éste tenía la expresión del muchacho a quien el perrero del distrito acaba de quitar su perrito mimado.
– Sólo desearía -dijo, a nadie en particular- que todo fuese tan sencillo.
Velikov y Maisky se hallaban en una galería, tres plantas por encima del centro de escucha electrónica, contemplando un pequeño ejército de hombres y mujeres que manejaban el complicado equipo receptor electrónico. Veinticuatro horas al día, antenas gigantescas emplazadas en Cuba interceptaban las llamadas telefónicas civiles y las señales de radio militares de los Estados Unidos, transmitiéndolas a Cayo Santa María, donde eran descifradas y analizadas por los ordenadores.
– Una obra realmente soberbia, general -dijo Maisky-. Los informes sobre su instalación han sido demasiado modestos.
– No pasa un día sin que continuemos la expansión -dijo orgullosamente Velikov-. Además tenemos una despensa bien abastecida y un centro de cultura física, con equipo de ejercicios y una sauna. Tenemos incluso un salón de entretenimientos y una barbería.
Maisky contempló dos pantallas, de diez por quince pies, instaladas en paredes diferentes. La de la izquierda contenía representaciones visuales generadas por los ordenadores, mientras que la de la derecha mostraba diversos datos e intrincados gráficos.
– ¿Ha descubierto su gente la situación de los colonos de la Luna?
El general asintió con la cabeza y levantó un teléfono. Habló unas cuantas palabras por el micrófono mientras contemplaba al atareado equipo de la planta baja. Un hombre que estaba ante una consola miró hacia arriba y agitó una mano. Entonces las dos pantallas se oscurecieron por un breve instante y volvieron a la vida con una nueva exhibición de datos.
– Un informe detallado -dijo Velikov, señalando la pantalla de la derecha-. Podemos captar casi todo lo que es transmitido entre el Control de Houston y sus astronautas. Como puede ver, el transbordador de los colonos de la Luna atracó hace tres horas en la estación espacial.
Maisky estaba fascinado mientras sus ojos recorrían aquella información. Se resistía a aceptar el hecho de que el servicio secreto americano supiese indudablemente tanto, si no más, sobre los esfuerzos espaciales soviéticos.
– ¿Transmiten en clave? -preguntó.
– En ocasiones, cuando se trata de una misión militar; pero generalmente la NASA habla claramente con sus astronautas. Como puede ver en la pantalla de datos, el Centro de Control de Houston ha ordenado al Gettysburg que retrase su partida hasta mañana por la mañana.
– Esto no me gusta.
– No veo en ello nada sospechoso. Probablemente, el presidente quiere tener tiempo para organizar una gran campaña de propaganda para anunciar otro triunfo americano en el espacio.
– O pueden estar enterados de nuestras intenciones.
Maisky guardó entonces silencio, sumido en sus pensamientos. Sus ojos tenían una expresión preocupada, y cruzaba y descruzaba nerviosamente las manos.