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Con una expresión de infinita melancolía, un par de ojos verdes de esmeralda le miraron a su vez.

Pitt había encontrado La Dorada.

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4 de enero de 1990

Washington, D.C.

La declaración del presidente sobre la Jersey Colony y las hazañas de Eli Steinmetz y su equipo lunar electrificaron a la nación y causaron sensación en todo el mundo.

Cada noche, durante una semana, los televidentes pudieron contemplar vistas espectaculares del paisaje lunar que no habían podido contemplarse cuando los breves alunizajes del programa Apolo. La lucha de los hombres por sobrevivir mientras construían un alojamiento habitable fue también conocida en todos sus dramáticos detalles.

Steinmetz y sus compañeros se convirtieron en los héroes del día. Fueron agasajados en todo el país, entrevistados en innumerables programas de televisión y obsequiados con el tradicional desfile bajo una lluvia de serpentinas en Nueva York.

Las aclamaciones por el triunfo de los colonizadores de la Luna tuvieron el tono del viejo patriotismo, pero el impacto fue más profundo, más amplio, Ahora había algo tangible más allá de los breves y espectaculares vuelos sobre la atmósfera de la Tierra; una permanencia en el espacio, una prueba sólida de que el hombre podía vivir lejos de su planeta natal.

El presidente pareció muy optimista durante un banquete privado celebrado en honor del «círculo privado» y sus colonizadores. Su estado de ánimo era muy diferente del de la primera vez que se había enfrentado con los hombres que habían concebido y creado la base lunar. Levantó una copa de champaña, dirigiéndose a Hudson, que contemplaba con mirada ausente el atestado salón, como si estuviese desierto y en silencio.

– ¿Está su mente perdida en el espacio, Leo?

Hudson miró un instante al presidente y después asintió con la cabeza.

– Le pido disculpas. Tengo la mala costumbre de distraerme en las fiestas.

– Apuesto a que está trazando planes para una nueva colonia en la Luna.

Hudson sonrió forzadamente.

– En realidad estaba pensando en Marte.

– Entonces la Jersey Colony no es el final.

– Nunca habrá un final, sino solamente el principio de otro principio.

– El Congreso compartirá el espíritu del país y votará fondos para ampliar la colonia. Pero un puesto avanzado en Marte… costaría mucho dinero.

– Si no lo hacemos nosotros ahora, lo hará la próxima generación.

– ¿Ha pensado en el nombre?

Hudson sacudió la cabeza.

– No hemos pensado todavía en ello.

– Yo me he preguntado a menudo -dijo el presidente- cómo se les ocurrió el nombre de «Jersey Colony».

– ¿No lo adivina?

– Está el Estado de New Jersey, la isla de Jersey frente a la costa francesa, los suéters Jersey…

– También es una raza vacuna.

– ¿Qué?

– Recuerde la canción infantil: «Eh, jugad, jugad, / El gato y el violín, / La vaca saltó a la Luna.»

El presidente le miró un momento sin comprender y después soltó una carcajada. Cuando dejó de reír, dijo:

– Dios mío, vaya una ironía. La mayor hazaña del hombre recibió el nombre de una vaca de un cuento de Maricastaña.

– Es realmente exquisita -dijo Jessie.

– Sí, es magnífica -convino Pitt-. Nunca te cansas de mirarla.

Contemplaban extasiados La Dorada, que ahora estaba en la sala central del East Building de la National Gallery de Washington. El pulido cuerpo de oro y la bruñida cabeza de esmeralda resplandecían bajo los rayos del sol que se filtraban a través de la gran claraboya. El espectacular efecto era asombroso. El desconocido artista indio la había esculpido con una gracia y una belleza irresistibles. Su posición era relajada, con una pierna delante de la otra, los brazos ligeramente doblados en los codos, y las manos extendidas hacia afuera.

Su pedestal de cuarzo rosa descansaba sobre un sólido bloque de palisandro del Brasil de metro y medio de altura. El corazón arrancado había sido substituido por otro de cristal carmesí que casi igualaba el esplendor del rubí original.

Una enorme muchedumbre contemplaba maravillada la deslumbrante obra. Una cola de visitantes se extendía fuera de la galería casi medio kilómetro. La Dorada superaba incluso, en cuanto a asistencia, el récord de los artefactos del Rey Tut.

Todos los dignatarios de la capital acudieron a rendir su homenaje. El presidente y su esposa acompañaron a Hilda Kronberg-LeBaron en la ceremonia previa a la inauguración. La satisfecha anciana de ojos chispeantes permaneció sentada en su silla de ruedas y sonrió una y otra vez mientras el presidente homenajeaba a los dos hombres de su pasado con un breve discurso. Cuando la ayudó a levantarse de su silla para que pudiese tocar la estatua, no había un ojo seco en toda la sala.

– Es extraño -murmuró Jessie-, cuando piensas en cómo empezó todo con el naufragio del Cyclops y terminó con el naufragio del Maine.

– Sólo para nosotros -dijo distraídamente Pitt-. Para ella empezó hace cuatrocientos años en una selva brasileña.

– Cuesta imaginar que una cosa tan bella haya causado tantas muertes.

Él no la escuchaba y no replicó.

Ella le dirigió una mirada curiosa. Pitt contemplaba fijamente la estatua, perdida su mente en otro tiempo, en otro lugar.

– Rico el tesoro, dulce el placer -citó ella.

Él se volvió despacio y la miró, retornando al presente. Se había roto el hechizo.

– Disculpa -dijo.

Jessie no pudo dejar de sonreír.

– ¿Cuándo vas a intentarlo?

– Intentar, ¿qué?

– Correr en busca de la ciudad perdida de La Dorada.

– No hay que apresurarse -replicó Pitt, soltando una carcajada-. No es como ir a cualquier parte.

***
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