9 de marzo de 1918 Mar Caribe
Al Cyclops le quedaba menos de una hora de vida. Dentro de cuarenta y ocho minutos se convertiría en una tumba para sus 309 pasajeros y tripulantes; una tragedia imprevista y no anunciada por ominosas premoniciones, y de la que parecían burlarse un mar vacío y un cielo claro como el cristal. Incluso las gaviotas que habían seguido su estela durante la última semana volaban y se cernían con lánguida indiferencia, embotado su fino instinto por el buen tiempo.
Soplaba una ligera brisa del sudeste que apenas hacía ondear la bandera americana en la popa. A las tres y media de la mañana, la mayoría de tripulantes que no estaban de servicio y de pasajeros estaban durmiendo. Unos pocos incapaces de conciliar el sueño bajo el calor opresivo de los vientos alisios, se hallaban en la cubierta superior, apoyados en la barandilla y observando cómo la proa del barco silbaba y se alzaba sobre las encrespadas olas. Parecía que había mar de fondo debajo de la suave superficie, y que se acumulaban fuerzas poderosas en lo profundo del mar.
Dentro de la caseta del timón del Cyclops, el teniente John Church miraba ensimismado a través de una de las grandes portillas circulares. Tenía el turno desde la medianoche hasta las cuatro de la mañana y lo único que podía hacer era mantenerse despierto. Advirtió vagamente la altura creciente de las olas, pero mientras se mantuviesen separadas y no demasiado encrespadas, no veía razón para reducir la velocidad.
Empujado por una corriente favorable, el sobrecargado barco carbonero navegaba a solamente nueve nudos. Sus máquinas necesitaban urgentemente ser reparadas y ahora sólo funcionaba la de babor. Poco después de zarpar de Río de Janeiro, la de estribor se había averiado y el jefe de máquinas había informado de que no podría repararse hasta que llegasen a puerto, en Baltimore.
El teniente Church había ascendido a fuerza de trabajo hasta el grado que desempeñaba. Era un hombre delgado, de cabellos prematuramente grises, pues le faltaban unos meses para cumplir los treinta. Había sido destinado a muchos barcos diferentes y había dado cuatro veces la vuelta al mundo. Pero el Cyclops era la embarcación más extraña con que se había encontrado en sus doce años en la Marina. Éste era su primer viaje en este barco de ocho años y no habían dejado de ocurrirle accidentes desacostumbrados.
Al salir del puerto de origen, un marinero que había caído por encima de la borda fue hecho trizas por la hélice de babor. Después se produjo una colisión con el crucero Raleigb, que causó pequeños daños a las dos naves. En el calabozo viajaban cinco presos. Uno de ellos, condenado por el brutal asesinato de un compañero, estaba siendo transportado a la prisión naval de Portsmouth, New Hampshire. Al salir del puerto de Río, el barco estuvo a punto de chocar con un arrecife, y cuando el segundo comandante acusó al capitán de poner en peligro la nave al alterar su rumbo, fue arrestado y confinado en su camarote. Por último, había una tripulación descontenta, una máquina de estribor con muchos problemas y un capitán que bebía hasta olvidarse de todo. Cuando Church sumó todos estos desgraciados incidentes, tuvo la impresión de que estaban montando guardia contra un desastre que no podía dejar de producirse.
Sus tenebrosos pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de unas fuertes pisadas a su espalda. Se volvió y se puso en tensión al entrar el capitán por la puerta de la caseta.
El capitán de corbeta George Worley parecía un personaje salido de La isla del Tesoro. Lo único que le faltaba era un parche en un ojo y una pata de palo. Era un hombre como un toro. Casi no tenía cuello y su enorme cabeza parecía salir directamente de los hombros. Las manos que pendían junto a sus costados eran las más grandes que jamás había visto Church. Eran tan largas y gruesas como un volumen de una enciclopedia. Nunca había sido respetuoso con las ordenanzas de la Marina; el uniforme de Worley a bordo solía componerse de zapatillas, sombrero hongo y calzoncillos largos. Church no había visto nunca al capitán en uniforme de gala, salvo cuando el Cyclops estaba en algún puerto y Worley desembarcaba para asuntos oficiales.
Con un gruñido como saludo, Worley se acercó y golpeó el barómetro con uno de sus gruesos nudillos. Observó la aguja y asintió con la cabeza.
– No está mal -dijo, con ligero acento alemán-. Parece que hará buen tiempo durante las próximas veinticuatro horas. Con un poco de suerte será una navegación tranquila, al menos hasta que las pasemos moradas al cruzar por delante del cabo Hatteras.
– Todos los barcos lo pasan mal en el cabo Hatteras -dijo secamente Church.
Worley entró en el cuarto de mapas y miró la línea trazada a lápiz que mostraba el rumbo y la posición aproximada del Cyclops.
– Altere el rumbo cinco grados al norte -dijo al volver a la caseta del timón-. Bordearemos el Great Bahama Bank.
– Estamos ya a veinte millas al oeste del canal principal -dijo Church.
– Tengo mis razones para evitar las rutas marítimas -dijo bruscamente Worley.
Church hizo una seña con la cabeza al timonel, y el Cyclops viró. La ligera alteración hizo que las olas chocaran contra la amura de babor, y cambió el movimiento del barco. Empezó a balancearse pesadamente.
– No me gusta el aspecto del mar -dijo Church-. El oleaje empieza a hacerse un poco fuerte.
– No es extraño en estas aguas -replicó Worley-. Nos estamos acercando a la zona en que la corriente Ecuatorial del Norte se encuentra con la corriente del Golfo. A veces he visto la superficie tan lisa como un lago seco del desierto, y otras, con olas de siete metros de altura; pero son olas largas y suaves que se deslizan por debajo de la quilla.
Church iba a decir algo, pero calló, escuchando. Un ruido de metal rozando contra metal resonó en la caseta del timón. Worley actuó como si no hubiese oído nada, pero Church se dirigió hacia el mamparo de atrás y miró la larga cubierta de carga del Cyclops.
Éste había sido un barco grande en su época, con ciento ochenta metros de eslora y veinte de manga. Construido en Filadelfia en 1910, había operado en el Servicio Auxiliar Naval de la Flota del Atlántico. Sus siete cavernosas bodegas podían contener 10.500 toneladas de carbón, pero esta vez transportaba 11.000 de manganeso. El casco aparecía hundido en el agua a más de un pie por encima de la línea de máxima carga. En opinión de Church, iba peligrosamente sobrecargado.
Al mirar hacia la popa, Church pudo ver las veinticuatro grúas para el carbón irguiéndose en la oscuridad, con sus gigantescos cubos asegurados contra el mal tiempo. Pero también vio algo más.
La cubierta de en medio parecía subir y bajar al unísono con las olas cuando éstas pasaban por debajo de la quilla.
– Dios mío -murmuró-, el casco se está doblando.
Worley no se molestó en mirar.
– No debe preocuparle, hijo mío. Está acostumbrado a un poco de tensión.
– Nunca había visto combarse de esta manera un barco -insistió Church.
Worley se dejó caer en un gran sillón de mimbre que tenía en el puente y apoyó los pies en la bitácora.
– Hijo mío, no debe temer por el viejo Cyclops. Surcará los mares mucho después de que usted y yo nos hayamos ido.
La aprensión de Church no menguó con la despreocupación del capitán Worley. Por el contrario, aumentaron sus malos presentimientos.
Después de ser sustituido por un compañero oficial para el siguiente turno de guardia, abandonó el puente y se detuvo en el cuarto de la radio para tomar una taza de café con el operador de servicio. Sparks («Chispa»), como eran llamados todos los radiotelegrafistas a bordo de cualquier barco, levantó la mirada al oírle entrar.
– Buenos días, teniente.
– ¿Alguna noticia interesante de los barcos cercanos?
Sparks levantó el auricular de una oreja.
– ¿Perdón?
Church repitió la pregunta.
– Sólo un par de radiotelegrafistas de dos barcos mercantes cantando jugadas de ajedrez.
– Debería usted intervenir en la partida para librarse de esta monotonía.
– Yo sólo juego a las damas -dijo Sparks.
– ¿A qué distancia están esos dos mercantes?
– Sus señales son bastante débiles… Deben estar por lo menos a cien millas de aquí.
Church se acercó a una silla y apoyó los brazos y el mentón en el respaldo.
– Llámeles y pregunte el estado del mar en el lugar donde se encuentran.
Sparks encogió tristemente los hombros.
– No puedo hacerlo.
– ¿No funciona su transmisor?
– Tan bien como una puta de dieciséis años en La Habana.
– No comprendo.
– Orden del capitán Worley -respondió Sparks-. Cuando salimos de Río, me llamó a su camarote y me dijo que no transmitiese ningún mensaje sin orden directa suya antes de que atraquemos en Baltirnore.
– ¿Le dio alguna razón?
– No, señor.
– ¡Qué raro!
– Yo sospecho que tiene algo que ver con aquel personaje que tomamos como pasajero en Río.
– ¿El cónsul general?
– Recibí la orden inmediatamente después de que él subiera a bordo…
Sparks se interrumpió y apretó los auriculares a sus oídos. Entonces empezó a garrapatear un mensaje en un bloc. Al cabo de unos momentos se volvió, ceñudo el semblante.
– Una señal de socorro.
Church se levantó.
– ¿Cuál es la posición?
– Veinte millas al sudeste de Anguilla Cays.
Church hizo un cálculo mental.
– Esto les sitúa a unas cincuenta millas de nuestra proa. ¿Qué más?
– Nombre del barco, Crogan Castle. Proa desfondada. La superestructura gravemente dañada. Está haciendo agua. Pide un auxilio inmediato.
– ¿La proa desfondada? -repitió Church, en un tono de perplejidad-. ¿A causa de qué?
– No lo han dicho, teniente.
Church miró hacia la puerta.
– Informaré al capitán. Diga al Crogan Castle que vamos allá a todo vapor.
El semblante de Sparks tomó un aire afligido.
– Por favor, señor, no puedo hacerlo.
– ¡Hágalo! -ordenó el teniente Church-. Yo asumo toda la responsabilidad.
Se volvió y corrió por el pasillo y subió la escalerilla de la caseta del timón. Worley estaba todavía sentado en el sillón de mimbre, meciéndose al compás del balanceo del barco. Tenía las gafas casi en la punta de la nariz y estaba leyendo una sobada revista Liberty.