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– Sparks ha recibido un SOS -anunció Church-. A menos de cincuenta millas. Le ordené que respondiese a la llamada y dijese que cambiamos de rumbo para ayudarles.

Worley abrió mucho los ojos, se levantó de un salto del sillón y agarró de los brazos al sorprendido Church.

– ¿Está usted loco? -rugió-. ¿Quién diablos le ha dado autoridad para contradecir mis órdenes?

Church sintió un fuerte dolor en los brazos. La presión de aquellas manazas que apretaban como tenazas pareció que iba a convertir sus bíceps en pulpa.

– Dios mío, capitán, no podemos abandonar a otro barco en peligro.

– ¡Podemos hacerlo, si yo lo digo!

Church se quedó pasmado ante el arrebato del capitán Worley. Podía ver sus ojos enrojecidos y desenfocados, y oler el aliento que apestaba a whisky.

– Es una norma básica del mar -insistió Church-. Debemos auxiliarles.

– ¿Se están hundiendo?

– El mensaje decía «haciendo agua».

Worley empujó a Church.

– Y ahora lo dice usted. Dejemos que esos bastardos manejen las bombas hasta que cualquier barco que no sea el Cyclops les salve el pellejo.

El timonel y el oficial de guardia les miraron en sorprendido silencio, mientras Church y Worley se enfrentaban sin pestañear, con la atmósfera de la caseta del timón cargada de tensión. Todas las desavenencias que había habido entre ellos en las últimas semanas se pusieron de pronto de manifiesto.

El oficial de guardia hizo un movimiento como para intervenir. Worley volvió la cabeza y gruñó:

– Aténgase a lo suyo y preste atención al timón.

Church se frotó los magullados brazos y miró al capitán echando chispas por los ojos.

– Protesto por su negativa a responder un SOS e insisto en que se haga constar en el cuaderno de bitácora.

– Le advierto…

– También deseo que conste que ordenó usted al radiotelegrafista que no transmitiese ningún mensaje.

– Se ha pasado usted de la raya, caballero -Worley hablaba fríamente, comprimidos los labios en una fina línea, bañado el rostro en sudor-. Considérese arrestado y confinado en su camarote.

– Arreste a unos cuantos oficiales más -saltó Church, perdiendo el control-, y tendrá que manejar usted solo este barco maldito.

De pronto, antes de que Worley pudiese replicar, el Cyclops se hundió en un profundo seno entre dos olas. El instinto, agudizado por años en el mar, hizo que todos los que estaban en la caseta del timón se agarraran automáticamente al objeto seguro más próximo para mantener el equilibrio. Las planchas del casco crujieron bajo la tensión, y pudieron oír ruidos como de algo que se rompía.

– ¡Dios mío! -murmuró el timonel, con la voz teñida por el pánico.

– ¡Silencio! -gruñó Worley al enderezarse el Cyclops -. Este barco ha navegado en mares peores que éste.

Una idea espantosa se abrió paso en la mente de Church.

– El Crogan Castle, el barco que radió el SOS, dijo que tenía la proa desfondada, y maltrecha la superestructura.

Worley le miró fijamente.

– ¿Y qué?

– ¿No se da cuenta? Debe haber sido golpeado por una ola gigantesca como ésta.

– Está hablando como un loco. Vaya a su camarote, caballero. No quiero volver a verle la cara hasta que lleguemos a puerto.

Church vaciló, apretando los puños. Después, lentamente, aflojó las manos al darse cuenta de que toda ulterior discusión con Worley sería una pérdida de tiempo. Se volvió sin añadir palabra y salió de la caseta del timón.

Al pisar la cubierta, miró fijamente por encima de la proa. El mar parecía engañosamente tranquilo. Las olas era ahora de tres metros y no llegaba agua a la cubierta. Se dirigió a popa y vio que las tuberías de vapor que hacían funcionar los tornos y el equipo auxiliar estaban raspando los bordes mientras el barco subía y bajaba al impulso de las largas y lentas olas.

Entonces bajó a las bodegas e inspeccionó dos de ellas, dirigiendo la luz de su linterna a los fuertes puntales instalados para que la carga de manganeso se mantuviese en su sitio. Chirriaban y crujían bajo la tensión, pero parecían firmes y seguros. No vio señales de que se escapasen granos de mineral a causa del movimiento del barco.

Sin embargo, se sentía inquieto, y estaba cansado. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no encaminarse a su cómodo camarote y cerrar complacidamente los ojos a la triste serie de problemas con que se enfrentaba el barco. Iría a inspeccionar la sala de máquinas y vería si había entrado agua en la sentina. Una inspección que resultó negativa y pareció confirmar la fe de Worley en el Cyclops.

Cuando se dirigía por un pasillo hacia el cuarto de oficiales para tomar una taza de café, se abrió la puerta de un camarote y el cónsul general americano en Brasil, Alfred Gottschalk, titubeó en el umbral mientras hablaba con alguien que permanecía en el interior de la habitación. Church miró por encima del hombro de Gottschalk y vio al médico del barco inclinado sobre un hombre que yacía en una litera. El rostro del paciente era de piel amarillenta y tenía aspecto de cansancio, un rostro bastante joven que se contradecía con la espesa melena blanca que poblaba su cabeza. El hombre mantenía los ojos abiertos, los cuales reflejaban una mezcla de miedo y sufrimiento y un círculo de penalidades; eran unos ojos que habían visto demasiado. La escena era una extraña circunstancia más para añadir a la travesía del Cyclops.

Como oficial de cubierta antes de que el barco zarpase de Río de Janeiro, Church había observado la llegada al muelle de una caravana de automóviles. El cónsul general se había apeado del coche oficial conducido por un chófer y había dirigido la carga de sus baúles y maletas. Después había mirado hacia arriba, captando todos los detalles de Cyclops, desde la poco elegante proa recta hasta la graciosa curva de su popa en forma de copa de champaña. A pesar de su cuerpo bajo, redondo y casi cónico, irradiaba el aire indefinible de las personas acostumbradas a ejercer una gran autoridad. Llevaba los cabellos rubios y plateados excesivamente cortos, al estilo prusiano. Sus estrechas cejas eran casi iguales que el recortado bigote.

El segundo vehículo de la caravana era una ambulancia. Church observó cómo una persona tendida en una camilla era sacada de aquélla y transportada a bordo, pero no pudo descubrir sus facciones debido a la gruesa mosquitera que le cubría la cara. Aunque la persona que iba en la camilla formaba evidentemente parte de su séquito, Gottschalk le prestó poca atención, dirigiéndola en cambio al camión Mack que iba en retaguardia.

Miró ansiosamente mientras una gran caja oblonga era izada por una de las grúas del barco y depositada en el primer compartimiento de carga. Como a una señal convenida, Worley apareció y supervisó personalmente el cierre de la escotilla. Entonces saludó a Gottschalk y le acompañó a su camarote. Casi inmediatamente, soltaron amarras y el barco se dirigió hacia la entrada del puerto.

Gottschalk se volvió y advirtió que Church estaba de pie en el pasillo. Salió del camarote y cerró la puerta a su espalda, entrecerrando recelosamente los párpados.

– ¿Puedo ayudarle en algo, teniente…?

– Church, señor. Estaba terminando una inspección del barco y me dirigía al cuarto de oficiales para tomar una taza de café. ¿Me haría el honor de acompañarme?

Una débil expresión de alivio se pintó en el semblante del cónsul general, y éste sonrió.

– Con mucho gusto. Nunca puedo dormir más de unas pocas horas seguidas. Esto vuelve loca a mi esposa.

– ¿Se ha quedado ella en Río esta vez?

– No; la envié anteriormente a nuestra casa de Maryland. Yo tenía que terminar mi misión en Brasil. Espero pasar el resto de mi servicio en el Departamento de Estado, en Washington.

Church pensó que Gottschalk parecía excesivamente nervioso. No paraba de mirar arriba y abajo en el pasillo y se enjugaba constantemente la pequeña boca con un pañuelo de lino. Asió a Church de un brazo.

– Antes de que tomemos café, ¿sería usted tan amable, teniente, de acompañarme a la bodega donde está el equipaje?

Church le miró fijamente.

– Sí, señor, si usted lo desea.

– Gracias -dijo Gottschalk-. Necesito algo de uno de mis baúles.

Si Church creyó que era una petición desacostumbrada, no lo dijo; se limitó a asentir con la cabeza y echó a andar hacia la proa del barco, con el pequeño y gordo cónsul general pisándole los talones. Caminaron sobre la cubierta a lo largo del pasadizo que llevaba de las camaretas de popa al castillo de proa, pasando por debajo de la superestructura del puente, suspendido sobre puntales de acero que parecían zancos. La luz colgada entre los dos mástiles de proa que constituían un soporte del esquelético enrejado que conectaba las grúas para la carga de carbón proyectaba un extraño resplandor que era reflejado por la misteriosa radiación de las olas que se acercaban.

Deteniéndose junto a una escotilla, Church corrió los pestillos e hizo ademán a Gottschalk para que le siguiese por una escalerilla, iluminándola con su linterna. Cuando llegaron al fondo de la bodega de equipajes, Church encontró el interruptor y encendió las lámparas del techo, que iluminaron la zona con un resplandor amarillo irreal.

Gottschalk pasó por el lado de Church y se encaminó directamente a la caja, asegurada por cadenas cuyos últimos eslabones estaban sujetos con candados a unas armellas fijas en el suelo. Estuvo allí durante unos momentos, contemplándola con una expresión reverente en el semblante y pensando en otro lugar, en otros tiempos.

Church observó de cerca la caja por primera vez. No había ninguna señal en los lados de dura madera. Calculó que mediría unos tres metros de longitud por uno de profundidad y uno y medio de anchura. No podía calcular el peso, pero sabía que el contenido era pesado. Recordaba cómo se había tensado el cable al subirla a bordo. La curiosidad pudo más que su fingida indiferencia.

– ¿Puedo preguntarle qué hay en el interior?

Gottschalk siguió mirando la caja.

– Una pieza arqueológica destinada a un museo -contestó vagamente.

– Debe ser muy valiosa -insinuó Church.

Gottschalk no respondió. Algo en el borde de la tapa le había llamado la atención. Se caló un par de gafas para leer y miró a través de los cristales. Le temblaron las manos y se puso rígido.

– ¡Ha sido abierta! -jadeó.

– No es posible -dijo Church-. La tapa está tan fuertemente asegurada con cadenas que los eslabones habrán mellado sus bordes.

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