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»EÍ problema con que se enfrentaba ahora era cómo vender la estatua. ¿Quién estaría dispuesto a pagar entre veinte y cincuenta millones de dólares por un objeto de arte? También temía que, si se difundía la noticia, el entonces dictador cubano Fulgencio Batista, un ladrón de primera magnitud, la habría incautado.

Y si Batista no lo hacía, lo haría el ejército de mañosos que había invitado a Cuba después de la Segunda Guerra Mundial. Por consiguiente, Raymond decidió despedazar La Dorada y venderla a trozos.

«Desgraciadamente para él, eligió un mal momento. Entró con su embarcación en el puerto de La Habana el mismo día en que Castro y sus rebeldes invadieron la ciudad después de derribar el Gobierno corrompido de Batista. Las fuerzas revolucionarias cerraron inmediatamente los puertos de mar y los aeropuertos, para impedir que los compinches de Batista huyesen del país con incontables riquezas.

– ¿No se llevó nada LeBaron? -preguntó Sandecker-. ¿Lo perdió todo?

– No todo. Se dio cuenta de que estaba atrapado y de que sólo era cuestión de tiempo que los revolucionarios registrasen su barco y encontrasen La Dorada. Su única alternativa era llevarse lo que pudiese y tomar el primer avión de vuelta a los Estados Unidos. Al amparo de la noche debió introducir su embarcación en el puerto, levantar la estatua sobre la borda y arrojarla al mar en el lugar donde se había hundido el buque de guerra Maine setenta años atrás. Naturalmente, pensaba volver y recobrar el tesoro cuando terminase el caos, pero Castro no jugó según las reglas de LeBaron. La luna de miel de Cuba con los Estados Unidos acabó muy pronto de mala manera, y LeBaron no pudo nunca regresar y recobrar el precioso tesoro de tres toneladas ante los ojos del servicio de segundad de Castro.

– ¿Qué trozo de la estatua se llevó? -preguntó Jessie.

– Según Hilda, le arrancó el corazón de rubí. Entonces, después de introducirlo a escondidas en el país, hizo que fuese cortado en secreto y tallados los pedazos, y los vendió por medio de agentes comerciales. Ahora tenía medios suficientes para alcanzar la cima de las altas finanzas con Hilda a su lado. Raymond LeBaron había llegado en buen momento a la ciudad.

Durante largo rato, guardaron todos silencio, cada cual sumido en sus propios pensamientos, imaginándose a un LeBaron desesperado arrojando la mujer de oro por encima de la borda de su barco treinta años atrás.

– La Dorada -dijo Sendecker, rompiendo el silencio-. Su peso debió hacer que se hundiese muy hondo en el blando limo del fondo del puerto.

– El almirante tiene razón -dijo Giordino-. LeBaron no pensó que encontrar de nuevo la estatua sería una operación muy difícil.

– Confieso que esto también me preocupó -dijo Pitt-. Él hubiese debido saber que, después de que el Cuerpo de Ingenieros del Ejército desaparejase y extrajese el casco del Maine, tenían que haber quedado cientos de toneladas de restos profundamente hundidos en el barro, haciendo que la estatua fuese casi imposible de encontrar. El detector de metales más perfeccionado del mundo no puede descubrir un objeto particular en un depósito de chatarra.

– Así pues, la estatua yacerá ahí abajo para siempre -dijo Sandecker-. A menos que algún día llegue alguien y drague la mitad del puerto hasta encontrarlo.

– Tal vez no -dijo reflexivamente Pitt dando vueltas en su mente a algo que solamente él podía ver-. Raymond LeBaron era un hombre muy astuto. Era también un profesional en operaciones de salvamento. Creo que sabía perfectamente lo que estaba haciendo.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sandecker.

– Arrojó la estatua por la borda, en esto estoy de acuerdo. Pero apuesto a que la bajó muy despacio y en posición vertical, de manera que, cuando llegase al fondo, se mantuviese de pie.

Giordino miró hacia la cubierta.

– Podría ser -dijo lentamente-. Podría ser. ¿Qué altura tiene?

– Unos dos metros y medio, incluido el pedestal.

– Treinta años para que tres toneladas de metal se hundan en el barro… -murmuró Sandecker-. Es posible que todavía sobresalgan tres palmos de la estatua del fondo del puerto.

Pitt sonrió distraídamente.

– Lo sabremos en cuanto Al y yo nos hayamos sumergido y hayamos hecho un plan para la búsqueda.

Como obedeciendo a un consigna, todos callaron y miraron por encima de la borda el agua cubierta de una capa de petróleo y cenizas, oscura y sigilosa. Desde alguna parte de las siniestras profundidades verdes, La Dorada les estaba llamando.

80

Pitt estaba de pie en cubierta, con todo su equipo de submarinista, y observaba las burbujas que subían de lo hondo y estallaban en la superficie. Miró su reloj, calculando el tiempo. Giordino estaba desde hacía casi cincuenta minutos a una profundidad de quince metros. Siguió observando las burbujas y vio que viajaban gradualmente en círculo. Sabía que Giordino tenía aire suficiente para una vuelta más de trescientos sesenta grados alrededor de la cuerda de seguridad sujeta a una boya a unos treinta metros de distancia del barco.

La pequeña tripulación de cubanos reclutados por Sandecker estaba silenciosa. Pitt miró a lo largo de la cubierta y vio que estaban alineados junto a la barandilla, detrás del almirante, contemplando como hipnotizados el brillo de las burbujas.

Pitt se volvió a Jessie, que estaba de pie a su lado. No había dicho una palabra ni se había movido desde hacía cinco minutos, tenso el semblante por una concentración profunda y brillándole los ojos de excitación. Estaba entusiasmada, previendo que una leyenda se convertiría en realidad. Entonces gritó de pronto:

– ¡Mira!

Una forma oscura subió del fondo entre una nube de burbujas, y la cabeza de Giordino salió del agua cerca de la boya. Se volvió sobre la espalda y nadó agitando fácilmente las aletas hasta llegar a la escalera. Entregó el cinturón de plomo y los dos botellones de aire antes de subir a cubierta. Se quitó la máscara y escupió sobre la borda.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó Pitt.

– Bien -respondió Giordino-. Ésta es la situación. He dado ocho vueltas alrededor del punto donde está anclada la cuerda de la boya. La visibilidad es de más o menos un metro. Tal vez tengamos suerte. El fondo es una mezcla de arena y barro; por consiguiente, no es muy blando. Es posible que la estatua no se haya hundido al punto que quede cubierta su cabeza.

– ¿La corriente?

– Aproximadamente de un nudo. Se puede soportar.

– ¿Algún obstáculo?

– Unos pocos restos y pedazos enmohecidos de metal sobresalen del fondo, por lo que debes tener cuidado de que no se enganche tu cuerda de distancia.

Sandecker se plantó detrás de Pitt e hizo una última comprobación de su equipo. Pitt pasó por una abertura de la barandilla e introdujo la boquilla del regulador del aire entre sus dientes.

Jessie le dio un suave apretón en el brazo, a través del traje impermeable.

– Suerte -dijo.

Él le hizo un guiño a través de la máscara y dio un largo paso al frente. La brillante luz del sol fue difundida por un súbito estallido de burbujas cuando se sumergió en el verde vacío. Nadó hasta la boya e inició el descenso. La cuerda trenzada de nylon amarillo pareció desvanecerse a los pocos metros en la opaca oscuridad.

Pitt la siguió cuidadosamente, tomándose tiempo. Se detuvo una vez para aclararse los oídos. Menos de un minuto más tarde, el fondo pareció levantarse bruscamente hacia él, al encuentro de su mano extendida. Pitt se detuvo de nuevo para ajustar su chaleco compensador de flotación y comprobar su reloj para el tiempo y la brújula para la dirección, así como la válvula de presión del aire. Entonces tomó la cuerda de distancia que Giordino había sujetado con un clip a la de descenso y se movió a lo largo del radio.

Después de nadar unos ocho metros su mano estableció contacto con un nudo que había hecho Giordino en la cuerda para medir el perímetro de su última vuelta. A poca distancia descubrió Pitt una estaca de color naranja clavada en el fondo y que marcaba el punto de partida de su trayecto circular. Entonces avanzó otros dos metros, tensó la cuerda e inició su vuelta, captando con la mirada lo que podía verse a un metro de distancia en ambos lados.

Aquel trozo de mar estaba desierto, sin vida, y olía a productos químicos. Pitt pasó por encima de colonias de peces muertos, aplastados por la onda expansiva del petrolero al estallar. Sus cuerpos rodaban sobre el fondo a impulso de la corriente, como hojas agitadas por una suave brisa. Había sudado dentro de su traje impermeable bajo el sol en el barco, y ahora estaba sudando dentro de él a quince metros debajo de la superficie. Podía oír el ruido de las barcas de salvamento que cruzaban el puerto de un lado a otro, los estampidos de sus tubos de escape y el cavitación de las hélices, aumentado todo ello por la densidad del agua.

Metro a metro, escrutó el fondo desnudo hasta que hubo completado todo un círculo. Llevó la estaca más afuera y empezó otro trayecto circular en dirección contraria.

Los submarinistas experimentan a menudo una gran impresión de soledad cuando nadan sobre un desierto subacuático donde nada pueden ver más allá del alcance de la mano. El mundo real habitado por personas, a menos de veinte metros de distancia en la superficie, deja de existir. Experimentan un descuidado abandono y una indiferencia por lo desconocido. Su percepción se deforma y empiezan a fantasear.

Pitt no sentía nada de esto, salvo, tal vez, un toque de fantasía. Estaba como embriagado por la búsqueda y tan absorto en contemplar la ambicionada estatua en su mente, lanzando destellos dorados y verdes, que casi le pasó inadvertida una forma vaga que se destacaba en la penumbra a su derecha.

Agitando rápidamente las aletas, nadó en su dirección. Era un objeto redondo, en parte enterrado. Los tres palmos que sobresalían del limo estaban revestidos de cieno y de algas que ondeaban con la corriente.

Cien veces se había preguntado Pitt lo que sentiría, cómo reaccionaría cuando se enfrentase a la mujer de oro. Lo que sintió realmente ahora fue miedo, miedo de que sólo fuese una falsa alarma y la búsqueda no terminase nunca.

Lenta, temerosamente, limpió la cenagosa capa con las manos enguantadas. Diminutas partículas de vegetación y de limo se agitaron en un pardo torbellino, obscureciendo el misterioso objeto. Pitt esperó, envuelto en un silencio misterioso, a que se fundiese aquella nube en la penumbra del agua.

Se acercó más, flotando casi pegado al fondo, hasta que su cara estuvo solamente a pocos centímetros. Miró fijamente a través del cristal de la máscara, sintiendo de pronto que se le secaba la boca y que su corazón palpitaba como un tambor de calipso.

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