Frunciendo desconcertado el entrecejo, Velikov miró a Maisky como si el delegado de la KGB estuviese loco.
– Si me permite decirlo, es el plan más disparatado que haya concebido nunca el Directorio.
– Sin embargo, todo ha sido estudiado por nuestros científicos espaciales -dijo a la ligera Maisky. Apoyó el pie en una gran cartera que traía-. Todos los datos están aquí para la programación de sus ordenadores y el adiestramiento de su personal.
– Mis hombres son ingenieros de comunicaciones. -Velikov parecía perplejo-. No saben nada sobre dinámica del espacio.
– No hace falta que lo sepan. Los ordenadores se encargarán de ello. Lo más importante es que su equipo de la isla tenga capacidad para anular al Centro de Control Espacial de Houston y tomar el mando de la nave.
– ¿Cuándo se presume que ha de ocurrir esto?
– Según la NASA, el Gettysburg iniciará su reentrada en la atmósfera aproximadamente dentro de veintinueve horas.
Velikov asintió sencillamente con la cabeza. La impresión había pasado rápidamente, y había recobrado el control total, la tranquilidad y la viveza mental del profesional cabal.
– Desde luego, prestaré toda mi colaboración; pero me atrevo a decir que se necesitará algo más que un milagro corriente para realizar lo increíble.
Maisky bebió otro vaso de vodka y rechazó el pesimismo de Velikov con un ademán.
– Hay que tener fe, general, no en los milagros, sino en la inteligencia de los científicos y los ingenieros soviéticos. Esto es lo que pondrá a la nave espacial más adelantada de América en una pista de aterrizaje en Cuba.
Giordino contempló recelosamente el plato que tenía sobre las rodillas.
– Primero nos dan bazofia, y ahora, solomillo y huevos. No me fío de esos bastardos. Probablemente lo han sazonado con arsénico.
– Un truco para levantarnos antes de volver a derribarnos -dijo Gunn, hincando vorazmente los dientes en la carne-. Pero voy a olvidarme de esto.
– Hoy es el tercer día que el verdugo de la habitación número seis nos ha dejado en paz. Hay algo que huele mal.
– ¿Preferirías que te rompiese otra costilla? -murmuró Gunn, entre dos bocados.
Giordino pinchó los huevos con el tenedor y los probó.
– Probablemente nos engordan para la matanza.
– Quiera Dios que hayan dejado también en paz a Jessie.
– A los sádicos como Gly les encanta pegar a las mujeres.
– ¿Te has preguntado alguna vez por qué no está nunca Velikov presente durante las actuaciones de Gly?
– Es típico de los rusos dejar que un extranjero haga el trabajo sucio, o tal vez no puede soportar la vista de la sangre. ¿Cómo puedo saberlo?
La puerta se abrió de pronto y Foss Gly entró en la celda. Sus labios gruesos y salientes se abrieron en una sonrisa, y las pupilas de sus ojos eran hondas, negras y vacías.
– ¿Les gusta su comida, caballeros?
– Se ha olvidado del vino -dijo desdeñosamente Giordino-. Y el solomillo me gusta más crudo.
Gly se acercó más y, antes de que Giordino pudiese adivinar sus intenciones, descargó el puño en un furioso revés contra su caja torácica.
Giordino jadeó y todo su cuerpo se contrajo en un espasmo convulsivo. Su cara palideció, y sin embargo, increíblemente, esbozó una sonrisa torcida, mientras fluía entre el vello de su barba sin afeitar la sangre que brotaba de donde sus dientes habían mordido el labio inferior.
Gunn se incorporó en su litera sobre un brazo y arrojó el plato de comida contra la cabeza de Gly. Los huevos se estrellaron en la mejilla del verdugo y la carne a medio consumir le dio en la boca.
– Una reacción estúpida -dijo Gly, en un furioso murmullo-. Y lo lamentarás.
Se agachó, agarró el tobillo roto de Gunn y lo torció cruelmente.
Gunn apretó los puños, sus ojos se nublaron de dolor, pero no dijo nada. Gly se echó atrás y se quedó estudiándolo. Parecía fascinado.
– Eres duro, muy duro, por ser tan pequeño.
– Vuelve a tu agujero, babosa -farfulló Giordino, todavía recobrando su aliento.
– Tercos, muy tercos -suspiró cansadamente Gly. Por un breve segundo, sus ojos adquirieron una expresión pensativa; después volvió el negro vacío, frío y maligno como esculpido en una estatua-. Ah, sí, habéis hecho que me distrajese. He venido a daros noticias de vuestro amigo Dirk Pitt.
– ¿Qué ha sido de él?
– Trató de escapar y se ahogó.
– Mientes -dijo Gunn.
– Un pescador de las Bahamas lo encontró. El Consulado americano ha identificado ya el cadáver, o lo que quedaba de él después de haber sido pasto de los tiburones. -Se enjugó el huevo de la cara, agarró el solomillo del plato de Giordino, lo arrojó al suelo y lo aplastó con la bota-. Bon appétit, caballeros.
Salió de la celda y cerró la puerta a su espalda.
Giordino y Gunn se miraron en silencio durante largo rato, hasta que se hizo súbitamente la luz en sus cerebros. Entonces sus caras se iluminaron con amplias sonrisas que pronto se convirtieron en carcajadas.
– ¡Lo ha conseguido! -gritó Giordino, con un entusiasmo que mitigaba su dolor-. ¡Dirk ha podido volver a casa!
Los experimentos espectaculares de la estación espacial Columbus se encontraban en la manufactura de medicamentos exóticos, la obtención de cristales puros para chips semiconductores de ordenador y la observación de los rayos gamma. Pero la actividad corriente de la estación era la reparación de satélites.
Jack Sherman, su comandante, estaba en el módulo cilindrico de mantenimiento, ayudando a un equipo de ingenieros a sujetar un satélite en su lugar de reparación, cuando una voz sonó en el altavoz central.
– ¿Estás disponible, Jack?
– Estoy aquí.
– ¿Puedes venir al módulo de mando?
– ¿Qué sucede?
– Tenemos algún bromista que se ha introducido en nuestro canal de comunicaciones.
– Pásalo aquí.
– Será mejor que subas.
– Dame un par de minutos.
Asegurado el satélite y cerrada la esclusa de aire, Sherman se quitó el traje presurizado y deslizó las botas en un par de raíles estriados.
Entonces avanzó con lentos movimientos a través del medio ingrávido hasta el centro de la estación.
El primer ingeniero de comunicaciones y electrónica asintió con la cabeza al verle acercarse.
– Escucha esto. -Habló por un micrófono montado en un panel de control-. Por favor, identifiqúese otra vez.
Hubo una breve pausa, y después:
– Columbus, aquí Jersey Colony. Pedimos permiso para atracar en su estación.
El ingeniero se volvió y miró a Sherman.
– ¿Qué piensas de esto? Debe ser algún chiflado de la Tierra.
Sherman se inclinó sobre el panel.
– Jersey Colony, o como se llamen, éste es un canal privado de la NASA. Están interfiriendo el canal de comunicaciones espaciales. Déjenlo libre, por favor.
– Imposible -dijo aquella voz extraña-. Nuestro vehículo de transferencia lunar se reunirá con ustedes dentro de dos horas. Sírvase instruirnos sobre los procedimientos de amarre.
– Lunar, ¿qué? -La cara de Sherman se contrajo de enojo-. Control de Houston, ¿lo copias?
– Copiamos -dijo una voz del Centro de Control Espacial de Houston.
– ¿Qué deduces de esto?
– Estamos tratando de localizarlo, Columbus. Por favor, no se retiren.
– No sé quiénes son ustedes, amigos -gruñó Sherman-, pero se han metido en un buen fregado.
– Me llamo Eli Steinmetz. Por favor, tenga preparada asistencia médica. Llevo dos heridos a bordo.
Sherman descargó un puñetazo sobre el respaldo de la silla del ingeniero.
– Esto es una locura.
– ¿Con quién estoy hablando? -preguntó Steinmetz.
– Con Jack Sherman, comandante del Columbus.
– Lamento esta brusca intrusión, Sherman, pero pensé que debía informarles de nuestra llegada.
Antes de que Sherman pudiese replicar, habló el Control de Houston:
– Columbus, las señales no proceden de la Tierra, repito, no proceden de la Tierra. Vienen del espacio, más allá de ustedes.
– Está bien, muchachos, ¿a qué viene esta broma?
Ahora habló el director de Operaciones de Vuelo de la NASA.
– No es una broma. Soy Irwin Mitchell. Prepare a su tripulación para recibir a Steinmetz y sus colonos.
– ¿Qué colonos?
– Ya era hora de que apareciese alguien del «círculo privado» -dijo Steinmetz-. Durante un minuto, pensé que tendría que echar la puerta abajo.
– Disculpe, Eli. El presidente creyó que era mejor mantener el secreto hasta que llegasen al Columbus.
– ¿Tiene alguien la bondad de decirme qué sucede? -preguntó desesperado Sherman.
– Eli se lo explicará cuando se encuentren -respondió Mitchell. Después se dirigió a Steinmetz-. ¿Cómo están los heridos?
– Descansando cómodamente, pero uno de ellos requerirá una operación quirúrgica importante. Tiene una bala alojada cerca de la base del cráneo.
– Ya lo ha oído, Jack -dijo Mitchell-. Ponga sobre aviso a la tripulación de la lanzadera. Tendrán que adelantar su partida.
– Cuidaré de esto -dijo Sherman. Su voz se serenó y el tono era tranquilo, pero era demasiado inteligente para no estar desconcertado-. Pero, ¿de dónde diablos viene esta… esta Jersey Colony?
– ¿Me creería si le dijese que de la Luna? -replicó Mitchell.
– No -dijo llanamente Sherman-. No lo creería.
El Salón Theodore Roosevelt, en el ala oeste de la Casa Blanca, fue llamado antaño Salón de los Peces porque contenía acuarios y trofeos de pesca de Franklin Delano Roosevelt. Durante el mandato de Richard Nixon fue amueblado al estilo reina Ana y Chippendale y empleado para reuniones del alto personal.
Las paredes y la alfombra eran de color ladrillo, en tonos claro y oscuro. Un cuadro de la Declaración de Independencia pendía en la pared este, sobre la repisa de madera tallada de la chimenea. Observando severamente la estancia desde la pared sur, veíase a Teddy Roosevelt montado a caballo, en un retrato pintado en París por Tade Styka. El presidente prefería esta habitación íntima a la más formal Sala del Gabinete para discusiones importantes, en parte porque no había ventanas. Ahora estaba sentado a la cabecera de la mesa de conferencias, garrapateando en un bloc. A su izquierda, se hallaba el secretario de Defensa, Jess Simmons. Después venían el director de la CÍA, Martin Brogan, Dan Fawcett y Leonard Hudson. Douglas Oates, secretario de Estado, se sentaba inmediatamente a su derecha, seguido del consejero de Seguridad Nacional, Alan Mercier, y del general de la Fuerza Aérea, Alian Post, que dirigía el programa espacial militar.