– ¿Qué más? -preguntó.
– Dijo que creía que la Jersey Colony era una broma -contestó Hudson.
– ¿Te reconoció?
– Creo que no. Siguió llamándome Joe.
– Pudo ser una comedia.
– Se mostró muy convincente.
Eriksen se volvió al otro hombre.
– ¿Cómo lo interpretas tú?
– Hagen es un enigma. He vigilado de cerca al presidente y no he descubierto ningún contacto entre ellos.
– ¿No puede ser que Hagen haya sido contratado por uno de los directores de las agencias de información? -preguntó Eriksen.
– Por lo menos, seguro que no por canales ordinarios. La única reunión que celebró el presidente con algún miembro de los servicios de información fue para recibir un informe de Sam Emmett, del FBI. No pude ver este informe, pero estaba relacionado con los tres cadáveres encontrados en el dirigible de LeBaron. Aparte de esto, no ha hecho nada.
– No; estoy seguro de que ha hecho algo. -La voz de Hudson era tranquila pero rotunda-. Temo que hemos menospreciado su astucia.
– ¿En qué sentido?
– Sabía que yo volvería a ponerme en contacto con él y le pediría que nos quitase a Hagen de encima.
– ¿Qué te ha hecho sacar esta conclusión? -preguntó Nariz de Cóndor.
– Hagen -respondió Hudson-. Ningún buen agente secreto llama la atención sobre sí mismo. Y Hagen era uno de los mejores. Debía tener buenas razones para anunciar su presencia con aquella llamada telefónica al general Fisher y su pequeña charla cara a cara con el senador Porter.
– Pero, ¿por qué quería el presidente forzarnos la mano, si no nos exigió ni pidió nada? -preguntó Eriksen.
Hudson sacudió la cabeza.
– Esto es lo que me alarma, Gunnar. No acierto a ver qué tenemos que ganar con ello.
Inadvertida en el intenso tráfico, una vieja y polvorienta caravana con matrícula de Georgia se mantenía a una discreta distancia detrás de la camioneta. En su interior, Ira Hagen se sentó a una mesita, con unos auriculares y un micrófono sujetos a la cabeza, y descorchó una botella de Martin Ray Cabernet Sauvignon. Dejó la botella abierta, mientras ajustaba el botón de sonido de un receptor de onda corta conectado a un magnetófono.
Después levantó los auriculares, dejando al descubierto una oreja.
– Se está desvaneciendo el sonido. Acerqúese un poco,
El conductor, que llevaba una revuelta barba postiza y una gorra de béisbol de los Atlanta Braves, respondió sin mirar atrás:
– Tuve que frenar cuando un taxi me cortó el paso. Recuperaré la distancia en la próxima manzana.
– No los pierda de vista hasta que aparquen.
– ¿De qué se trata? ¿Tráfico de drogas?
– Nada tan exótico -respondió Hagen-. Se sospecha que están enzarzados en una partida de poker mientras viajan.
– ¡Vaya una cosa! -gruñó el conductor, sin advertir la pulla.
– El juego es todavía ilegal.
– También lo es la prostitución, y es mucho más divertido.
– Mantenga los ojos fijos en la camioneta -dijo Hagen, en tono oficial-. Y no deje que se alejen a más de una manzana.
La radio crepitó.
– T-bone, aquí Porterhouse.
– Le oigo, Porterhouse.
– Podemos ver a Sirloin, pero preferiríamos volar más bajo. Si se mezclase con algún otro vehículo de color parecido debajo de los árboles o detrás de un edificio, podríamos perderlo.
Hagen se volvió y miró por la ventanilla de atrás de la caravana hacia el helicóptero.
– ¿A qué altura está?
– El límite para los aviones en esta parte de la ciudad es de cuatrocientos metros. Pero no es éste el único problema. Sirloin se dirige hacia el paseo del Capitolio. No podemos sobrevolar aquella zona.
– Continúa, Porterhouse. Conseguiré que con ustedes hagan una excepción.
Hagen hizo una llamada por el teléfono del coche y volvió a comunicar con el piloto del helicóptero en menos de un minuto.
– Soy T-bone, Porterhouse. Puede volar a cualquier altura sobre la ciudad, mientras no ponga vidas en peligro. ¿Entendido?
– Hombre, debe usted tener mucha influencia.
– Mi jefe conoce a mucha gente importante. No pierda de vista a Sirloin.
Ira Hagen levantó la tapa de una costosa cesta de picnic de Abercrombie amp; Fitch y abrió una lata de foiegras. Después escanció el vino y volvió a escuchar por los auriculares.
No había duda de que Leonard Hudson era uno de los hombres que iban en la camioneta. Y Gunnar Eriksen era mencionado por su nombre de pila. Pero la identidad del tercer hombre seguía siendo el misterio.
El factor desconocido sacaba de quicio a Hagen. Ocho hombres del «círculo privado» le eran conocidos, pero el noveno estaba todavía oculto en las tinieblas. Los hombres de la camioneta se dirigían… ¿adonde? ¿Qué clase de instalación albergaba a la sede de! proyecto de Jersey Colony? Un nombre tonto, Jersey Colony. ¿Cuál era su significado? ¿Guardaba alguna relación con el Estado de New Jersey? Tenía que haber algo que pudiese explicar la causa de que ninguna información sobre el establecimiento de la base lunar hubiese llegado a conocimiento de algún alto funcionario del Gobierno. Alguien con más poder que Hudson o Eriksen tenía que ser la clave. Tal vez el último nombre de la lista del «círculo privado».
– Aquí Portehouse. Sirloin se dirige al nordeste por la Rhode Island Avenue.
– Tomo nota -respondió Hagen.
Extendió un mapa del Distrito de Columbia sobre la mesa y desdobló otro de Maryland. Empezó a trazar una línea con lápiz rojo, extendiéndola al pasar desde el Distrito a Prince George's County. Rhode Island Avenue se convirtió en la Autopista 1 y giró hacia el norte en dirección a Baltimore.
– ¿Tiene alguna idea de adonde van? -preguntó el conductor.
– Ninguna -respondió Hagen-. A menos que… -murmuró para sí.
La Universidad de Maryland. A menos de veinte kilómetros del centro de Washington, Era natural que Hudson y Eriksen se mantuviesen cerca de una institución académica para aprovechar sus medios de investigación.
Hagen habló por el micro:
– Porterhouse, aguce la vista. Es posible que Sirloin se dirija a la Universidad.
– Comprendido, T-bone.
Cinco minutos más tarde, la camioneta salió de la autopista y cruzó la pequeña ciudad de College Park. Después de aproximadamente dos kilómetros, se metió en un importante centro comercial, en cuyos dos extremos había unos conocidos almacenes. El parking estaba lleno de coches de compradores. Cesó toda conversación en el interior de la camioneta, y esto pilló desprevenido a Hagen.
– ¡Maldición! -juró.
– Porterhouse -dijo la voz del piloto del helicóptero.
– Le oigo.
– Sirloin acaba de detenerse debajo de un gran cobertizo delante de la entrada principal. No tengo contacto visual con él.
– Espere a que aparezca de nuevo -ordenó Hagen-, y sígale. -Se levantó de la mesa y se puso detrás del conductor-. Péguese a él.
– No puedo. Hay al menos seis coches entre él y yo.
– ¿Se ha apeado alguien y entrado en los almacenes?
– Es difícil saberlo, con tanto gentío. Pero me pareció que dos o tal vez tres cabezas se asomaban de la camioneta.
– ¿Pudo ver bien el tipo al que recogieron en la ciudad? -preguntó Hagen.
– Cabellos y barba grises. Delgado, de más o menos un metro setenta y cinco de estatura. Suéter con cuello de tortuga, chaqueta de tweed y pantalón marrón. Sí, le reconocería.
– Dé la vuelta a la zona de aparcamiento y mire si le ve. Es posible que él y sus compinches cambien de automóvil. Yo voy a entrar en el centro comercial.
– Sirloin se mueve -anunció el piloto del helicóptero.
– Sígale, Porterhouse -dijo Hagen-. Yo estaré fuera del aire durante un rato.
– Entendido.
Hagen saltó de la caravana y corrió entre la multitud de compradores y entró en el centro comercial. Era como buscar tres agujas en un pajar. Sabía el aspecto que tenía Hudson y había conseguido fotografías de Gunnar Eriksen, pero uno de ellos o los dos podían estar todavía dentro de la camioneta.
Corrió frenéticamente de una tienda a otra, observando las caras, estudiando cada cabeza masculina que sobresalía de la multitud de compradoras femeninas. ¿Por qué tenía que ser un fin de semana?, pensó. Otro día cualquiera, y a una hora tan temprana, habría podido disparar allí un cañón sin alcanzar a nadie. Después de casi una hora de búsqueda infructuosa, salió al exterior e hizo una seña a la caravana para que se detuviera.
– ¿Los ha localizado? -preguntó, aunque sabía de antemano la respuesta.
El conductor sacudió la cabeza.
– Se tarda casi diez minutos en dar toda la vuelta. El tráfico es demasiado denso y la gente conduce como autómatas cuando están buscando aparcamiento. Sus sospechosos pueden haber encontrado fácilmente otra salida y haberse largado por ella, mientras yo estaba en el otro lado del edificio.
Hagen descargó un puñetazo de frustración contra la caravana. Había llegado tan cerca, tan endiabladamente cerca, sólo para fracasar en el último momento.
Pitt resolvió el problema de poder dormir sin el constante resplandor de la lámpara fluorescente por el sencillo procedimiento de subirse encima del armario y desconectar los tubos. No se despertó hasta que el guardián le trajo el desayuno. Se sentía relajado y empezó a comer las espesas gachas como si fuesen su plato predilecto. El guardia pareció perplejo al encontrarse con que la lámpara estaba apagada, pero Pitt se limitó a extender las manos en un ademán de ignorancia y de impotencia, y terminó las gachas.
Dos horas más tarde fue llevado al despacho del general Velikov. Allí fue sometido a la acostumbrada espera interminable encaminada a quebrantar sus barreras emocionales. Pero, Dios mío, ¡qué ingenuos eran los rusos! Siguió el juego, paseando arriba y abajo como si estuviese muy nervioso.
Las próximas veinticuatro horas serían, por lo menos, críticas. Confiaba en que podría escapar de nuevo del recinto, pero no podía prever qué nuevos obstáculos se levantarían a su paso, ni si sería capaz de hacer un esfuerzo físico después de otra entrevista con Foss Gly.
Pero no cabía un aplazamiento, no podía volver atrás. De alguna manera, tenía que salir esta noche de la isla.
Por fin entró Velikov en la habitación y observó a Pitt durante varios segundos antes de dirigirse a él. Había una ostensible frialdad en el general, una dureza inconfundible en su mirada. Señaló con la cabeza una silla de madera que no había estado en la habitación durante la última entrevista, invitando a Pitt a sentarse en ella. Cuando habló, lo hizo en tono amenazador.