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– Esto requeriría operaciones de desembarco que podrían ser vistas desde el aire -le explicó Gunn-. Sea lo que fuere lo que sucede aquí, quieren llevarlo en el más absoluto secreto.

– Estoy de acuerdo con esto -dijo Pitt-. Los rusos se han tomado mucho trabajo para que la isla parezca desierta.

– No es de extrañar que se impresionasen cuando entramos por la puerta principal -dijo Giordino, reflexivamente-. Esto explica los interrogatorios y las torturas.

– Tanta mayor razón para que procuremos salir de aquí y salvar nuestras vidas.

– Y avisar a nuestras agencias de información -añadió Gunn.

– ¿Cuándo piensas largarte? -preguntó Giordino.

– Mañana por la noche, inmediatamente después de que el guardia traiga la cena.

Gunn dirigió a Pitt una larga y dura mirada.

– Tendrás que irte solo, Dirk.

– Llegamos juntos, y juntos nos marcharemos.

Giordino sacudió la cabeza.

– No podrías llevarnos a Jessie y a nosotros dos sobre la espalda.

– Tiene razón -dijo Gunn-. Al y yo no estamos en condiciones de caminar ni veinte metros, aunque sea arrastrándonos. Es mejor que nos quedemos a correr el riesgo de dar al traste con tus posibilidades. Llévate a los LeBaron y salid nadando, por todos los demonios, hacia los Estados Unidos.

– No puedo confiar en Raymond LeBaron. Estoy seguro de que nos delataría. Mintió como un condenado al declarar que la isla no es más que un retiro para hombres de negocios.

Gunn sacudió la cabeza, con incredulidad.

– ¿Quién oyó jamás hablar de un lugar de retiro para militares que torturan a sus invitados?

– Olvídate de LeBaron -dijo Giordino, resplandeciendo de cólera sus ojos-. Pero, por el amor de Dios, salva a Jessie antes de que la mate ese hijo de perra de Gly.

Pitt se quedó confuso.

– No puedo marcharme de aquí y dejaros a los dos en manos del destino.

– Si no lo haces -dijo gravemente Gunn-, tú morirás también, y no quedará nadie con vida para contar lo que sucede aquí.

34

El ambiente era de tristeza, aunque mitigada por la larga distancia en el tiempo. No más de cien personas se habían reunido para la ceremonia, a esa temprana hora. A pesar de la presencia del presidente, sólo un canal de televisión había enviado un equipo. La pequeña concurrencia guardaba silencio en un rincón apartado de Rock Creek Park, escuchando el final del breve discurso del presidente.

– … Y así nos hemos reunido esta mañana para rendir un tardío tributo a los ochocientos americanos que murieron cuando el buque de transporte de tropas, el Leopoldville, fue torpedeado frente al puerto de Cherburgo, Francia, la víspera de Navidad de 1944.

»Nunca se había negado a una tragedia de guerra un honor tan merecido. Nunca se ha ignorado tan completamente una tragedia semejante.

Hizo una pausa y señaló hacia una estatua cubierta. Entonces se retiró el paño, revelando la figura solitaria de un soldado en actitud valiente y expresión resuelta, llevando un capote militar, y todo el equipo de campaña y un fusil M-l colgado de un hombro. Había una dignidad dolorosa en aquella estatua en bronce y de tamaño natural de un combatiente, realzada por una ola que lamía sus tobillos.

Después de un minuto de aplausos, el presidente, que había servido en Corea como teniente de una compañía de artillería del Marine Corps, empezó a estrechar las manos de supervivientes del Leopoldville y de otros veteranos de la Panther División. Cuando se dirigía al automóvil de la Casa Blanca, se puso rígido de pronto al estrechar la mano del décimo hombre de la fila.

– Un discurso muy conmovedor, señor presidente -dijo una voz conocida-. ¿Podría hablar con usted en privado?

Los labios de Leonard Hudson se dilataron en una irónica sonrisa. No se parecía en nada al caddy Reggie Salazar. Sus cabellos eran espesos y grises, lo mismo que la barba mefistofélica. Llevaba un suéter con cuello de tortuga debajo de la chaqueta de tweed

Los pantalones de franela eran de color café y los zapatos ingleses de cuero estaban impecablemente lustrados. Parecía salido de un anuncio de coñac de la revista Town amp; Country.

El presidente se volvió y habló a un agente del Servicio Secreto que estaba a menos de medio metro de su codo.

– Este hombre me acompañará hasta la Casa Blanca.

– Un gran honor, señor -dijo Hudson.

El presidente le miró fijamente durante un instante y decidió llevar adelante el juego. Su cara se iluminó con una amistosa sonrisa.

– No puedo perderme la oportunidad de recordar anécdotas de la guerra con un viejo compañero, ¿verdad, Joe?

La caravana presidencial entró en Massachusetts, haciendo centellear sus luces rojas y sonar las sirenas por encima del ruido del tráfico en la hora punta. Los dos hombres guardaron silencio durante un par de minutos. Por fin Hudson dio el primer paso.

– ¿Recuerda usted dónde nos conocimos?

– No -mintió el presidente-, Su cara no me parece en modo alguno conocida.

– Supongo que tiene que ver a tanta gente…

– Francamente, tengo cosas más importantes en las que pensar.

Leonard Hudson hizo caso omiso de la aparente hostilidad del presidente.

– ¿Como meterme en la cárcel?

– Una cloaca me parecería un sitio más adecuado.

– Usted no es la araña, señor presidente, y yo no soy la mosca. Puede parecer que me he metido en una trampa, en este caso un coche rodeado de un ejército de guardaespaldas del Servicio Secreto, pero mi salida en paz y tranquilidad está garantizada.

– ¿Otra vez el viejo truco de la bomba simulada?

– Ahora es diferente. Un explosivo de plástico está sujeto debajo de una mesa en un restaurante de cuatro tenedores de la ciudad. Hace exactamente ocho minutos que el senador Adrián Gorman y el secretario de Estado, Douglas Oates, se han sentado a aquella mesa para desayunar juntos.

– Es un farol.

– Tal vez sí, pero si no lo es, mi captura difícilmente valdría la carnicería que se produciría en el interior de un restaurante lleno a rebosar.

– ¿Qué quiere esta vez?

– Retire a su sabueso.

– Hable claro, por el amor de Dios.

– Quíteme a Ira Hagen de encima mientras todavía pueda respirar.

– ¿Quién?

– Ira Hagen, un viejo condiscípulo suyo que trabajó en el Departamento de Justicia.

El presidente miró a través de la ventanilla, como tratando de recordar.

– Parece que ha pasado una eternidad desde la última vez que hablé con Ira.

– No hace falta que mienta, señor presidente. Usted le contrató para que descubriese el «círculo privado».

– ¿Qué? -El presidente fingió una auténtica sorpresa. Después se echó a reír-. Olvida usted quién soy. Me bastaría una llamada telefónica para que todo el FBI, la CÍA y al menos otras cinco agencias de información se les echasen encima.

– Entonces, ¿por qué no lo ha hecho?

– Porque he preguntado a mis consejeros científicos y a algunas personas muy respetadas que participan en nuestro programa espacial. Y todos están de acuerdo. La Jersey Colony es un castillo en el aire. Se expresa usted muy bien, Joe, pero no es más que un farsante que vende alucinaciones.

Hudson se desconcertó.

– Juro por Dios que Jersey Colony es una realidad.

– Sí, está a medio camino entre Oz y Shangri-lá.

– Créame, Vince, cuando nuestros primeros colonos regresen de la Luna, la noticia inflamará la imaginación del mundo.

El presidente hizo caso omiso del descarado empleo de su nombre de pila.

– Lo que le gustaría realmente es que anunciase una batalla simulada con los rusos por el dominio de la Luna. ¿Qué es lo que pretende? ¿Es usted un agente de publicidad de Hollywood que trata de promocionar una película espacial, o se ha escapado de una clínica mental?

Hudson no pudo reprimir su cólera.

– ¡Idiota! -gritó-. No puede volver la espalda a la más grande hazaña científica de la historia.

– Fíjese en lo que voy a hacer. -El presidente descolgó el teléfono del coche-. Roger, detenga el automóvil. Mi invitado va a apearse.

Al otro lado del cristal, el chófer del Servicio Secreto levantó una mano del volante en señal de comprensión. Después informó de la orden del presidente a los otros vehículos. Un momento más tarde, la caravana entró en una tranquila calle residencial y se detuvo junto a la acera.

El presidente alargó una mano y abrió la portezuela.

– Final de trayecto, Joe. No sé qué piensa hacer con Ira Hagen, pero si me entero de su muerte, seré el primero en declarar en el juicio que usted le amenazó. Es decir, si no le han ejecutado ya por cometer un asesinato en masa en un restaurante.

Irritado y confuso, Hudson bajó despacio del automóvil. Vaciló antes de acabar de hacerlo.

– Está cometiendo un terrible error -dijo, en tono acusador.

– No será la primera vez -dijo el presidente, dando por terminada la conversación.

El presidente se retrepó en su asiento y sonrió con aire satisfecho. Una magnífica representación, pensó. Hudson estaba perplejo y construía barricadas donde no debía. Aplazar una semana la inauguración del monumento al Leopoldville había sido una astuta maniobra. Tal vez una molestia para los veteranos que habían acudido, pero muy conveniente para un viejo fantasma como Hagen.

Hudson se quedó plantado en la hermosa avenida, contemplando cómo se alejaba la caravana y se perdía de vista al doblar la primera esquina. Estaba confuso y desorientado.

– ¡Maldito y estúpido burócrata! -gritó, presa de la más absoluta frustración.

Una mujer que paseaba un perro por la acera le dirigió una mirada de disgusto.

Una camioneta Ford sin distintivos redujo la marcha y se detuvo, y Hudson subió a ella. Había en su interior unas sillas tapizadas de cuero, alrededor de una pulida mesa de secoya. Dos hombres, impecablemente vestidos con trajes de calle, le miraron con expectación mientras él se sentaba cansadamente en una de las sillas.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó uno de ellos.

– El estúpido bastardo me echó de su automóvil -dijo desesperado Hudson-. Dice que no ha visto a Ira Hagen en muchos años, y pareció importarle un bledo que le matásemos y volásemos el restaurante.

– No me sorprende -dijo un hombre de mirada intensa, cara cuadrada y colorada, y nariz de cóndor-. Es un tipo pragmático como el infierno.

Gunnar Eriksen tenía una pipa apagada entre los labios.

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