Después de una ligera curva de la autopista, aparecieron las luces de un centro comercial. Hagen miró su velocímetro. El sargento viajaba a cinco millas por debajo de la velocidad máxima autorizada. Hagen cambió de carril y lo adelantó. Aceleró ligeramente y después redujo la marcha para entrar en la desviación que conducía al centro comercial, apostando a que en una de las tiendas venderían licores y a que el general Fisher no habría olvidado el encargo de su esposa de que comprase una botella de jerez.
El coche de la Fuerza Aérea pasó de largo.
– ¡Maldición! -murmuró Hagen.
Entonces se le ocurrió pensar que cualquier militar de servicio habría comprado el licor en la cantina de su base, donde lo vendían mucho más barato que en las tiendas.
Fue detenido unos segundos por una mujer que trataba de salir marcha atrás de su plaza en el parking. Cuando al fin pudo pasar, salió de nuevo a gran velocidad a la carretera. Afortunadamente, el coche de Fisher se había encontrado con un semáforo en rojo en el primer cruce y Hagen pudo alcanzarlo y adelantarlo de nuevo.
Pisó el acelerador a fondo, tratando de aumentar lo más posible la distancia entre los dos vehículos. Al cabo de dos kilómetros, giró hacia la estrecha carretera que conducía a la puerta principal de la Base Peterson de las Fuerzas Aéreas. Mostró su tarjeta de identificación al policía militar que permanecía rígido junto a la puerta, llevando un casco blanco, un pañuelo de seda del mismo color y una funda negra de cuero que contenía un revólver con culata de nácar.
– ¿Dónde está la cantina? -preguntó Hagen. El policía señaló y dijo:
– Recto hasta la segunda señal de stop. Entonces gire a la izquierda hacia el depósito de agua. Un gran edificio gris. No puede dejar de verlo.
Hagen le dio las gracias y arrancó en el momento en que el coche de Fisher se detenía detrás de él y era inmediatamente autorizado para cruzar la puerta. Tomándose tiempo, se mantuvo dentro del límite de velocidad de la base y entró en el parking de la cantina con sólo veinte metros de ventaja sobre Fisher. Se detuvo entre un Jeep Wagoneer y una camioneta Dodge con una caravana que ocultaba casi por entero a su coche. Salió de detrás del volante, apagando las luces pero conservando el motor en marcha.
El automóvil del general se había detenido, y Hagen se le acercó pausadamente y en línea recta, preguntándose si Fisher se apearía para comprar el jerez o enviaría al sargento a cumplir el encargo.
Hagen sonrió para sí. Hubiese debido saberlo. Desde luego, el general envió al sargento.
Hagen llegó al automóvil casi en el mismo momento en que el sargento entraba en la cantina. Miró rápidamente a su alrededor, para ver si alguna persona que estuviera esperando en un coche aparcado miraba casualmente en su dirección o si un comprador pasaba empujando un carrito cerca de allí. El viejo tópico «No hay moros en la costa» pasó por su mente.
Sin la menor vacilación ni pérdida de tiempo, Hagen sacó una pesada porra de goma de un bolsillo especial debajo de una manga de su cazadora, abrió la portezuela de atrás del automóvil y describió un breve arco con el brazo. Nada de saludos ni de conversación trivial. La porra alcanzó a Fisher exactamente en el mentón.
Hagen arrancó la cartera de encima de las rodillas del general, cerró la portezuela y volvió con naturalidad a su coche.
Desde el principio hasta el fin, la acción no había durado más de cuatro segundos.
Mientras se alejaba de la cantina en dirección a la puerta principal, calculó mentalmente el tiempo. Fisher estaría inconsciente durante treinta minutos o tal vez una hora. El sargento tardaría de cuatro a seis minutos en encontrar el jerez, pagarlo y volver al coche. Otros cinco minutos antes de que diese la señal de alarma, siempre que el sargento se diese cuenta de que el general estaba sin sentido en el asiento de atrás.
Hagen se sintió satisfecho de sí mismo. Habría cruzado la puerta principal y estaría a medio camino del aeropuerto de Colorado Springs antes de que la policía militar se enterase de lo que había ocurrido.
Una nevada prematura empezó a caer sobre el sur de Colorado poco después de la medianoche. Al principio la nieve se derretía al tocar el suelo, pero pronto se formó una capa de hielo sobre la que empezó a cuajar. Más hacia el este, los vientos arreciaron y las patrullas de carreteras de Colorado cerraron las carreteras regionales más estrechas debido a las condiciones atmosféricas.
Dentro de un pequeño reactor Lear aparcado en el extremo de la terminal, Hagen se sentó a una mesa y estudió el contenido de la cartera del general Fisher. La mayor parte era material secreto que tenía que ver con las operaciones cotidianas del centro espacial. Un legajo de papeles se refería al vuelo de la nave espacial Gettysburg, que había sido lanzada hacía sólo dos días de la Base Vandenberg de la Fuerza Aérea, en California. Le divirtió encontrar, en uno de los compartimentos de la cartera, una revista pornográfica. Pero la pieza más importante era una libreta encuadernada en cuero negro y que contenía un total de treinta y nueve nombres y números de teléfono. Ninguna dirección y ninguna nota; solamente los nombres y los números, divididos en tres secciones. En la primera, había catorce; en la segunda, diecisiete, y en la tercera, ocho.
Ninguno de ellos llamó la atención a Hagen. Posiblemente no eran más que amigos o compañeros de Fisher. Miró la tercera lista, cuando el cansancio hacía que su visión se tornase confusa.
De pronto, el primer nombre cobró relieve. No el apellido, sino el nombre.
Sorprendido, contrariado de que se le hubiese pasado por alto algo tan sencillo, una clave tan evidente que a nadie habría engañado, copió la lista en su bloc y completó tres de los nombres añadiendo el apellido correcto.
Gunnar Monroe/Eriksen
Irwin Dupuy
Leonard Murphy/Hudson
Daniel Klein
Steve Larson
Ray Sampson/LeBaron
Dean Beagle
Clyde Ward
Ocho nombres en vez de nueve… Finalmente, Hagen sacudió la cabeza, sorprendido de la lentitud con que había captado el hecho evidente de que habría sido inverosímil que el general Clark Fisher hubiese incluido su propio nombre en una lista de teléfonos.
Casi había llegado a la meta, pero su entusiasmo era mitigado por la fatiga; no había dormido en veintidós horas. La arriesgada empresa de robar la cartera del general Fisher había producido resultados inesperados. En vez de una pista, tenía cinco, todos los restantes miembros del «círculo privado». Ahora lo único que tenía que hacer era comprobar los primeros nombres con los números de teléfono, y el éxito sería completo.
Pero todo esto no eran más que ilusiones. Había cometido un error de aficionado al mencionar al general Clark Fisher, alias Anson Jones, por teléfono desde el Laboratorio Pattenden. Le había parecido que era una astuta maniobra encaminada a inducir a los conspiradores a cometer una equivocación y darle una oportunidad. Pero ahora se daba cuenta de que no era más que engreimiento mezclado con una buena dosis de estupidez.
Fisher pondría sobre aviso al «círculo privado», si no lo había hecho ya, pero ahora nada podía hacer Hagen. El daño estaba hecho. No tenía más remedio que lanzarse de cabeza.
Estaba mirando a lo lejos cuando el piloto del avión entró en el compartimiento principal de la cabina.
– Disculpe que le interrumpa, señor Hagen, pero se espera que arrecie la nevada. La torre de control acaba de informarme de que van a cerrar el aeropuerto. Si no emprendemos ahora el vuelo, tal vez no podremos hacerlo hasta mañana por la tarde.
Hagen asintió con la cabeza.
– Sería una tontería quedarnos aquí.
– ¿Quiere darme el punto de destino?
Hubo una breve pausa mientras Hagen miraba sus notas escritas a mano en el bloc. Decidió dejar a Hudson para el final. Además, Eriksen, Hudson y Daniel Klein o quienquiera que fuese, todos tenían el mismo prefijo en el teléfono. Reconoció el prefijo detrás del nombre de Clyde Ward y se decidió por éste, simplemente porque se hallaba a sólo unos pocos cientos de millas al sur de Colorado Springs.
– Albuquerque -dijo al fin.
– Sí, señor -respondió el piloto-. Si se abrocha el cinturón, despegaremos dentro de cinco minutos.
En cuanto hubo desaparecido el piloto en la cabina de mandos, Hagen se quitó los shorts y se tumbó en una blanda litera. Estaba profundamente dormido antes de que las ruedas del avión se elevasen de la pista cubierta de nieve.
El miedo que inspiraba Dan Fawcett, jefe de personal del presidente, dentro de la Casa Blanca, era enorme. La suya era una de las posiciones de más poder en Washington. Era el guardián del sanctasanctórum. Virtualmente, todos los documentos o memorándums enviados al presidente pasaban por sus manos. Y nadie, ni siquiera los miembros del Gabinete y los líderes del Congreso, podía entrar en el Salón Oval sin la aprobación de Fawcett.
Nunca había nadie, fuese de rango inferior o superior, que se negase a aceptar un no como respuesta. Por consiguiente, no supo cómo reaccionar al mirar desde su mesa los ojos ardientes de indignación del almirante Sandecker. Fawcett no recordaba haber visto a un hombre tan encolerizado y tuvo la impresión de que el almirante estaba poniendo en juego todo su sentido de la disciplina para dominar su ira.
– Lo siento, almirante -dijo Fawcett-, pero la agenda del presidente está llena. No tengo manera de hacerle pasar.
– Lo hará -dijo Sandecker con labios apretados.
– Es imposible -replicó Fawcett con firmeza.
Sandecker apoyó lenta y sacrilegamente los brazos y las manos sobre los papeles desparramados en la mesa de Fawcett y se inclinó hasta que sólo unos centímetros separaron sus narices.
– Dígale a ese hijo de perra -gruñó- que acaba de matar a tres de mis mejores amigos. Y a menos que me dé una buena razón de por qué lo ha hecho, voy a salir de aquí, celebrar una conferencia de prensa y revelar tantos secretos sucios que su preciosa administración quedará marcada durante el resto de su mandato. ¿Lo comprende, Dan?
Fawcett permaneció sentado, sin que su cólera reciente pudiera dominar su espanto.
– Con ello sólo destruiría su carrera. ¿Qué ganaría?
– Creo que no me ha entendido. Se lo repetiré. El presidente es responsable de la muerte de tres de mis más queridos amigos. Usted conoce a uno de ellos. Se llama Dirk Pitt. De no haber sido por Pitt, el presidente estaría descansando en el fondo del mar en vez de estar sentado en la Casa Blanca. Ahora quiero saber por qué ha tenido que morir Pitt. Y si me cuesta mi carrera como jefe de la AMSN, es problema mío.