Se volvió a los otros.
– ¿Qué opináis?
– ¿Tenemos otra alternativa? -preguntó, aturdido, Giordino.
– Dos -respondió Pitt-. Podemos salir de aquí mientras podamos, y desafiar al huracán. Después, cuando empiece a amainar, podemos tratar de robar una barca y volver a Florida…
– O entregarnos a los cubanos -le interrumpió Gunn.
– Así está la cosa.
Jessie sacudió la cabeza y le miró con ojos tiernos.
– No podemos volver atrás -dijo pausadamente y sin sombra de miedo-. La tormenta puede tardar días en amainar y ninguno de nosotros está en condiciones de sobrevivir cuatro horas más. Yo propongo que corramos el riesgo con el Gobierno de Castro. Lo peor que puede hacernos es meternos en la cárcel hasta que el Departamento de Estado negocie nuestra liberación.
Pitt miró a Gunn.
– ¿Qué dices tú, Rudi?
– Estamos destrozados, Dirk. Lo que dice Jessie es lógico.
– ¿Y tú qué opinas, Al?
Giordino se encogió de hombros.
– Si tú lo dices, amigo, volveré nadando a los Estados Unidos. -Y Pitt supo que lo decía en serio-. Pero la verdad es que no podemos aguantar mucho más. Lamento decirlo, pero creo que deberíamos arrojar la toalla.
Pitt les miró y pensó que no habría podido tener un equipo mejor para enfrentarse a una situación desagradable, y no hacía falta ser vidente para saber que las cosas iban a ser ciertamente muy desagradables.
– Está bien -dijo, con una triste sonrisa-. Vamos a interrumpirles la fiesta.
Echaron a andar por el pasillo y pronto pasaron por debajo de un arco que se abría a un vasto cuarto de estar decorado con antigüedades españolas. Tapices gigantes pendían de las paredes, representando galeones que navegaban en mares crepusculares o eran arrojados implacablemente contra los arrecifes por furiosas tormentas. El mobiliario tenía un aire náutico; la habitación estaba iluminada por antiguas linternas de barco, de cobre y cristal coloreado. La chimenea resplandecía con un fuego que calentaba la habitación hasta una temperatura de invernadero.
No se veía un alma en parte alguna.
– Horrible -murmuró Jessie-. Nuestro anfitrión tiene un gusto espantoso para la decoración.
Pitt levantó una mano, pidiéndole silencio.
– Voces -dijo suavemente-. Vienen de aquel otro arco, entre las dos armaduras.
Pasaron a otro corredor, que estaba débilmente iluminado por candelabros a intervalos de diez pies. El ruido de risas y palabras confusas, de voces tanto masculinas como femeninas, se hizo más fuerte. Una luz se filtraba por debajo de una cortina, delante de ellos. Esperaron un segundo y, después, corrieron la cortina a un lado y entraron.
Se encontraron en un largo comedor ocupado por casi cuarenta personas, que interrumpieron sus conversaciones y se quedaron mirando a Pitt y a sus acompañantes con la pasmada expresión de un grupo de campesinos en su primer encuentro con extraterrestres.
Las mujeres vestían elegantes trajes de noche, mientras'que la mitad de los hombres iban de smoking y la otra mitad vestía uniforme militar. Varios criados que servían la mesa se quedaron petrificados como personajes de una película súbitamente encallada. El pasmado silencio era tan espeso como una manta de lana. Parecía una escena tomada de un melodrama de Hollywood de principio de los años treinta.
Pitt se dio cuenta de que él y sus amigos debían tener un aspecto muy extraño. Empapados en agua, con la ropa sucia y hecha jirones, contusa y rasgada la piel, con huesos rotos y músculos distendidos. Con los cabellos pegados a la cabeza, debían parecer ratas ahogadas y lanzadas a la orilla de un río contaminado.
Pitt miró a Gunn y dijo:
– ¿Cómo se dice «Perdonen la intromisión» en español?
– No tengo la menor idea. Sólo estudié francés en el colegio.
Entonces vio Pitt que la mayoría de los hombres de uniforme eran altos oficiales soviéticos. Sólo uno parecía ser cubano.
Jessie estaba en su elemento. A Pitt le pareció majestuosa, incluso con su vestido de safari hecho jirones.
– Alguno de ustedes, caballeros, ¿quiere ofrecerle una silla a una dama? -preguntó ella.
Antes de que recibiese respuesta, diez hombres con metralletas rusas entraron en la habitación y les rodearon, impávidos como esfinges y apuntando con sus armas a los cuatro. Tenían los ojos helados y los labios apretados. Pitt se dio perfecta cuenta de que habían sido adiestrados para matar cuando se lo ordenasen.
Giordino, parecía un hombre atropellado por un camión de basura, se irguió fatigosamente en toda su estatura y miró atrás.
– ¿Viste alguna vez tantas caras sonrientes? -preguntó con naturalidad.
– No -dijo Pitt, iniciando una malévola sonrisa-. No desde Little Big Horn.
Jessie no les oyó. Como en trance, se abrió paso entre los guardias y se detuvo cerca de la cabecera de la mesa, mirando a un hombre alto y de cabellos grises, vestido de etiqueta, que la miró a su vez con asombro e incredulidad.
Ella se echó atrás los mojados y revueltos cabellos y adoptó una sofisticada actitud felina. Después, dijo en voz suave y autoritaria.
– Por favor, Raymond, sirve a tu esposa un vaso de vino.
Hagen viajó veinticinco kilómetros al este de Colorado Springs por la Autopista 94, hasta Enoch Road. Entonces torció a la derecha y llegó a la entrada principal del Centro Unificado de Operaciones Espaciales.
Había costado dos mil millones de dólares, ocupaba una superficie de doscientas cincuenta hectáreas y el personal se componía de cinco mil hombres, entre militares y paisanos. Controlaba todos los vuelos de vehículos y transbordadores espaciales, así como los programas de escucha de satélites. Toda una comunidad aeroespacial crecía alrededor del Centro, cubriendo cientos de hectáreas con zonas residenciales, instalaciones científicas e industriales, plantas manufactureras y de alta tecnología, y pistas de prueba para la Fuerza Aérea. En menos de diez años, la que había sido una tierra de pastos, habitada por pequeñas manadas de ganado, se había convertido en la «Capital Espacial del Mundo».
Hagen mostró su tarjeta de identificación de seguridad, condujo hacia el aparcamiento y se detuvo delante de una entrada lateral del enorme edificio. No se apeó del coche, sino que abrió su cartera y sacó su gastado bloc de notas. Lo abrió por una página donde había tres nombres y añadió un cuarto.
Raymond LeBaron…Paradero desconocido.
Leonard Hudson…ídem.
Gunnar Eriksen…ídem.
General Clark Fisher…Colorado Springs.
La llamada de Hagen al Drake Hotel, desde el laboratorio Pattenden, había alertado a su viejo amigo del FBI, que había localizado el número de Anson Jones como el de un teléfono secreto de la residencia de un oficial de la Base Peterson de la Fuerza Aérea, en las afueras de Colorado Springs. La casa estaba ocupada por el general de cuatro estrellas Clark Fisher, jefe del Mando Espacial Militar Conjunto.
Haciéndose pasar por inspector de la campaña contra insectos nocivos, Hagen había podido recorrer la casa con permiso de la esposa del general. Afortunadamente para él, ésta lo consideró como llovido del cielo para poder quejarse de un ejército de arañas que habían invadido su vivienda. Él la escuchó atentamente y le prometió combatir los insectos con todas las armas de que disponía. Después, mientras ella trajinaba con la cocinera, probando una nueva receta de gambas salteadas con albaricoques, Hagen registró el despacho del general.
Su búsqueda reveló solamente que Fisher daba mucha importancia a la seguridad. Hagen no encontró nada en los cajones, los archivos o lugares ocultos que pudiesen resultar interesantes para un agente soviético o para él mismo. Decidió esperar a que el general diese por terminada su jornada de trabajo y registrar entonces su despacho en el Centro Espacial. AI salir por la puerta de atrás, la señora Fisher estaba hablando por teléfono y se limitó a despedirle con un ademán. Hagen se detuvo un momento y oyó que le decía al general que, cuando volviese a casa, hiciese una parada para comprar una botella de jerez.
Hagen guardó el bloc en la cartera y sacó de ésta una lata de Coca Cola sin calorías y un grueso bocadillo de salame con pepinillos cortados, envuelto en un papel encerado y con el nombre del establecimiento impreso en ambos lados. La temperatura de Colorado había refrescado considerablemente después de ponerse el sol detrás de las montañas Rocosas. La sombra de Pike's Peak se extendió sobre los llanos, cubriendo con su oscuro velo el paisaje.
Hagen no advirtió la belleza escénica que se desplegaba ante él a través del parabrisas. Le inquietaba demasiado el hecho de no tener un firme control sobre ningún miembro del «círculo privado». Tres de los nombres de su lista permanecían ocultos, Dios sabía dónde, y al cuarto debía considerarlo inocente mientras no se probase lo contrario. Solamente un número de teléfono y su instinto le hacían sospechar que Fisher intervenía en la conspiración de Jersey Colony. Tenía que estar absolutamente seguro, y, más importante aún, necesitaba desesperadamente una pista que le condujese al hombre siguiente.
Hagen interrumpió sus reflexiones al fijar la mirada en el espejo retrovisor. Un hombre con uniforme azul de oficial salía por la puerta lateral, que mantenía abierta un sargento de cinco galones, o comoquiera que llamase la Fuerza Aérea a sus suboficiales en aquellos días. El oficial era alto, de constitución atlética, llevaba cuatro estrellas en las hombreras y era muy apuesto, al estilo Gregory Peck. El sargento le acompañó hasta un coche azul de la Fuerza Aérea y abrió rápidamente la portezuela de atrás.
Algo en aquella escena disparó un resorte en la mano de Hagen. Se irguió en su asiento y se volvió para mirar osadamente por la ventanilla. Fisher se estaba inclinando para entrar en la parte de atrás de su automóvil y sostenía una cartera. Era esto lo que le había llamado la atención. No sostenía la cartera por el asa como hubiese parecido normal. Fisher la agarraba como una pelota de rugby, debajo del brazo y contra el costado del pecho.
Hagen no tuvo reparo en cambiar el plan que había proyectado cuidadosamente. Improvisó en el acto, olvidando rápidamente el registro del despacho de Fisher. Si su súbita inspiración no daba resultado, siempre podría volver atrás. Puso en marcha el motor y cruzó la zona de aparcamiento detrás del coche del general.
El chófer de Fisher llegó a la encrucijada y giró hacia la Autopista 94 con el semáforo en ámbar. Hagen se detuvo, hasta que menguó el tráfico. Entonces cruzó en rojo y aceleró hasta acercarse lo bastante al automóvil azul de la Fuerza Aérea como para distinguir la cara del chófer a través del espejo retrovisor. Mantuvo esta posición, para ver si se producía algún contacto visual. No se produjo ninguno. El sargento no era receloso y no comprobaba si le seguían. Hagen presumió con razón que aquel hombre no había sido instruido sobre tácticas defensivas contra un posible ataque terrorista.